Capacitismo concentrado en minuto y medio en la cola del súper

Capacitismo concentrado en minuto y medio en la cola del súper:

El otro día vi a Antón en la parada del bus y le dije… porque siempre hablo con él, que me tiene mucho cariño… ¿A quién estás esperando? ¿a papi? Y me dijo que no, que estaba esperando el bus para ir a Coruña. ¿Pero vas tú solito? Y ya me dijo que sí, que va solito y que iba a ver a una amiguita… Muy bien, muy bien… Ves, así se hace independiente… Si a Martincito [he cambiado el nombre real de este hombre de cuarenta años largos] le hubieran enseñado desde pequeño, no estaría como está ahora… y bla blá, bla blá, bla blá…

Y así, amigos, es como demuestro al mundo mi paciencia infinita en forma de sonrisa congelada 😩

Se admiten consejos para la próxima embestida más allá de explosionar 🙏🏽

pd: La foto es pa compensar tanta mierda.

Perfil de árboles recortados contra el cielo rojo de un atardecer

A vueltas con las palabras

Las palabras importan. Y mucho. Porque condicionan nuestras actitudes.

En un país donde se normalizaba el uso de «mariquita» o «desviado» jamás hubieran sido posibles los cambios en la legislación que ha vivido el colectivo LGTBIQ+

La realidad empieza a cambiarse por la forma en que la nombramos.

Afirmar que no importa cómo nos refiramos a las personas discriminadas por la discapacidad, es no entender esto.

En un país donde se legitimaba el uso de mariquita, desviado, marimacho, bollera… las agresiones homófobas ni se condenaban ni eran noticia, de pura normalidad aceptada.

Este ya no es aquel país.

Y algún día dejará de ser también este. El que normaliza, asume y ejecuta una cultura profundamente capacitista que decide que hay personas subhumanas y, por tanto, sin derechos.

A vueltas con las palabras. Otra vez. Y las que hagan falta.

Comparto de nuevo este post que en unos días cumplirá 11 años pero que sigue tan vigente como si lo hubiese redactado ayer. Tristemente.

EL PODER DE LAS PALABRAS (enlace aquí)

Nacer mal

Pues primera noticia de la mañana que abro y ya empiezo la semana fibrilando…

Captura de pantalla del texto de la noticia donde una investigadora habla de una enfermedad poco frecuente y para describir la evolución de la misma dice: "Nacen bien pero... "

Imagino que lo contrario a NACER BIEN debe ser NACER MAL.

¿Cómo puede construirse una persona que escucha / lee / percibe sobre sí misma y durante toda su vida que ha nacido mal?

Señores y señoras profesionales de la medicina y de la investigación y de todas esas consultas que pueblan: por favor, aprendan a HABLAR BIEN.

Estoy segura de que pueden conseguirlo. Han aprendido ustedes miles de palabras que las familias no somos capaces de entender cuando nos las sueltan en sus despachos.

Desgraciadamente, a veces sólo emplean el lenguaje llano para soltar cosas como NACER MAL. Eso sí que lo entendemos.

Y el problema es que nos lo creemos. Al menos por un tiempo.

Menos mal que están nuestros hijos y nuestras hijas para enseñarnos que ningún ser humano nace mal.

Las palabras hacen daño. Y destrozan. Y condenan. De por vida.

La mirada de las familias se construye a partir de la de quienes ponen una etiqueta médica a nuestros hijos. Y el puñetero modelo médico-rehabilitador todavía se mezcla entre esos profesionales con el de prescindencia. Y si no, que se lo pregunten a todas esas madres a las que algún médico ha llamado irresponsables por negarse a abortar.

Pitas novas 🐓

Tenemos cinco gallinas. El otro día un vecino nos regaló tres más. Le habían dado como treinta en una granja que, por no sé qué normativa comunitaria absurda, debía deshacerse de todas las que pasaran del año. Que esa es otra, las normas comunitarias absurdas que han hecho tirarse a las carreteras a miles de tractores. Quizás no sean tan absurdas en realidad sino necesarias pero, claro, si luego te encuentras en el súper con cien mil productos a mitad de precio porque no deben seguirlas, pues no sé si absurdas, pero injustas seguro. Y claro, como la izquierda y su urbanocentrismo miran de espaldas al rural, pues toda esta peña ha acabado echándose en brazos de los fascistas, que de tontos no tienen un pelo.

Bueno, a lo que íbamos, a las tres pitas novas. La primera noche me costó diosyayuda meterlas en el gallinero. Menos mal que conté con la inestimable colaboración de Coti, porque emprendieron la huída en tres direcciones distintas las muy capullas. Al día siguiente, cuando fui a encerrarlas antes de que oscureciera, me encontré con que las recién llegadas se habían escapado por un agujero que había en la valla y que nunca habíamos detectado porque las veteranas jamás habían llevado a cabo ningún plan de fuga. De nuevo, Operación “Mema de ciudad contra gallinas”. Y, de nuevo, la imprescindible ayuda de Coti que, en esta ocasión, se tomó demasiado a pecho su función y casi se carga a una.

Me dio por pensar que quizás habría alguna razón para esta conducta. No tenía sentido que se escaparan teniendo en su espacio toda la comida del mundo y sin demasiado esfuerzo. Es más fácil picotear pienso y restos de comida, que andar buscando bichería por el mundo y más en invierno que casi no hay. Además, las gallinas nativas nunca lo habían hecho. Así que durante unos días, en vez de marcharme nada más abrirles y disponer su comida, me quedé observándolas. Y lo que he averiguado es atroz. Las gallinas viejas, o veteranas, o nacionales, no les dejan tocar la comida. Da igual cuánta haya, ni cuánto la esparza yo para que esté lo suficientemente distanciada como para que les dejen comer en paz. Nada, las viejas están más preocupadas por que no coman las recién llegadas, que por comer ellas. Y no es una en concreto o dos. ¡Son las cinco! Es como si tuvieran ojos en el culo y en cuanto perciben que una de las nuevas está comiendo, allá van a picotearla y machacarla.

He seguido varias estrategias y ninguna ha funcionado. Así que hoy me he cabreado tanto, que he vuelto a encerrar a las matonas y he dejado fuera a las acosadas. Libres, tranquilas y comiendo.

Todos hemos sido pitas novas en algún lugar. En un país, en un trabajo, en una escuela.

Seamos amables con los que llegan, porque también nosotros (o los nuestros) seremos recién llegados a algún lugar y no nos gustaría encontrarlo repleto de pitas vellas.

Lo más triste, es que en un tiempo estas tres de la foto estarán reproduciendo las mismas conductas que ahora sufren sobre las que lleguen.

Fotografía donde se ve a las tres gallinas de las que habla el texto comiendo restos esparcidos por el suelo. De fondo campos verdes y con árboles sin hojas.

Una joven subnormal vive atada a un limonero

En 1985 andaba yo por 3º de BUP. Aquel año estaba en la única clase —de las nueve que había en ese curso— que agrupaba en “letras puras” a los parias huidos de las matemáticas. Los dieciséis de aquella clase ni siquiera nos sentábamos por parejas, sino que formamos dos hileras: ocho delante y ocho detrás. Puede no parecer un número tan bajo, pero es que veníamos de cursos donde el último de la lista llevaba el número cuarenta y pico. Éramos además los que elaborábamos la revista del insti, “El vuelo de la corneja”, y algún día aquella clase se parecía más a la redacción de un periódico que a un aula de secundaria. Nos dirigía el de Lengua, que también parecía más tu jefe que tu profesor. Tanto, que a final de curso me ofreció un trato y me hizo prometer que obligaría a mi hermano (dos cursos más abajo) a estudiar su asignatura durante el verano, a cambio de no dejarle para septiembre. Lo acepté por la estabilidad emocional de mi madre pero, por supuesto, no me hizo ni caso. Mi hermano, no el de Lengua.

Aquel año no pudimos sacar la gabarra, como el anterior o el otro más. De hecho, no hemos vuelto a sacarla y seguimos esperando a que ocurra un milagro en la Catedral. Pero pesar de no iniciar el verano celebrando el triunfo del Atleti como acostumbrábamos, fue aquel un verano arrebatado. Casi todos en la cuadrilla libramos de ir a septiembre y “un día es un día” se convirtió en nuestro mantra.

Fui a un concierto de Kortatu que me confirmó que lo mío eran más Wham o Bananarama que el ska vasco. Nos despendolamos tanto la noche que acampamos para asegurarnos sitio para la txozna de “paellas”, que al día siguiente el arroz ni siquiera salió del paquete. Fue también el verano que Paty casi se despeña desde la cornisa por la que nos colamos en “Casa Franco”, un palacete ruinoso y abandonado donde se decía que había veraneado el caudillo. Le organizamos una fiesta de despedida a Ignacio G. que se iba a vivir su aventura americana en COU. Iñaki se pasó medio verano castigado porque la hicimos en su casa y no tuvimos energía para limpiarla como era debido antes de que volvieran sus padres. 

Grupo de adolescentes tumbados de espaldas viendo el atardecer en la play

Escuchábamos cintas de Les Luthiers en la playa y nos quedábamos allí hasta ver cómo se escondía el sol por detrás del mar. Volvíamos a casa para ducharnos y cuando nos reencontrábamos en el fotomatón de la estación para ir a las fiestas, o lo que se terciara esa noche, lucíamos todos un rojo fosforito. Esto llevó a Ignacio U. a desarrollar la teoría de que lo que en realidad ponía moreno era la ducha. Tuve que volver tres veces andando desde Plencia. Las mismas que la Ertzaintza me pilló de paquete y sin casco en la vespino de Ana.

En el momento en que yo vivía todo esto —y más de lo que ya ni me acuerdo— una chica de mi misma edad y hasta de mi mismo nombre, pasaba sus días atada a un árbol.

“UNA JOVEN SUBNORMAL DE 15 AÑOS VIVE ATADA A UN LIMONERO EN LAS AFUERAS DE CASTELLÓN” (Enlace a la noticia publicada en El País en 1985 pinchando en la imagen)


 

Pampa García Molina @pampanilla me hizo llegar ayer el podcast elaborado a partir de esta noticia que tanto me ha impactado.

Llevo todo el día preguntándome si podría haber sido yo la chica atada a ese árbol, de haber sido otros mis genes.

Porque eso era seguramente casi lo único que separaba nuestros presentes de entonces y nuestros destinos de ahora: la genética. Y la complicidad de la cultura capacitista, claro está

En un momento del podcast se escuchan los testimonios de algunos de los vecinos de entonces: 

«La tenían que tener atadita.”

“Estaba muy bien cuidada.”

«Pero vamos, eran gente normal, eh.”

Me dice Pampa que le gusta la parte en que Belén Remacha se pregunta si dentro de veinte años el discurso actual será válido.

Las dos sabemos que no. Que seguimos normalizando el maltrato, la exclusión y la falta de derechos en base a la etiqueta “discapacidad” que le ponemos a algunas personas. Y que seguramente hagan falta más de veinte años, muchos más, para que quienes vienen detrás cambien su percepción, su mirada, sus palabras y su actitud. Para que las personas en situación de discapacidad dejen de estar oprimidas por aquellos que nos consideramos “normales”.

Podéis escuchar este episodio del podcast “Hoy en El País” en el siguiente enlace: «De “una niña subnormal” a la dignidad: un viaje de 40 años por las palabras»

¿Por qué le llamamos inclusión cuando queremos decir separación, segregación y exclusión?

Este gráfico ilustra esas situaciones en las que la inclusión sigue siendo exclusión y segregación.

Representación de lo que significa inclusión, exclusión, separación e integración mediante círculos en los que se representa al grupo de personas con discapacidad mediante puntos de colores y al de personas con una funcionalidad normativa por medio de puntos verdes.

A menudo me encuentro con actividades/espectáculos/lugares con la etiqueta de “inclusivos”, pero en los que en realidad sólo participan personas nombradas por la discapacidad.

Un coro formado exclusivamente por personas en situación de discapacidad, no es “inclusivo”.

Representación de lo que significa inclusión, exclusión, separación e integración mediante círculos en los que se representa al grupo de personas con discapacidad mediante puntos de colores y al de personas con una funcionalidad normativa por medio de puntos verdes.

Un espectáculo teatral donde el público asistente son únicamente personas con diversidad funcional, no es “inclusivo”.

Representación de lo que significa inclusión, exclusión, separación e integración mediante círculos en los que se representa al grupo de personas con discapacidad mediante puntos de colores y al de personas con una funcionalidad normativa por medio de puntos verdes.

Una actividad deportiva donde el monitor es la única persona no etiquetada por la discapacidad, no es “inclusiva”.

Representación de lo que significa inclusión, exclusión, separación e integración mediante círculos en los que se representa al grupo de personas con discapacidad mediante puntos de colores y al de personas con una funcionalidad normativa por medio de puntos verdes.

Estamos llamando “inclusivas” a actividades/espectáculos/lugares que hasta hace poco les eran negados a ciertas personas. Evidentemente, menos da una piedra, pero por favor no le llamemos a eso inclusión.

Hemos pervertido el sentido de la palabra inclusión, para seguir perpetuando situaciones de opresión sin sentirnos mal por ello.

El colectivo de personas nombradas por la discapacidad constituye aproximadamente el 10% de la población. Y esa es la proporción en la que deberían estar presentes en cualquier actividad/espectáculo/lugar para que podamos llamarlo INCLUSIÓN.

La palabra INCLUSIÓN se vacía de contenido cuando nos empeñamos en utilizarla para hablar de la participación de personas nombradas por la discapacidad en contextos segregados.