Cuestionar lo incuestionado

Fue hace cuarenta años y yo tenía quince. La última victoria del Atleti. El último paseo de la gabarra por la ría hasta el de ayer. Mi primera juerga y mi primera resaca. El momento que conocimos a la sección masculina de lo que acabaría siendo nuestra cuadrilla. Una de nuestras amigas conocía a uno de los chicos del grupo que también gritaba “¡Aupa Atleti!” junto a nosotras delante del ayuntamiento de Bilbao. Acabamos compartiendo kalimotxo y mistela. Y hasta hoy también vida. Aunque hemos crecido, nos hemos multiplicado y además esparcido por el estado y por el mundo, la kedada anual es sagrada y nos volvemos anguilas en su mar de los Sargazos.
 
Me pasaron muchas cosas ese año, o más bien ese curso. Y la fiesta del Atleti quizás fue la celebración de esa nueva persona en la que yo me estaba conviertiendo.
 
Alguien muy religiosa y con una profunda fe tras muchos años de colegio de monjas, abrazó ese año el ateísmo. Porque después de escuchar al profesor de Lengua era imposible para mí utilizar la lógica y la razón y seguir siendo creyente al mismo tiempo.
 
Alguien a quien en su casa se le decía constantemente que no se metiera en política y a quien convencieron de que era la actividad más maligna y peligrosa del universo, se convirtió (por obra y gracia de su profesor de Historia) en activista de eso que ahora se llama «memoria histórica», pero que entonces era casi «memoria presente», porque hablaba de las vidas de mis padres y de mis abuelos. Y en miembro activo de Gesto por la paz, en un momento en que casi daba más vergüenza que miedo sujetar una pancarta después de cada asesinato junto a cuatro colgados más. El miedo, en todo caso, era por si me pillaban allí mis padres o se enteraban gracias a algún vecino delator que pudiera verme.
 
Alguien que asumía que por el hecho de ser chica debía realizar ciertas labores en casa de las que estaba exento su hermano, se convirtió en feminista después de escuchar a la profesora de Literatura, a la de Euskera, a la de Griego y a casi todas las que me daban clase aquel curso.
 
Se podría decir que ese 2º de BUP me adoctrinaron en mi instituto. Y bendito adoctrinamiento. Porque exactamente veinte años después, me sirvió para cuestionar los prejuicios sociales y culturales que me habían llevado a considerar la etiqueta con la que nació mi hijo pequeño como una absoluta desgracia y una tragedia que venía a destruir nuestras vidas.
 
Podría decirse que una vez que empiezas a cuestionar algo aprendido, y en mi caso fueron varios algos (religión, ideología y machismo), ya no paras de hacerlo con cada nueva situación de injusticia irracional —que conlleva casi siempre una opresión— que se presenta en tu vida.
 
A partir de aquel curso, dejé de ir a misa y me negué a hacer la Confirmación.
 
Conseguí que mi hermano pasara la aspiradora y, con el tiempo, mi padre acabó haciendo la cena muchas noches, cosiéndose los botones, planchando los pantalones y hasta limpiando los cristales. Un día que mi madre tendía la ropa en el balcón, escuché desde mi habitación como una vecina le reprochaba desde su ventana que pusiera a mi padre a limpiar los cristales el fin de semana después de pasarse toda la semana en la obra. Mi madre le contestó que también ella se pasaba la semana limpiado casas de 7 a 7 y con tiempo sólo para un bocadillo. Habían pasado ya cuatro o cinco años desde el inicio de mis protestas intrafamiliares casi diarias, pero ese día me di cuenta de la importancia de disentir y cuestionar no sólo para una, sino también para quienes quiere.
 
Y han sido el ateísmo, el feminismo y la política los que me han enseñado a cuestionar y no aceptar la opresión sobre mi hijo y a dar la brasa cada día y en cada espacio, hasta conseguir que alguien decida por sí mismo algún día que debe limpiar los cristales.
 
Qué pena que hayan desaparecido de las escuelas mis profesores de Lengua, Historia, Euskera, Literatura y Griego. Desde aquí les doy las gracias, porque gracias a Lucinio, Escudero, Miren, Begoña o Herminia la vida de mi hijo no será esa a la que le habían condenado al nacer.

Campequé?

Inés Rodríguez es logopeda especializada en daño cerebral. Y además hace un fantástico trabajo en redes para romper estereotipos y derribar prejuicios.

Puedes seguirla en Instagram: @inusu_al

SUBNORMAL

A ti, que tienes la palabra «subnormal» como parte de tu vocabulario, pero que cada vez que te lo afean dices que no, que para nada estás pensando o te estás refiriendo a una persona con discapacidad, tengo algo que contarte: Y es que, cada vez que ese insulto sale de tu boca, puede que no estés pensando en el colectivo de personas nombradas por la discapacidad, pero sí, sí que te estás refiriendo a ellas. Porque ese es el término con que se designaba médica, e incluso jurídicamente, a las personas con discapacidad intelectual hasta hace bien poco (concretamente hasta 1986). Y es precisamente por eso (porque designaba a esas personas), por lo que esa palabra ha devenido en insulto.

Así que sí, sí te estás refiriendo a ellas. De igual forma que una sociedad profundamente homofóbica convirtió «maricón» en insulto. Puede ser que el colectivo LGTBIQ+ haya subvertido ese término y hoy en día no sea exactamente homófobo dependiendo del contexto o de quién lo utilice pero, créeme, la situación del colectivo de personas discriminadas por la discapacidad no está en ese punto, ni tú lo empleas con esa intención, así que, sí, «subnormal» es un insulto discafóbico y capacitista.

Sé que cuesta desprenderse de palabras que hemos heredado o aprendido por imitación y sobre las que no nos paramos a pensar de dónde vienen o por qué se dicen. Y lo sé por experiencia. En mi entorno familiar decir «pareces un gitano», «vas como un gitano» o «mira que eres gitano» estaba a la orden del día y por ello formaba parte de mi forma de expresarme. Hasta el curso en que mi hija tuvo como compañera de clase a un niña gitana. Fue entonces cuando en nuestra familia fuimos conscientes de nuestro gitanismo e hicimos esfuerzos para desprendernos de él. Al menos, respecto a las palabras. ¿Cómo iba a aceptar mi hija a alguien que pertenecía a una cultura a la que su familia se refería con desprecio?

O hijoputa. De la que me está costando un mundo desprenderme porque sale de mi boca disparada. Es una palabra terrible que, aunque sirve para exteriorizar nuestro enfado con alguien terrible o que ha hecho algo terrible, es manifiestamente machista (insulta a la madre, nunca al padre) y además estigmatiza (todavía más) al colectivo de trabajadoras sexuales. 

Me está costando todavía más dejar de utilizar las palabras loco, locura, demencial, chiflado, tarado, majareta, demente, chalado… en sentido peyorativo. Porque deriva de referencias al colectivo de personas con diagnóstico psiquiátrico. Un ejemplo: cuando se hace referencia a la presidenta de la Comunidad de Madrid llamándola IDA (porque esas son las siglas de su nombre y apellidos), de paso también se está insultando a las personas psiquiatrizadas. Llámala política nefasta, incompetente, faltona, prepotente y hasta mala persona si quieres, pero hacer referencia a su salud mental dice peores cosas de ti que de ella.

Así que si subnormal, retrasado, mongol, anormal, deficiente y todas sus variantes forman parte de tu vocabulario, haz por favor un esfuerzo por eliminarlas. 

Ah, tampoco se insulta aludiendo a la capacidad intelectual de nadie. Porque es algo que no se elige. Y, sobre todo, porque ser mala persona o hacer algo malo, nada tiene que ver con el cociente intelectual de una persona, sino con su calidad humana.

 

Captura de pantalla del diccionario online de la Real Academia Española con la entrada "subnormal": Dicho de una persona: Que tiene una capacidad intelectual inferior a la considerada normal. Insulto o en sentido despectivo.

 

Portada de un artículo:
Juan Antonio Sardina-Páramo (Santiago de Compostela).
LOS DERECHOS DEL SUBNORMAL.
Problemas fundamentales del estatuto jurídico del subnormal en el derecho español.

 

Orden del 13 de mayo de 1986 de desarrollo del Real Decreto 348/1986, de 10 de febrero, por el que se sustituyen los términos subnormalidad y subnormal, contenidos en las disposiciones reglamentarias vigentes.

Sobre el lenguaje creado para designar no-personas

La Constitución ha necesitado de 46 años para nombrar a las personas en situación de discapacidad con un lenguaje digno y respetuoso. Para la señalética, por lo que se ve, va a hacer falta un siglo.

Señal vertical que identifica una plaza de aparcamiento accesible. Bajo el icono internacional de accesibilidad aparece una placa donde puede leerse: “RESERVADO MINUSVÁLIDOS”.

«Hay algunas personas que para referirse a determinados colectivos no utilizan precisamente un lenguaje apropiado. Otros, que, sin más, utilizan insultos inadecuados, pero que estoy seguro de que no lo dicen pensando bien en lo que significa esa palabra, porque de todos los insultos que hay, el insulto que más veces dicen es “subnormal” y/o “retrasado”. En los casos que oigo eso, a mí me molesta y me enfada un montón. En algunos casos mi hermana se me acerca y me dice “no se lo tengas en cuenta”. Luego me arrepiento de no decirle nada, porque hay confianza, pero es un ser querido y el ambiente es muy bueno, y no lo quiero joder; y otras veces lo dice una persona con la que no tengo confianza, y entonces no le digo nada.

Los del primer caso, no quieren ofender a nadie, lo dicen para hablar de ellos, lo dicen como otra palabra cualquiera, y sin saberlo están utilizando un lenguaje inapropiado. Por ejemplo, “minusvalía” (el corrector del ordenador no me lo subraya). Me jode mucho que digan eso, porque hay que pararse a pensar solo un momento, y yo te monto la explicación en menos que canta un gallo, aunque puede que me pegue una inventada del tamaño como desde la Tierra a la Luna. La palabra “minusválido” viene del latín: “minus” que significa menos, y “válido” que significa obviamente válido. Es decir, que esa palabra quiere decir menos válido, ¿y vosotros creéis que una persona con algún tipo de discapacidad es menos válida que otra persona sin una discapacidad? Pues yo mismo lo respondo: NO.

Otro ejemplo, la palabra “problema” cuando se refieren a personas con una discapacidad. Eso también me jode mucho. Esta palabra yo creía que ya no había gente que la diría, pero se ve que sí. La única definición de “problema” es, por poner algún ejemplo, los que viven en la calle, esos sí que tiene un grandísimo problema. Con la solución de que los problemas se pueden arreglar, pero las personas con una discapacidad la tenemos para siempre, y en mi caso, con mucho orgullo. Aunque hay personas, ya pocas por fortuna, que piensan que las personas con algún tipo de discapacidad necesitamos “curarnos”, y la verdad que me río por no llorar de la auténtica pena. Así que, en resumen, se dice personas con discapacidad, o mejor dicho, con diversidad funcional.

Como tampoco me gusta cuando se insulta con frases la mayoría de veces como “te faltan dos neuronas”, “tiene la mente cerrada”, “eres un subnormal/anormal”…; porque me jode que se insulte muchas de las veces refiriéndose a la intelectualidad.»

(ANTÓN FONTAO)

Seguimos en modo tisquismiquismo 😩

Sobre la potestad de interrogar/inquirir/husmear desde la mirada paternalista y capacitista

Comparto este extracto de una reciente entrevista a Inés Rodríguez (@unusua_al) porque me ha dado la clave del porqué a las personas nombradas por la discapacidad se les hacen ciertas preguntas que jamás nos atreveríamos a hacer a alguien con una funcionalidad acorde a la media estadística.

He perdido la cuenta de las veces que alguien me ha preguntado qué le pasaba a mi hijo. Muchas, muchísimas veces, esas preguntas han procedido incluso de absolutos extraños. Cuando era pequeño, tan empecinada estaba yo con «normalizar» la situación y tan guay me creía hablando de ello con cualquiera, que daba todas las explicaciones habidas y por haber. Más adelante, tuve la infinita suerte de leer «Disability is natural» de Kathie Snow. Seguramente ya aburra de las veces que hago referencia a la importancia de esta lectura en mi vida, pero es que para mí fue como ver la luz y me causó el mismo impacto que pueda provocar en otros la biblia. Bien, pues entre las muchas «iluminaciones» de esta lectura, hubo una que fue como un bofetón (o más bien una hostia con la mano abierta): lo terrible de hablar de detalles del historial clínico de nuestros hijos y además delante de ellos. Por dos cuestiones: primero, porque es algo que pertenece a su intimidad y es una situación que jamás toleraríamos respecto a nuestros hijos sin discapacidad o a cualquier otra persona de nuestra familia. Y segundo, porque ese niño crece escuchando como continuamente se hace referencia a su salud, o más bien a su funcionalidad tratada como un problema de salud, de forma que implica que algo está «mal» en él y es necesario «curarle».

Recuerdo perfectamente cuando fue la primera vez que no respondí a esa pregunta. O, para ser más exactos, la detuve brevemente. Había acompañado a Anton a una actividad extraescolar y estábamos junto a la puerta esperando a que saliera el grupo anterior. Una de las madres que también esperaba con su hija y estaba junto a mí, alguien a quien no conocía más que de verla en esta situación un día a la semana, me preguntó mirando a Antón: «¿Qué es lo que le pasa?». Delante de mi hijo y, además, también delante de la suya. Yo le dije por lo bajito y con cierta incomodidad: “Después te lo digo”.

Y eso hice, esperar a que su hija y el mío entraran a la actividad y no pudieran escucharnos. Ni ellos, ni el resto de niñas y niños y madres que esperaban junto a nosotras. Le dije entonces el nombre de la etiqueta de Antón y le hice un breve resumen de sus características. Y ella, como quizás había percibido cierto malestar al realizarme la pregunta, va y me dice que es que ella se había educado en otro país y que allí estas cosas se hablaban con naturalidad. Y ahí sí que me enfadé. Pero sólo por dentro, claro. Porque yo sí respeto los convencionalismos que nos impiden ir diciendo lo primero que nos pasa por la cabeza y también porque no tenía nada apropiado con que contestar semejante idiotez. Era la coartada que además me culpabilizaba por haber manifestado mi incomodidad en su mínima expresión, haber dejado su pregunta botando y no rematarla hasta que nadie más pudiera escuchar algo que debería pertenecer a nuestra intimidad.

No son preguntas que se deban hacer a quien no conoces más que de vista, ni explicaciones que haya obligación de dar a un absoluto desconocido.

En el caso de Anton, percibo que esa pregunta se debe a la curiosidad por saber en qué cajón meterle. A veces entramos en sitios donde las miradas se centran en él al unísono y que más que mirar, le examinan. Hay veces en que casi puedo escucharles pensar: Down no, que no tiene los rasgos, parálisis cerebral tampoco parece… Es decir, que es una cuestión de curiosidad y la curiosidad sobre la vida e intimidad de los demás nos la guardamos. Yo no voy preguntándole a nadie cuánto dinero tiene en el banco, ni cuántas relaciones sexuales ha mantenido en el último mes. Es algo que sólo puedes hacer si sales por la tele en horario de máxima audiencia y, a veces, ni así.

Expresaba Antón en uno de sus posts: 

«No me acuerdo del día exacto en que supe que tenía una discapacidad, aunque en realidad desde pequeño, en cierto modo, ya me di cuenta por las miraditas. Y es que hay dos cosas que no llevo nada bien, que son las miradas y, ahora, los tratos infantilizadores. Las miradas son algo que tuve que sufrir desde bien pequeño. Las típicas escenas en las que niños me señalaban sin ningún tipo de pudor y después decían, aunque yo les oyera, que tenía un párpado caído o que veían algo raro en mí. Para mí no era, ni es, nada agradable, pero entiendo que son niños pequeños y aún no saben las “normas” de la sociedad en la que vivimos y todavía les queda mucho por aprender.»

Así es, la infancia aprende por imitación o a base de preguntas. Pero llega un momento, en que descifran los códigos culturales del entorno que les ha tocado —y que son distintos en Murcia que en el Kalahari— y así llegan a ser conscientes de que las preguntas, o ciertas preguntas, no se hacen. Bien, pues esto parece valer para todas las personas, excepto para aquellas en situación de discapacidad. Esa circunstancia parece que les convierta en personajes públicos y, por tanto, se ve que con la obligación de satisfacer nuestra curiosidad.

El problema no es una pregunta ni una mirada. El problema son varias al día, todos los días de tu vida, desde que naces hasta que mueres. Haced la suma para entender lo que puede molestar y hasta doler.

Quizás aquel día, junto a aquella puerta, debería haber dicho:

¿Le ha venido ya la regla a tu hija? ¿Ese sofoco que te está entrando es por la menopausia?

Por supuesto, nunca lo voy a hacer. Porque respeto los códigos sociales que otros se saltan con nosotros.

Capacitismo concentrado en minuto y medio en la cola del súper

Capacitismo concentrado en minuto y medio en la cola del súper:

El otro día vi a Antón en la parada del bus y le dije… porque siempre hablo con él, que me tiene mucho cariño… ¿A quién estás esperando? ¿a papi? Y me dijo que no, que estaba esperando el bus para ir a Coruña. ¿Pero vas tú solito? Y ya me dijo que sí, que va solito y que iba a ver a una amiguita… Muy bien, muy bien… Ves, así se hace independiente… Si a Martincito [he cambiado el nombre real de este hombre de cuarenta años largos] le hubieran enseñado desde pequeño, no estaría como está ahora… y bla blá, bla blá, bla blá…

Y así, amigos, es como demuestro al mundo mi paciencia infinita en forma de sonrisa congelada 😩

Se admiten consejos para la próxima embestida más allá de explosionar 🙏🏽

pd: La foto es pa compensar tanta mierda.

Perfil de árboles recortados contra el cielo rojo de un atardecer

A vueltas con las palabras

Las palabras importan. Y mucho. Porque condicionan nuestras actitudes.

En un país donde se normalizaba el uso de «mariquita» o «desviado» jamás hubieran sido posibles los cambios en la legislación que ha vivido el colectivo LGTBIQ+

La realidad empieza a cambiarse por la forma en que la nombramos.

Afirmar que no importa cómo nos refiramos a las personas discriminadas por la discapacidad, es no entender esto.

En un país donde se legitimaba el uso de mariquita, desviado, marimacho, bollera… las agresiones homófobas ni se condenaban ni eran noticia, de pura normalidad aceptada.

Este ya no es aquel país.

Y algún día dejará de ser también este. El que normaliza, asume y ejecuta una cultura profundamente capacitista que decide que hay personas subhumanas y, por tanto, sin derechos.

A vueltas con las palabras. Otra vez. Y las que hagan falta.

Comparto de nuevo este post que en unos días cumplirá 11 años pero que sigue tan vigente como si lo hubiese redactado ayer. Tristemente.

EL PODER DE LAS PALABRAS (enlace aquí)

Nacer mal

Pues primera noticia de la mañana que abro y ya empiezo la semana fibrilando…

Captura de pantalla del texto de la noticia donde una investigadora habla de una enfermedad poco frecuente y para describir la evolución de la misma dice: "Nacen bien pero... "

Imagino que lo contrario a NACER BIEN debe ser NACER MAL.

¿Cómo puede construirse una persona que escucha / lee / percibe sobre sí misma y durante toda su vida que ha nacido mal?

Señores y señoras profesionales de la medicina y de la investigación y de todas esas consultas que pueblan: por favor, aprendan a HABLAR BIEN.

Estoy segura de que pueden conseguirlo. Han aprendido ustedes miles de palabras que las familias no somos capaces de entender cuando nos las sueltan en sus despachos.

Desgraciadamente, a veces sólo emplean el lenguaje llano para soltar cosas como NACER MAL. Eso sí que lo entendemos.

Y el problema es que nos lo creemos. Al menos por un tiempo.

Menos mal que están nuestros hijos y nuestras hijas para enseñarnos que ningún ser humano nace mal.

Las palabras hacen daño. Y destrozan. Y condenan. De por vida.

La mirada de las familias se construye a partir de la de quienes ponen una etiqueta médica a nuestros hijos. Y el puñetero modelo médico-rehabilitador todavía se mezcla entre esos profesionales con el de prescindencia. Y si no, que se lo pregunten a todas esas madres a las que algún médico ha llamado irresponsables por negarse a abortar.

Pitas novas 🐓

Tenemos cinco gallinas. El otro día un vecino nos regaló tres más. Le habían dado como treinta en una granja que, por no sé qué normativa comunitaria absurda, debía deshacerse de todas las que pasaran del año. Que esa es otra, las normas comunitarias absurdas que han hecho tirarse a las carreteras a miles de tractores. Quizás no sean tan absurdas en realidad sino necesarias pero, claro, si luego te encuentras en el súper con cien mil productos a mitad de precio porque no deben seguirlas, pues no sé si absurdas, pero injustas seguro. Y claro, como la izquierda y su urbanocentrismo miran de espaldas al rural, pues toda esta peña ha acabado echándose en brazos de los fascistas, que de tontos no tienen un pelo.

Bueno, a lo que íbamos, a las tres pitas novas. La primera noche me costó diosyayuda meterlas en el gallinero. Menos mal que conté con la inestimable colaboración de Coti, porque emprendieron la huída en tres direcciones distintas las muy capullas. Al día siguiente, cuando fui a encerrarlas antes de que oscureciera, me encontré con que las recién llegadas se habían escapado por un agujero que había en la valla y que nunca habíamos detectado porque las veteranas jamás habían llevado a cabo ningún plan de fuga. De nuevo, Operación “Mema de ciudad contra gallinas”. Y, de nuevo, la imprescindible ayuda de Coti que, en esta ocasión, se tomó demasiado a pecho su función y casi se carga a una.

Me dio por pensar que quizás habría alguna razón para esta conducta. No tenía sentido que se escaparan teniendo en su espacio toda la comida del mundo y sin demasiado esfuerzo. Es más fácil picotear pienso y restos de comida, que andar buscando bichería por el mundo y más en invierno que casi no hay. Además, las gallinas nativas nunca lo habían hecho. Así que durante unos días, en vez de marcharme nada más abrirles y disponer su comida, me quedé observándolas. Y lo que he averiguado es atroz. Las gallinas viejas, o veteranas, o nacionales, no les dejan tocar la comida. Da igual cuánta haya, ni cuánto la esparza yo para que esté lo suficientemente distanciada como para que les dejen comer en paz. Nada, las viejas están más preocupadas por que no coman las recién llegadas, que por comer ellas. Y no es una en concreto o dos. ¡Son las cinco! Es como si tuvieran ojos en el culo y en cuanto perciben que una de las nuevas está comiendo, allá van a picotearla y machacarla.

He seguido varias estrategias y ninguna ha funcionado. Así que hoy me he cabreado tanto, que he vuelto a encerrar a las matonas y he dejado fuera a las acosadas. Libres, tranquilas y comiendo.

Todos hemos sido pitas novas en algún lugar. En un país, en un trabajo, en una escuela.

Seamos amables con los que llegan, porque también nosotros (o los nuestros) seremos recién llegados a algún lugar y no nos gustaría encontrarlo repleto de pitas vellas.

Lo más triste, es que en un tiempo estas tres de la foto estarán reproduciendo las mismas conductas que ahora sufren sobre las que lleguen.

Fotografía donde se ve a las tres gallinas de las que habla el texto comiendo restos esparcidos por el suelo. De fondo campos verdes y con árboles sin hojas.

Una joven subnormal vive atada a un limonero

En 1985 andaba yo por 3º de BUP. Aquel año estaba en la única clase —de las nueve que había en ese curso— que agrupaba en “letras puras” a los parias huidos de las matemáticas. Los dieciséis de aquella clase ni siquiera nos sentábamos por parejas, sino que formamos dos hileras: ocho delante y ocho detrás. Puede no parecer un número tan bajo, pero es que veníamos de cursos donde el último de la lista llevaba el número cuarenta y pico. Éramos además los que elaborábamos la revista del insti, “El vuelo de la corneja”, y algún día aquella clase se parecía más a la redacción de un periódico que a un aula de secundaria. Nos dirigía el de Lengua, que también parecía más tu jefe que tu profesor. Tanto, que a final de curso me ofreció un trato y me hizo prometer que obligaría a mi hermano (dos cursos más abajo) a estudiar su asignatura durante el verano, a cambio de no dejarle para septiembre. Lo acepté por la estabilidad emocional de mi madre pero, por supuesto, no me hizo ni caso. Mi hermano, no el de Lengua.

Aquel año no pudimos sacar la gabarra, como el anterior o el otro más. De hecho, no hemos vuelto a sacarla y seguimos esperando a que ocurra un milagro en la Catedral. Pero pesar de no iniciar el verano celebrando el triunfo del Atleti como acostumbrábamos, fue aquel un verano arrebatado. Casi todos en la cuadrilla libramos de ir a septiembre y “un día es un día” se convirtió en nuestro mantra.

Fui a un concierto de Kortatu que me confirmó que lo mío eran más Wham o Bananarama que el ska vasco. Nos despendolamos tanto la noche que acampamos para asegurarnos sitio para la txozna de “paellas”, que al día siguiente el arroz ni siquiera salió del paquete. Fue también el verano que Paty casi se despeña desde la cornisa por la que nos colamos en “Casa Franco”, un palacete ruinoso y abandonado donde se decía que había veraneado el caudillo. Le organizamos una fiesta de despedida a Ignacio G. que se iba a vivir su aventura americana en COU. Iñaki se pasó medio verano castigado porque la hicimos en su casa y no tuvimos energía para limpiarla como era debido antes de que volvieran sus padres. 

Grupo de adolescentes tumbados de espaldas viendo el atardecer en la play

Escuchábamos cintas de Les Luthiers en la playa y nos quedábamos allí hasta ver cómo se escondía el sol por detrás del mar. Volvíamos a casa para ducharnos y cuando nos reencontrábamos en el fotomatón de la estación para ir a las fiestas, o lo que se terciara esa noche, lucíamos todos un rojo fosforito. Esto llevó a Ignacio U. a desarrollar la teoría de que lo que en realidad ponía moreno era la ducha. Tuve que volver tres veces andando desde Plencia. Las mismas que la Ertzaintza me pilló de paquete y sin casco en la vespino de Ana.

En el momento en que yo vivía todo esto —y más de lo que ya ni me acuerdo— una chica de mi misma edad y hasta de mi mismo nombre, pasaba sus días atada a un árbol.

“UNA JOVEN SUBNORMAL DE 15 AÑOS VIVE ATADA A UN LIMONERO EN LAS AFUERAS DE CASTELLÓN” (Enlace a la noticia publicada en El País en 1985 pinchando en la imagen)


 

Pampa García Molina @pampanilla me hizo llegar ayer el podcast elaborado a partir de esta noticia que tanto me ha impactado.

Llevo todo el día preguntándome si podría haber sido yo la chica atada a ese árbol, de haber sido otros mis genes.

Porque eso era seguramente casi lo único que separaba nuestros presentes de entonces y nuestros destinos de ahora: la genética. Y la complicidad de la cultura capacitista, claro está

En un momento del podcast se escuchan los testimonios de algunos de los vecinos de entonces: 

«La tenían que tener atadita.”

“Estaba muy bien cuidada.”

«Pero vamos, eran gente normal, eh.”

Me dice Pampa que le gusta la parte en que Belén Remacha se pregunta si dentro de veinte años el discurso actual será válido.

Las dos sabemos que no. Que seguimos normalizando el maltrato, la exclusión y la falta de derechos en base a la etiqueta “discapacidad” que le ponemos a algunas personas. Y que seguramente hagan falta más de veinte años, muchos más, para que quienes vienen detrás cambien su percepción, su mirada, sus palabras y su actitud. Para que las personas en situación de discapacidad dejen de estar oprimidas por aquellos que nos consideramos “normales”.

Podéis escuchar este episodio del podcast “Hoy en El País” en el siguiente enlace: «De “una niña subnormal” a la dignidad: un viaje de 40 años por las palabras»

¿Por qué le llamamos inclusión cuando queremos decir separación, segregación y exclusión?

Este gráfico ilustra esas situaciones en las que la inclusión sigue siendo exclusión y segregación.

Representación de lo que significa inclusión, exclusión, separación e integración mediante círculos en los que se representa al grupo de personas con discapacidad mediante puntos de colores y al de personas con una funcionalidad normativa por medio de puntos verdes.

A menudo me encuentro con actividades/espectáculos/lugares con la etiqueta de “inclusivos”, pero en los que en realidad sólo participan personas nombradas por la discapacidad.

Un coro formado exclusivamente por personas en situación de discapacidad, no es “inclusivo”.

Representación de lo que significa inclusión, exclusión, separación e integración mediante círculos en los que se representa al grupo de personas con discapacidad mediante puntos de colores y al de personas con una funcionalidad normativa por medio de puntos verdes.

Un espectáculo teatral donde el público asistente son únicamente personas con diversidad funcional, no es “inclusivo”.

Representación de lo que significa inclusión, exclusión, separación e integración mediante círculos en los que se representa al grupo de personas con discapacidad mediante puntos de colores y al de personas con una funcionalidad normativa por medio de puntos verdes.

Una actividad deportiva donde el monitor es la única persona no etiquetada por la discapacidad, no es “inclusiva”.

Representación de lo que significa inclusión, exclusión, separación e integración mediante círculos en los que se representa al grupo de personas con discapacidad mediante puntos de colores y al de personas con una funcionalidad normativa por medio de puntos verdes.

Estamos llamando “inclusivas” a actividades/espectáculos/lugares que hasta hace poco les eran negados a ciertas personas. Evidentemente, menos da una piedra, pero por favor no le llamemos a eso inclusión.

Hemos pervertido el sentido de la palabra inclusión, para seguir perpetuando situaciones de opresión sin sentirnos mal por ello.

El colectivo de personas nombradas por la discapacidad constituye aproximadamente el 10% de la población. Y esa es la proporción en la que deberían estar presentes en cualquier actividad/espectáculo/lugar para que podamos llamarlo INCLUSIÓN.

La palabra INCLUSIÓN se vacía de contenido cuando nos empeñamos en utilizarla para hablar de la participación de personas nombradas por la discapacidad en contextos segregados.

Kalle Könkkölä y el Comando Tullido

Durante nuestra etapa y media del Camino de Santiago el pasado septiembre, pude compartir algunas conversaciones con Dabiz Riaño. Todas ellas, no diré inspiradoras por lo mucho que me chirría la palabra «inspiración», pero sí de alguna forma «espoleadoras». De vez en cuando, surgen intercambios de palabras o de imágenes que nos sirven de espoleta para idear acciones que reivindiquen eso que nos mueve a diario: los derechos humanos de todas las personas.

En un momento del camino (inspirados quizás por los bosques de robles que nos acogían, o más bien por todas las barreras que a los bípedos nos hubieran pasado desapercibidas de no ir acompañados por miembros del Comando Tullido), Dabiz me habló de Kalle Könkkölä. Y en concreto de una acción que llevó a cabo en el parlamento finlandés del que formaba parte. Pero no en el ámbito legislativo, como cabría esperar, sino en sus cuartos de baño.

Primer plano de Kalle Könkkölä

Kalle Könkkölä

Kalle Könkkölä fue un activista del movimiento socio-ecológico en los 70. Fue uno de los fundadores de la Threshold Association, que reivindicaba los derechos de las personas nombradas por la discapacidad, y de Helsinki Movement, organización pionera en el movimiento ecologista.

En 1983 se convirtió en el primer diputado verde de Finlandia y también en el primer miembro de su parlamento con diversidad funcional. Inicialmente el parlamento finlandés le denegó la asistencia personal que necesitaba para llevar a cabo su trabajo político y llegó a pedirle que se trasladara a una residencia. Könkkölä denunció esta reacción paternalista y discriminatoria y ganó su demanda, ayudando a sentar un importante precedente en su país.

Buscando información sobre este activista del que Dabiz ya me había hablado en otras ocasiones, me sorprendió leer sobre lo revolucionario y anticipado de su pensamiento polìtico. Aunó las reivindicaciones del movimiento de vida independiente y las del activismo ecológico. Un ejemplo: Könkkölä defendía un planeamiento urbanístico desde la perspectiva de la accesibilidad universal y en contra de la hegemonía de los coches (que ya entonces eran prioritarios y se situaban por delante de las necesidades habitacionales o de la calidad de vida). Cuarenta años después, sus ideas siguen siendo innovadoras y revolucionarias. Desgraciadamente.

Fotografía de Kalle Könkkölä en el parlamento finlandés en 1983

Kalle Könkkölä en el parlamento finlandés en 1983

Pero a lo que íbamos: a los baños del Parlamento de Finlandia. Dabiz me contó que cuando Kalle fue elegido diputado, los baños no eran accesibles y lo primero que hizo fue solicitar su reforma. Entonces le dijeron que, vale, que los diseñara como él quisiera —se verían venir una nueva demanda—. Y así lo hizo. Y entre otras indicaciones, pidió que midieran como máximo 1,70 de alto, medida que se ajustaba perfectamente a sus necesidades. ¿Qué pasó? Pues lo que cabría esperar, que golpeó al resto de sus compañeros diputados donde más les dolía: en la cabeza. De forma física (dada la estatura del finlandés medio) y moral. ¡Me pareció una genialidad!

Dabiz y su Comando Tullido también han llevado a cabo genialidades por el estilo. Uno de sus propósitos es recogerlas en un proyecto audiovisual que ojalá podamos ver pronto. Mientras, os recomiendo mucho mucho muchísimo su documental 7 lagos, 7 vidas. Podéis verlo en Vimeo, Movistar y Filmin. Hacedme caso porque es una maravilla.

 

ALGUNAS ACCIONES DEL COMANDO TULLIDO

Don Quijote y Sancho se topan con el escalón de la Catedral de Alcalá: enlace

Truco o trato: enlace

Viva la rampa: enlace

Los Reyes Magos: enlace

El árbol de Paco: enlace

 

Molinete y la gota malaya

Prácticamente todas mis compañeras de viaje, madres de niñas y niños que no encajan en lo estándar (si tal cosa existe), coinciden en que la soledad, el aislamiento y la invisibilidad de nuestros hijos e hijas se inicia con el paso a primaria y se agudiza según van ascendiendo cursos y cumpliendo años, hasta explosionar en la adolescencia.

Nuestras experiencias parecen demostrar que los seres humanos nacemos incapaces de apreciar las diferencias. Lo que explica que en sus primeros años de vida los niños y las niñas abracen la diversidad porque, sencillamente, no la ven. Es el entorno cultural el que interviene, cual gota malaya, hasta lograr que empiecen a hacerlo.

Entonces, quizás la clave estaría realmente en no enseñarles.

No enseñar a rechazar, a excluir, a marginar.

Somos nosotras, las personas adultas, quienes deberíamos aprender de la infancia hasta acabar con esa dinámica aprendida —que casi es tan antigua como la humanidad— y que establece quién cabe y quién debe ser expulsado.

Esta es la ficha que unos niños y niñas de 2º de Primaria llevaron a casa deberes este fin de semana. Ella y sus compañeras y compañeros de clase cumplen 8 años a lo largo de 2024.

MOLINETE
Todo el mundo decía que Molinete era un niño tonto; ni más ni menos.
De esos que van por la calle mirándolo todo con la boca abierta.
De esos.
Y de los que tropiezan cada dos por tres y se caen en las tapias.
¡Ay! Ay! ¡Que me he caido!
Y de los que llegan los últimos en las carreras y encima protestan.
¡No vale! ¡No vale!
Y de los que siempre pierden; pierden el bolígrafo, el cuaderno, la bufanda y el jersey. Uno de esos era Molinete.
Como sería que, una vez hasta se ensució los pantalones en clase porque no se atrevió a pedir permiso a la señorita para ir al cuarto de baño. ¡Qué vergüenza pasó Molinete!
Y todavía fue peor cuando llegó a casa y vió la cara que puso su padre.
Porque Molinete además de tímido era un miedoso.
Le daban miedo los hombres bajitos.
Le daban miedo los cocodrilos.
Le daban miedo los sueños.
Le daban miedo las cajas cerradas.
Le daba miedo hasta su padre.
Se comprende que Molinete tuviera muy pocos amigos; porque a nadie le gusta tener un amigo tan soso. Algunos chicos se burlaban de él en los recreos y le hacían versos: Molinete fue a por coles y se trajo caracoles.

Transcribo el texto del ejercicio de lectura de la ficha:

MOLINETE

Todo el mundo decía que Molinete era un niño tonto; ni más ni menos.

De esos que van por la calle mirándolo todo con la boca abierta.

De esos.

Y de los que tropiezan cada dos por tres y se caen en las tapias.

¡Ay! Ay! ¡Que me he caido!

Y de los que llegan los últimos en las carreras y encima protestan.

¡No vale! ¡No vale!

Y de los que siempre pierden; pierden el bolígrafo, el cuaderno, la bufanda y el jersey. Uno de esos era Molinete.

Como sería que una vez hasta se ensució los pantalones en clase porque no se atrevió a pedir permiso a la señorita para ir al cuarto de baño. ¡Qué vergüenza pasó Molinete!

Y todavía fue peor cuando llegó a casa y vió la cara que puso su padre.

Porque Molinete además de tímido era un miedoso.

Le daban miedo los hombres bajitos.

Le daban miedo los cocodrilos.

Le daban miedo los sueños.

Le daban miedo las cajas cerradas.

Le daba miedo hasta su padre.

Se comprende que Molinete tuviera muy pocos amigos; porque a nadie le gusta tener un amigo tan soso.

Algunos chicos se burlaban de él en los recreos y le hacían versos: «Molinete fue a por coles y se trajo caracoles».

Para quien piense que habría que saber el contexto de ese ejercicio. Bien, el contexto es que no hay más contexto. Aquí las preguntas que deben responder los niños y niñas de esa clase sobre la lectura de ese texto:

Preguntas que incluye el ejercicio a la lectura del texto de Molinete

 

Por lo visto Molinete era una lectura muy popular en las clases de Primaria en los 80. Quizás eso explique que la maestra de Lola haya asumido esta lectura como algo correcto, apropiado para realizar un ejercicio de puntuación y hasta divertido. Pero no lo es. No es nada de eso. Es incorrecto, inapropiado y no debería tener la menor gracia.

Como sería que, una vez hasta se ensució los pantalones en clase porque no se atrevió a pedir permiso a la señorita para ir al cuarto de baño. ¡Qué vergüenza pasó Molinete!

¿En qué momento la humanidad decidió que deberíamos abochornarnos por la orina, la materia fecal o la menstruación? ¿En qué momento lo escatológico se convirtió en motivo de mofa y repulsión? ¿Por qué no ocurre lo mismo con la sangre, por ejemplo? Quizás porque se alentaba a que la derramaran “los valientes” en los campos de batalla. 

Los adultos que rodean a Molinete y sus compañeros deberían explicarles que ninguna persona (ni bebé, ni joven, ni anciana) debería avergonzarse de sus desechos corporales. Y que para muchas personas, por sus características, no es algo que dependa de la voluntad o sea controlable.

Se comprende que Molinete tuviera muy pocos amigos; porque a nadie le gusta tener un amigo tan soso.

Algunos chicos se burlaban de él en los recreos y le hacían versos.

Luego nos sorprenden los insultos en los pasillos, la soledad en los patios, la infelicidad de nuestros hijos en la escuela… Esta ficha me confirma una vez más, que somos los adultos quienes nos empeñamos y empeñamos hasta conseguir que las niñas y los niños acaben viendo ciertas características de otros como algo a despreciar. 

Esta lectura no es algo inocuo. Es un elemento más de esa gota malaya que les va calando poco a poco y a la que contribuimos todos los que intervenimos en su formación: madres, padres, abuelas, tíos, la vecina del quinto, el conductor del autobús, la camarera, el monitor del comedor, la profe de teatro… Todos y todas. Todos los días.

Algunas veces, el mundo sería un lugar mucho más amable si no enseñáramos a la infancia. Si simplemente les dejáramos en paz.

Un grupo de niños de infantil participando en una carrera. Todos llevan las mismas camisetas de color naranja chillón. Uno de ellos participa en su silla de ruedas y es la profesora quien la empuja. Todos se sitúan en torno a la silla. Porque el objetivo no es llegar el primero, sino llegar todos juntos.

Prohibir en lugar de Educar

Durante los cursos que mi hijo estuvo en el instituto, casi siempre asomaba por el chat de wasap de la familia a la hora del recreo. No sé si al resto se les rompía el corazón tanto como a mí por la soledad que evidenciaba, pero el caso es que, sin necesidad de ponernos de acuerdo, siempre había alguien al otro lado para él a esa hora: su padre, su tía, su hermana, su tío… 

El último año que pasó allí, el centro prohibió el uso de móviles. También en el recreo. No se tomó ninguna otra medida, ni se ofrecieron alternativas para el momento patio. Única y exclusivamente la prohibición.

Aquel curso Antón estuvo más solo que nunca. Ya no tenía siquiera a quienes le acompañábamos en la distancia. Ni se podía refugiar en sus vídeos de youtube o sus canciones de Spotify.

Con esto no quiero decir que no deba regularse el uso de móviles en los centros educativos. Lo que intento expresar es que la solución no es prohibir y dejar que el peso de esa socialización recaiga sólo en el alumnado. Por no hablar de que quizás lo que tendríamos que hacer los adultos sería enseñarles a cómo usar esos dispositivos. Como siempre, atajamos por el camino más rápido que nunca suele ser el más eficaz.

Señal que advierte a los conductores de la presencia de un colegio donde se ha tachado la palabra COLEGIO y se ha escrito encima CÁRCEL

Excluidos, silenciados y ridiculizados

ESTIGMATIZADOS

Asumir que las personas nombradas por la discapacidad o ancianas no saben qué quieren o desean y que deben tomarse las decisiones por ellas sin preguntarles o explorar todas la vías para consultarles, es estigmatizarlas.

INFANTILIZADOS

Dirigirse a un adulto con discapacidad o a una persona anciana con diminutivos, hablarles en el tono que utilizamos para los bebés, no consultarles sobre qué ropa quieren ponerse, qué actividad quieren realizar o por dónde desean moverse (sobre qué preferirían comer, ya ni hablamos), es infantilizarles.

SILENCIADOS

No atender la demanda de un usuario que insiste cada día en que quiere incorporarse a las 15:00 y no a las 18.00 como le imponen, es silenciarle. Y además, es carcelario.

MALTRATADOS

Reducir los horarios de visita a las 11:00 am y las 18:00 pm, situar en el centro las necesidades organizativas de una institución en lugar del bienestar y los derechos de los residentes, es maltrato. Y además, es carcelario.

RIDICULIZADOS

Organizar la visita de los Reyes Magos en una residencia o plantarles dibujos de Peppa Pig para colorear, es ridiculizarles hasta tal extremo, que no cabe en mi cabeza que nadie entre los responsables políticos o gestores de esos lugares sea capaz de verlo. Me pone los pelos de punta y me hace preguntarme en manos de quién tenemos a las personas más vulnerables de nuestra sociedad. ¿Cuántas situaciones no públicas estarán viviendo al otro lado de esas puertas cerradas a cal y canto?

Algún día, muchos de nosotros también acabaremos en ese lado.

Fuente del vídeo: @erkudentxo