Estoy en el banco. Cuando empecé a venir a esta sucursal había cuatro ventanillas. La última vez, como hace un mes, habían cerrado una. Hoy lo han reducido a dos. Una, en realidad. Porque en la ventanilla de la derecha hay un cartel que la hace exclusiva para “empresas”.
En la única ventanilla que queda de cara a los mortales están atendiendo a un señor que se desplaza en silla de ruedas. Es una silla motorizada. Las características de una silla reflejan la funcionalidad y autonomía de su usuario. Así que busco entre las personas de alrededor quién podría ser el apoyo/asistente/acompañante del señor. No sé por qué (quizás porque sea la que se encuentra más próxima a él) intuyo que es una señora sentada junto a su carrito de la compra. Pero no, suena el número del siguiente cliente y veo cómo la señora se acerca a la ventanilla.
La puerta del banco no es de apertura automática, ni cuenta con ningún mecanismo que permita accionarla de forma autónoma desde una silla de ruedas. Pienso que el empleado que lo está atendiendo se ofrecerá a abrírsela o le pedirá que lo haga a alguno de los compañeros distribuidos en diversas mesas en la zona exterior de las ventanillas (cuento como cinco o seis por la sucursal). Pero no ocurre ninguna de las dos cosas.
Tampoco ninguno entre el resto de clientes que está aguardando su turno parece detectar la situación. Así que me dirijo a la puerta para abrírsela. El señor me pide que por favor le acerque un paraguas que ha dejado tirado en una esquina y si soy capaz de cerrárselo, porque él antes no ha podido. Le cierro el paraguas, le abro la puerta y le veo salir. Me pregunto cuántas más acciones relativamente sencillas como ésta se va a encontrar hasta que acabe su día. Cuántos “favores” tendrá que pedir a extraños. Cuántas limitaciones que podrían estar solventadas, como que una entidad (que a final de año expondrá en su cuenta de beneficios los millones que han ganado sus inversores) no sea capaz de instalar en sus oficinas mecanismos que faciliten la vida de un porcentaje de sus clientes. Son clientes que no cuentan. Que no existen. Que dan igual.
Este no es un texto para expresar qué mala gente son los empleados y los clientes del banco y lo buena persona que soy yo. No soy ni mejor ni peor que ellos. La única diferencia es mi realidad de los últimos diecinueve años. Ha sido mi convivencia con el colectivo de personas en situación de discapacidad la que me ha hecho ser capaz de detectar ciertas situaciones, analizar los apoyos que requieren y solventarlos si está en mi mano.
Simplemente eso. La con-vivencia.
Una con-vivencia que en mi caso no llegó hasta convertirme en madre. Una con-vivencia que debería iniciarse al principio del camino. Desde la escuela.
Hoy es 3 de diciembre. Y mañana 4.
#NadaQueCelebrar




























































Deja un comentario