Cuestionar lo incuestionado

Fue hace cuarenta años y yo tenía quince. La última victoria del Atleti. El último paseo de la gabarra por la ría hasta el de ayer. Mi primera juerga y mi primera resaca. El momento que conocimos a la sección masculina de lo que acabaría siendo nuestra cuadrilla. Una de nuestras amigas conocía a uno de los chicos del grupo que también gritaba “¡Aupa Atleti!” junto a nosotras delante del ayuntamiento de Bilbao. Acabamos compartiendo kalimotxo y mistela. Y hasta hoy también vida. Aunque hemos crecido, nos hemos multiplicado y además esparcido por el estado y por el mundo, la kedada anual es sagrada y nos volvemos anguilas en su mar de los Sargazos.
 
Me pasaron muchas cosas ese año, o más bien ese curso. Y la fiesta del Atleti quizás fue la celebración de esa nueva persona en la que yo me estaba conviertiendo.
 
Alguien muy religiosa y con una profunda fe tras muchos años de colegio de monjas, abrazó ese año el ateísmo. Porque después de escuchar al profesor de Lengua era imposible para mí utilizar la lógica y la razón y seguir siendo creyente al mismo tiempo.
 
Alguien a quien en su casa se le decía constantemente que no se metiera en política y a quien convencieron de que era la actividad más maligna y peligrosa del universo, se convirtió (por obra y gracia de su profesor de Historia) en activista de eso que ahora se llama «memoria histórica», pero que entonces era casi «memoria presente», porque hablaba de las vidas de mis padres y de mis abuelos. Y en miembro activo de Gesto por la paz, en un momento en que casi daba más vergüenza que miedo sujetar una pancarta después de cada asesinato junto a cuatro colgados más. El miedo, en todo caso, era por si me pillaban allí mis padres o se enteraban gracias a algún vecino delator que pudiera verme.
 
Alguien que asumía que por el hecho de ser chica debía realizar ciertas labores en casa de las que estaba exento su hermano, se convirtió en feminista después de escuchar a la profesora de Literatura, a la de Euskera, a la de Griego y a casi todas las que me daban clase aquel curso.
 
Se podría decir que ese 2º de BUP me adoctrinaron en mi instituto. Y bendito adoctrinamiento. Porque exactamente veinte años después, me sirvió para cuestionar los prejuicios sociales y culturales que me habían llevado a considerar la etiqueta con la que nació mi hijo pequeño como una absoluta desgracia y una tragedia que venía a destruir nuestras vidas.
 
Podría decirse que una vez que empiezas a cuestionar algo aprendido, y en mi caso fueron varios algos (religión, ideología y machismo), ya no paras de hacerlo con cada nueva situación de injusticia irracional —que conlleva casi siempre una opresión— que se presenta en tu vida.
 
A partir de aquel curso, dejé de ir a misa y me negué a hacer la Confirmación.
 
Conseguí que mi hermano pasara la aspiradora y, con el tiempo, mi padre acabó haciendo la cena muchas noches, cosiéndose los botones, planchando los pantalones y hasta limpiando los cristales. Un día que mi madre tendía la ropa en el balcón, escuché desde mi habitación como una vecina le reprochaba desde su ventana que pusiera a mi padre a limpiar los cristales el fin de semana después de pasarse toda la semana en la obra. Mi madre le contestó que también ella se pasaba la semana limpiado casas de 7 a 7 y con tiempo sólo para un bocadillo. Habían pasado ya cuatro o cinco años desde el inicio de mis protestas intrafamiliares casi diarias, pero ese día me di cuenta de la importancia de disentir y cuestionar no sólo para una, sino también para quienes quiere.
 
Y han sido el ateísmo, el feminismo y la política los que me han enseñado a cuestionar y no aceptar la opresión sobre mi hijo y a dar la brasa cada día y en cada espacio, hasta conseguir que alguien decida por sí mismo algún día que debe limpiar los cristales.
 
Qué pena que hayan desaparecido de las escuelas mis profesores de Lengua, Historia, Euskera, Literatura y Griego. Desde aquí les doy las gracias, porque gracias a Lucinio, Escudero, Miren, Begoña o Herminia la vida de mi hijo no será esa a la que le habían condenado al nacer.

Campequé?

Inés Rodríguez es logopeda especializada en daño cerebral. Y además hace un fantástico trabajo en redes para romper estereotipos y derribar prejuicios.

Puedes seguirla en Instagram: @inusu_al

SUBNORMAL

A ti, que tienes la palabra «subnormal» como parte de tu vocabulario, pero que cada vez que te lo afean dices que no, que para nada estás pensando o te estás refiriendo a una persona con discapacidad, tengo algo que contarte: Y es que, cada vez que ese insulto sale de tu boca, puede que no estés pensando en el colectivo de personas nombradas por la discapacidad, pero sí, sí que te estás refiriendo a ellas. Porque ese es el término con que se designaba médica, e incluso jurídicamente, a las personas con discapacidad intelectual hasta hace bien poco (concretamente hasta 1986). Y es precisamente por eso (porque designaba a esas personas), por lo que esa palabra ha devenido en insulto.

Así que sí, sí te estás refiriendo a ellas. De igual forma que una sociedad profundamente homofóbica convirtió «maricón» en insulto. Puede ser que el colectivo LGTBIQ+ haya subvertido ese término y hoy en día no sea exactamente homófobo dependiendo del contexto o de quién lo utilice pero, créeme, la situación del colectivo de personas discriminadas por la discapacidad no está en ese punto, ni tú lo empleas con esa intención, así que, sí, «subnormal» es un insulto discafóbico y capacitista.

Sé que cuesta desprenderse de palabras que hemos heredado o aprendido por imitación y sobre las que no nos paramos a pensar de dónde vienen o por qué se dicen. Y lo sé por experiencia. En mi entorno familiar decir «pareces un gitano», «vas como un gitano» o «mira que eres gitano» estaba a la orden del día y por ello formaba parte de mi forma de expresarme. Hasta el curso en que mi hija tuvo como compañera de clase a un niña gitana. Fue entonces cuando en nuestra familia fuimos conscientes de nuestro gitanismo e hicimos esfuerzos para desprendernos de él. Al menos, respecto a las palabras. ¿Cómo iba a aceptar mi hija a alguien que pertenecía a una cultura a la que su familia se refería con desprecio?

O hijoputa. De la que me está costando un mundo desprenderme porque sale de mi boca disparada. Es una palabra terrible que, aunque sirve para exteriorizar nuestro enfado con alguien terrible o que ha hecho algo terrible, es manifiestamente machista (insulta a la madre, nunca al padre) y además estigmatiza (todavía más) al colectivo de trabajadoras sexuales. 

Me está costando todavía más dejar de utilizar las palabras loco, locura, demencial, chiflado, tarado, majareta, demente, chalado… en sentido peyorativo. Porque deriva de referencias al colectivo de personas con diagnóstico psiquiátrico. Un ejemplo: cuando se hace referencia a la presidenta de la Comunidad de Madrid llamándola IDA (porque esas son las siglas de su nombre y apellidos), de paso también se está insultando a las personas psiquiatrizadas. Llámala política nefasta, incompetente, faltona, prepotente y hasta mala persona si quieres, pero hacer referencia a su salud mental dice peores cosas de ti que de ella.

Así que si subnormal, retrasado, mongol, anormal, deficiente y todas sus variantes forman parte de tu vocabulario, haz por favor un esfuerzo por eliminarlas. 

Ah, tampoco se insulta aludiendo a la capacidad intelectual de nadie. Porque es algo que no se elige. Y, sobre todo, porque ser mala persona o hacer algo malo, nada tiene que ver con el cociente intelectual de una persona, sino con su calidad humana.

 

Captura de pantalla del diccionario online de la Real Academia Española con la entrada "subnormal": Dicho de una persona: Que tiene una capacidad intelectual inferior a la considerada normal. Insulto o en sentido despectivo.

 

Portada de un artículo:
Juan Antonio Sardina-Páramo (Santiago de Compostela).
LOS DERECHOS DEL SUBNORMAL.
Problemas fundamentales del estatuto jurídico del subnormal en el derecho español.

 

Orden del 13 de mayo de 1986 de desarrollo del Real Decreto 348/1986, de 10 de febrero, por el que se sustituyen los términos subnormalidad y subnormal, contenidos en las disposiciones reglamentarias vigentes.

Sobre el lenguaje creado para designar no-personas

La Constitución ha necesitado de 46 años para nombrar a las personas en situación de discapacidad con un lenguaje digno y respetuoso. Para la señalética, por lo que se ve, va a hacer falta un siglo.

Señal vertical que identifica una plaza de aparcamiento accesible. Bajo el icono internacional de accesibilidad aparece una placa donde puede leerse: “RESERVADO MINUSVÁLIDOS”.

«Hay algunas personas que para referirse a determinados colectivos no utilizan precisamente un lenguaje apropiado. Otros, que, sin más, utilizan insultos inadecuados, pero que estoy seguro de que no lo dicen pensando bien en lo que significa esa palabra, porque de todos los insultos que hay, el insulto que más veces dicen es “subnormal” y/o “retrasado”. En los casos que oigo eso, a mí me molesta y me enfada un montón. En algunos casos mi hermana se me acerca y me dice “no se lo tengas en cuenta”. Luego me arrepiento de no decirle nada, porque hay confianza, pero es un ser querido y el ambiente es muy bueno, y no lo quiero joder; y otras veces lo dice una persona con la que no tengo confianza, y entonces no le digo nada.

Los del primer caso, no quieren ofender a nadie, lo dicen para hablar de ellos, lo dicen como otra palabra cualquiera, y sin saberlo están utilizando un lenguaje inapropiado. Por ejemplo, “minusvalía” (el corrector del ordenador no me lo subraya). Me jode mucho que digan eso, porque hay que pararse a pensar solo un momento, y yo te monto la explicación en menos que canta un gallo, aunque puede que me pegue una inventada del tamaño como desde la Tierra a la Luna. La palabra “minusválido” viene del latín: “minus” que significa menos, y “válido” que significa obviamente válido. Es decir, que esa palabra quiere decir menos válido, ¿y vosotros creéis que una persona con algún tipo de discapacidad es menos válida que otra persona sin una discapacidad? Pues yo mismo lo respondo: NO.

Otro ejemplo, la palabra “problema” cuando se refieren a personas con una discapacidad. Eso también me jode mucho. Esta palabra yo creía que ya no había gente que la diría, pero se ve que sí. La única definición de “problema” es, por poner algún ejemplo, los que viven en la calle, esos sí que tiene un grandísimo problema. Con la solución de que los problemas se pueden arreglar, pero las personas con una discapacidad la tenemos para siempre, y en mi caso, con mucho orgullo. Aunque hay personas, ya pocas por fortuna, que piensan que las personas con algún tipo de discapacidad necesitamos “curarnos”, y la verdad que me río por no llorar de la auténtica pena. Así que, en resumen, se dice personas con discapacidad, o mejor dicho, con diversidad funcional.

Como tampoco me gusta cuando se insulta con frases la mayoría de veces como “te faltan dos neuronas”, “tiene la mente cerrada”, “eres un subnormal/anormal”…; porque me jode que se insulte muchas de las veces refiriéndose a la intelectualidad.»

(ANTÓN FONTAO)

Seguimos en modo tisquismiquismo 😩

Sobre la potestad de interrogar/inquirir/husmear desde la mirada paternalista y capacitista

Comparto este extracto de una reciente entrevista a Inés Rodríguez (@unusua_al) porque me ha dado la clave del porqué a las personas nombradas por la discapacidad se les hacen ciertas preguntas que jamás nos atreveríamos a hacer a alguien con una funcionalidad acorde a la media estadística.

He perdido la cuenta de las veces que alguien me ha preguntado qué le pasaba a mi hijo. Muchas, muchísimas veces, esas preguntas han procedido incluso de absolutos extraños. Cuando era pequeño, tan empecinada estaba yo con «normalizar» la situación y tan guay me creía hablando de ello con cualquiera, que daba todas las explicaciones habidas y por haber. Más adelante, tuve la infinita suerte de leer «Disability is natural» de Kathie Snow. Seguramente ya aburra de las veces que hago referencia a la importancia de esta lectura en mi vida, pero es que para mí fue como ver la luz y me causó el mismo impacto que pueda provocar en otros la biblia. Bien, pues entre las muchas «iluminaciones» de esta lectura, hubo una que fue como un bofetón (o más bien una hostia con la mano abierta): lo terrible de hablar de detalles del historial clínico de nuestros hijos y además delante de ellos. Por dos cuestiones: primero, porque es algo que pertenece a su intimidad y es una situación que jamás toleraríamos respecto a nuestros hijos sin discapacidad o a cualquier otra persona de nuestra familia. Y segundo, porque ese niño crece escuchando como continuamente se hace referencia a su salud, o más bien a su funcionalidad tratada como un problema de salud, de forma que implica que algo está «mal» en él y es necesario «curarle».

Recuerdo perfectamente cuando fue la primera vez que no respondí a esa pregunta. O, para ser más exactos, la detuve brevemente. Había acompañado a Anton a una actividad extraescolar y estábamos junto a la puerta esperando a que saliera el grupo anterior. Una de las madres que también esperaba con su hija y estaba junto a mí, alguien a quien no conocía más que de verla en esta situación un día a la semana, me preguntó mirando a Antón: «¿Qué es lo que le pasa?». Delante de mi hijo y, además, también delante de la suya. Yo le dije por lo bajito y con cierta incomodidad: “Después te lo digo”.

Y eso hice, esperar a que su hija y el mío entraran a la actividad y no pudieran escucharnos. Ni ellos, ni el resto de niñas y niños y madres que esperaban junto a nosotras. Le dije entonces el nombre de la etiqueta de Antón y le hice un breve resumen de sus características. Y ella, como quizás había percibido cierto malestar al realizarme la pregunta, va y me dice que es que ella se había educado en otro país y que allí estas cosas se hablaban con naturalidad. Y ahí sí que me enfadé. Pero sólo por dentro, claro. Porque yo sí respeto los convencionalismos que nos impiden ir diciendo lo primero que nos pasa por la cabeza y también porque no tenía nada apropiado con que contestar semejante idiotez. Era la coartada que además me culpabilizaba por haber manifestado mi incomodidad en su mínima expresión, haber dejado su pregunta botando y no rematarla hasta que nadie más pudiera escuchar algo que debería pertenecer a nuestra intimidad.

No son preguntas que se deban hacer a quien no conoces más que de vista, ni explicaciones que haya obligación de dar a un absoluto desconocido.

En el caso de Anton, percibo que esa pregunta se debe a la curiosidad por saber en qué cajón meterle. A veces entramos en sitios donde las miradas se centran en él al unísono y que más que mirar, le examinan. Hay veces en que casi puedo escucharles pensar: Down no, que no tiene los rasgos, parálisis cerebral tampoco parece… Es decir, que es una cuestión de curiosidad y la curiosidad sobre la vida e intimidad de los demás nos la guardamos. Yo no voy preguntándole a nadie cuánto dinero tiene en el banco, ni cuántas relaciones sexuales ha mantenido en el último mes. Es algo que sólo puedes hacer si sales por la tele en horario de máxima audiencia y, a veces, ni así.

Expresaba Antón en uno de sus posts: 

«No me acuerdo del día exacto en que supe que tenía una discapacidad, aunque en realidad desde pequeño, en cierto modo, ya me di cuenta por las miraditas. Y es que hay dos cosas que no llevo nada bien, que son las miradas y, ahora, los tratos infantilizadores. Las miradas son algo que tuve que sufrir desde bien pequeño. Las típicas escenas en las que niños me señalaban sin ningún tipo de pudor y después decían, aunque yo les oyera, que tenía un párpado caído o que veían algo raro en mí. Para mí no era, ni es, nada agradable, pero entiendo que son niños pequeños y aún no saben las “normas” de la sociedad en la que vivimos y todavía les queda mucho por aprender.»

Así es, la infancia aprende por imitación o a base de preguntas. Pero llega un momento, en que descifran los códigos culturales del entorno que les ha tocado —y que son distintos en Murcia que en el Kalahari— y así llegan a ser conscientes de que las preguntas, o ciertas preguntas, no se hacen. Bien, pues esto parece valer para todas las personas, excepto para aquellas en situación de discapacidad. Esa circunstancia parece que les convierta en personajes públicos y, por tanto, se ve que con la obligación de satisfacer nuestra curiosidad.

El problema no es una pregunta ni una mirada. El problema son varias al día, todos los días de tu vida, desde que naces hasta que mueres. Haced la suma para entender lo que puede molestar y hasta doler.

Quizás aquel día, junto a aquella puerta, debería haber dicho:

¿Le ha venido ya la regla a tu hija? ¿Ese sofoco que te está entrando es por la menopausia?

Por supuesto, nunca lo voy a hacer. Porque respeto los códigos sociales que otros se saltan con nosotros.

Capacitismo concentrado en minuto y medio en la cola del súper

Capacitismo concentrado en minuto y medio en la cola del súper:

El otro día vi a Antón en la parada del bus y le dije… porque siempre hablo con él, que me tiene mucho cariño… ¿A quién estás esperando? ¿a papi? Y me dijo que no, que estaba esperando el bus para ir a Coruña. ¿Pero vas tú solito? Y ya me dijo que sí, que va solito y que iba a ver a una amiguita… Muy bien, muy bien… Ves, así se hace independiente… Si a Martincito [he cambiado el nombre real de este hombre de cuarenta años largos] le hubieran enseñado desde pequeño, no estaría como está ahora… y bla blá, bla blá, bla blá…

Y así, amigos, es como demuestro al mundo mi paciencia infinita en forma de sonrisa congelada 😩

Se admiten consejos para la próxima embestida más allá de explosionar 🙏🏽

pd: La foto es pa compensar tanta mierda.

Perfil de árboles recortados contra el cielo rojo de un atardecer

A vueltas con las palabras

Las palabras importan. Y mucho. Porque condicionan nuestras actitudes.

En un país donde se normalizaba el uso de «mariquita» o «desviado» jamás hubieran sido posibles los cambios en la legislación que ha vivido el colectivo LGTBIQ+

La realidad empieza a cambiarse por la forma en que la nombramos.

Afirmar que no importa cómo nos refiramos a las personas discriminadas por la discapacidad, es no entender esto.

En un país donde se legitimaba el uso de mariquita, desviado, marimacho, bollera… las agresiones homófobas ni se condenaban ni eran noticia, de pura normalidad aceptada.

Este ya no es aquel país.

Y algún día dejará de ser también este. El que normaliza, asume y ejecuta una cultura profundamente capacitista que decide que hay personas subhumanas y, por tanto, sin derechos.

A vueltas con las palabras. Otra vez. Y las que hagan falta.

Comparto de nuevo este post que en unos días cumplirá 11 años pero que sigue tan vigente como si lo hubiese redactado ayer. Tristemente.

EL PODER DE LAS PALABRAS (enlace aquí)

Nacer mal

Pues primera noticia de la mañana que abro y ya empiezo la semana fibrilando…

Captura de pantalla del texto de la noticia donde una investigadora habla de una enfermedad poco frecuente y para describir la evolución de la misma dice: "Nacen bien pero... "

Imagino que lo contrario a NACER BIEN debe ser NACER MAL.

¿Cómo puede construirse una persona que escucha / lee / percibe sobre sí misma y durante toda su vida que ha nacido mal?

Señores y señoras profesionales de la medicina y de la investigación y de todas esas consultas que pueblan: por favor, aprendan a HABLAR BIEN.

Estoy segura de que pueden conseguirlo. Han aprendido ustedes miles de palabras que las familias no somos capaces de entender cuando nos las sueltan en sus despachos.

Desgraciadamente, a veces sólo emplean el lenguaje llano para soltar cosas como NACER MAL. Eso sí que lo entendemos.

Y el problema es que nos lo creemos. Al menos por un tiempo.

Menos mal que están nuestros hijos y nuestras hijas para enseñarnos que ningún ser humano nace mal.

Las palabras hacen daño. Y destrozan. Y condenan. De por vida.

La mirada de las familias se construye a partir de la de quienes ponen una etiqueta médica a nuestros hijos. Y el puñetero modelo médico-rehabilitador todavía se mezcla entre esos profesionales con el de prescindencia. Y si no, que se lo pregunten a todas esas madres a las que algún médico ha llamado irresponsables por negarse a abortar.

Una joven subnormal vive atada a un limonero

En 1985 andaba yo por 3º de BUP. Aquel año estaba en la única clase —de las nueve que había en ese curso— que agrupaba en “letras puras” a los parias huidos de las matemáticas. Los dieciséis de aquella clase ni siquiera nos sentábamos por parejas, sino que formamos dos hileras: ocho delante y ocho detrás. Puede no parecer un número tan bajo, pero es que veníamos de cursos donde el último de la lista llevaba el número cuarenta y pico. Éramos además los que elaborábamos la revista del insti, “El vuelo de la corneja”, y algún día aquella clase se parecía más a la redacción de un periódico que a un aula de secundaria. Nos dirigía el de Lengua, que también parecía más tu jefe que tu profesor. Tanto, que a final de curso me ofreció un trato y me hizo prometer que obligaría a mi hermano (dos cursos más abajo) a estudiar su asignatura durante el verano, a cambio de no dejarle para septiembre. Lo acepté por la estabilidad emocional de mi madre pero, por supuesto, no me hizo ni caso. Mi hermano, no el de Lengua.

Aquel año no pudimos sacar la gabarra, como el anterior o el otro más. De hecho, no hemos vuelto a sacarla y seguimos esperando a que ocurra un milagro en la Catedral. Pero pesar de no iniciar el verano celebrando el triunfo del Atleti como acostumbrábamos, fue aquel un verano arrebatado. Casi todos en la cuadrilla libramos de ir a septiembre y “un día es un día” se convirtió en nuestro mantra.

Fui a un concierto de Kortatu que me confirmó que lo mío eran más Wham o Bananarama que el ska vasco. Nos despendolamos tanto la noche que acampamos para asegurarnos sitio para la txozna de “paellas”, que al día siguiente el arroz ni siquiera salió del paquete. Fue también el verano que Paty casi se despeña desde la cornisa por la que nos colamos en “Casa Franco”, un palacete ruinoso y abandonado donde se decía que había veraneado el caudillo. Le organizamos una fiesta de despedida a Ignacio G. que se iba a vivir su aventura americana en COU. Iñaki se pasó medio verano castigado porque la hicimos en su casa y no tuvimos energía para limpiarla como era debido antes de que volvieran sus padres. 

Grupo de adolescentes tumbados de espaldas viendo el atardecer en la play

Escuchábamos cintas de Les Luthiers en la playa y nos quedábamos allí hasta ver cómo se escondía el sol por detrás del mar. Volvíamos a casa para ducharnos y cuando nos reencontrábamos en el fotomatón de la estación para ir a las fiestas, o lo que se terciara esa noche, lucíamos todos un rojo fosforito. Esto llevó a Ignacio U. a desarrollar la teoría de que lo que en realidad ponía moreno era la ducha. Tuve que volver tres veces andando desde Plencia. Las mismas que la Ertzaintza me pilló de paquete y sin casco en la vespino de Ana.

En el momento en que yo vivía todo esto —y más de lo que ya ni me acuerdo— una chica de mi misma edad y hasta de mi mismo nombre, pasaba sus días atada a un árbol.

“UNA JOVEN SUBNORMAL DE 15 AÑOS VIVE ATADA A UN LIMONERO EN LAS AFUERAS DE CASTELLÓN” (Enlace a la noticia publicada en El País en 1985 pinchando en la imagen)


 

Pampa García Molina @pampanilla me hizo llegar ayer el podcast elaborado a partir de esta noticia que tanto me ha impactado.

Llevo todo el día preguntándome si podría haber sido yo la chica atada a ese árbol, de haber sido otros mis genes.

Porque eso era seguramente casi lo único que separaba nuestros presentes de entonces y nuestros destinos de ahora: la genética. Y la complicidad de la cultura capacitista, claro está

En un momento del podcast se escuchan los testimonios de algunos de los vecinos de entonces: 

«La tenían que tener atadita.”

“Estaba muy bien cuidada.”

«Pero vamos, eran gente normal, eh.”

Me dice Pampa que le gusta la parte en que Belén Remacha se pregunta si dentro de veinte años el discurso actual será válido.

Las dos sabemos que no. Que seguimos normalizando el maltrato, la exclusión y la falta de derechos en base a la etiqueta “discapacidad” que le ponemos a algunas personas. Y que seguramente hagan falta más de veinte años, muchos más, para que quienes vienen detrás cambien su percepción, su mirada, sus palabras y su actitud. Para que las personas en situación de discapacidad dejen de estar oprimidas por aquellos que nos consideramos “normales”.

Podéis escuchar este episodio del podcast “Hoy en El País” en el siguiente enlace: «De “una niña subnormal” a la dignidad: un viaje de 40 años por las palabras»

Subnormales: ayúdenos a hacerlos felices

Portada de un calendario antiguo con el dibujo de un niño sobre el que aparece resaltada la palabra SUBNORMALES. Pueden leerse también estos textos: ASPAPROS. Asociación Protectora de Subnormales // Ayúdenos a hacerlos felices // Feliz año 1976 // Una buena acción en favor de un subnormal // Ejemplar 100 pesetas.

Este calendario es real. Los adultos de mi infancia normalizaron estos productos. A muchos de los de ahora nos sangran los ojos viéndolo.

Quizás hayamos superado estas formas, sin embargo, el fondo de estas iniciativas sigue siendo el mismo: pensar que determinadas personas son objetos de caridad y no sujetos de derechos.

Sigo encontrándomelos cada año por estas fechas y, de entre las imágenes de todos esos niños-ángel o niños perpetuos (a pesar de sus treinta, cuarenta o cincuenta años), escucho lo mismo que lanzaban las de 1976: pena, caridad, lástima… 

Cada vez que afeo a alguien que utilice la palabra subnormal como insulto (sólo me atrevo a hacerlo con quien tengo confianza y siento aprecio) siempre, siempre, siempre me responden lo mismo: que no lo hacen pensando en personas con discapacidad. Y seguro que es cierto. Pero ese insulto, venir viene de ahí. Porque esa era no hace tantos años la denominación oficial y hasta médica del colectivo. Y, precisamente porque hacía referencia a esas personas, es por lo que se acabó convirtiendo en insulto. Lo mismo que retrasado o mongol*.

Así que, cada vez que sueltas un subnormal, estás contribuyendo a la estigmatización y deshumanización de un grupo de personas que, le pese a quien le pese, son tan humanas y normales como tú.

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*Hace algunas semanas, una política le llamó mongola a otra en la Asamblea de Madrid. La que recibió el insulto días después llamó hijodep**a al presidente del gobierno y se lió. A la que dijo lo de mongola la han convertido en ministra de Sanidad. El capacitismo y la discafobia de la izquierda es tan atroz como el de la derecha.

20.000 especies de abejas

Hace algunos meses, mi amiga Indira me dijo: “Carmen, tienes que ver ‘20.000 especies de abejas’. Hazme caso.” 

Pero me despisté, se me olvidó o lo que fuera, y resulta que no le hice caso a Indira.

Desde que hace ya un par de semanas se hicieran públicas las candidaturas a los Goya, tengo a mi hijo dándome la tabarra:

“Mamá, tenemos que ver 20.000 especies de abejas.”

“¿Cuándo vamos a ver 20.000 especies de abejas?”

“De este fin de semana no pasa que vemos 20.000 especies de abejas.”

Hoy, por fin, la hemos visto.

Qué preciosa historia.

Me ha parecido que trata, especialmente, sobre las fronteras.

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Cuando Antón empezó a estudiar cuestiones de geografía política en los primeros cursos de Primaria, me costó un mundo hacerle entender lo que eran las fronteras. Mirábamos juntos el mapa del territorio español y trazaba una línea con mi dedo desde Galicia hasta Euskadi, para que identificara los distintos ayuntamientos, provincias y comunidades que atravesábamos cuando hacíamos ese trayecto por Navidad. Pero él insistía en saber en qué parte precisa del camino estaban esas líneas (casi siempre negras) que separaban Asturias de Cantabria, Santander de Vizcaya o Getxo de Berango.

¿Cómo iba a entender algo que en realidad no existe?. Que hemos creado nosotros. Hemos creado todo tipo de fronteras y fronteras para todo.

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A ciertas personas incluso les asignamos prefijos para especificar en qué dirección las cruzan, para señalar que las transitan, o para indicar que las descienden.

In(migrante) / Trans(género) / Sub(normal)

Cada vez tengo más claro que la realidad de una persona es la que es y que somos los demás los que debemos transformarnos para verla. Somos el resto quienes en realidad debemos cruzar esas fronteras. La frontera de los prejuicios, la de la norma, la de lo convencional, la del qué-dirán…

Gracias, Indi. Gracias, Antón. Por empujarme hacia esta historia.

Y gracias, sobre todo, por resistiros a ser lo que otros habían decidido que debíais ser. Gracias por obligarnos al resto a transformarnos para poder ver lo que realmente sois.

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No, la peli no cuenta la historia de ninguna persona nombrada por la discapacidad, aunque lo parezca por este post. O en realidad, sí. Porque va de ser quien uno es. Aunque el resto del mundo se empeñe en no dejarte.

No hagáis como yo y vedla en cuanto podáis. Hoy. Ahora. Ya.

Un adolescente abrazando a su abuela.

A Antón sigue costándole ver las fronteras. Afortunadamente. Y yo tengo la suerte de verlas cada vez más difuminadas gracias a él.

En la foto, junto a otra persona que siempre ha tenido dificultades para identificarlas.

#20000EspeciesDeAbejas

Bajo una mirada (por Antón Fontao)

Hoy es 3 de diciembre.

Conmemoramos esta fecha contra la opresión capacitista y de reivindicación de los derechos de las personas con discapacidad con este texto de Antón Fontao

#3Diciembre


BAJO UNA MIRADA

Hay una cosa que siempre me ha molestado de la gente: las miraditas y el que vaya a un bar, pida, y que casi siempre miren a mi madre, a mi padre o a mi hermana, o que me infantilicen. El tema de las miraditas ya hablé con la Academia de Cine porque me van a dar un Goya de honor por estos 16 años (casi 17) de aguantar miraditas. Tengo el Goya ganado.


No, pero ahora en serio, estoy enormemente cansado de que niñxs al ir por la calle y en algunos bares se me queden mirando atentamente como a la tele. Son pequeñxs, y aún no saben controlar muy bien las cosas, y que no lo hacen por mal, pero es que no puedo estar más harto. Los martes después de ir a pasantía mi madre o mi padre y yo siempre vamos a tomar un café con churros, y este mismo martes un señor sentado en la otra mesa no paró de mirarme desde que nos sentamos hasta que nos fuimos, menos cuando yo le miraba.


Aquel mismo día tenía teatro, me fui a la casa de la cultura, fui al baño, salí, y mientras estaba haciendo tiempo con el móvil, otro señor sale del baño, se para y me pregunta: «¿2 por 3?» Yo no sabía qué decir, no le contesté, más que nada porque eso ya era humillación pura y dura. Cuando se fue lo había entendido todo muy bien: él como me vio con “cara de tonto” me vino a preguntar eso para “comprobar mi capacidad intelectual”. No le di una hostia porque no supe qué hacer ni decir. Eso me sentó muchísimo peor que las miraditas de algunxs niñxs.


El tema de pedir en los bares o restaurantes. Vienen, yo le pido, no me entienden, y no les culpo, pero algunas veces miran a mi madre o a mi padre. Ya sé, que si no me entienden qué van a hacer, y lo entiendo. Pero una vez que estaba pidiendo, la camarera no me entendió, y le preguntó a mi madre: “¿Qué dijo?”. A ver, ya no me importaría que mirara a mi madre, porque ya lo hacen mucho, y por una vez más no iba a pasar nada, pero esto, ya sé que no lo hizo por mal, pero tratarme como si yo no estuviera no me gustó. Aunque sí que es verdad que la última vez que fuimos a comer al chino, vino el camarero, pedí, y me entendió. A mí me parece que lo dije igual que siempre. Yo tengo mi propia hipótesis, y es que algunos ya vienen pensando que no me van a entender y es que si vienen así normal que no me entiendan. Y otros no piensan que no me van a entender y pues me entienden.


Tampoco me gusta nada que me infantilicen. Hay casos generalistas que me pasa, pero quiero destacar un caso: hace dos años, la última vez que celebramos las fiestas en la casa de mis abuelos vino, como siempre, una mujer, que no digo su nombre porque a lo mejor tiene Facebook ve esto y se molesta. Siempre que viene cuando me ve me infantiliza mucho y me llama nené. Lo de nené seguro que era porque no se acordaba de mi nombre, pero me podría llamar chaval. A ver, de pequeño vale, pero es que en la penúltima fiesta antes de la pandemia era más o menos mayor, y en la última, si no me equivoco, tenía 14 años. Recuerdo un año que dos amigas mías y yo estábamos en la cocina y queríamos subir, estaba esa mujer y yo le pedí a mis amigas que me cubriesen al pasar por el comedor para que no me viera. Parecían mis escoltas. Y, al final, sin culpabilizar a mis amigas, porque ese plan daba el canto de que iba a ser un churro, me vio. Y, bueno, lo esperaba peor.


Otro tema también es ignorarme. Viví casos. Y de que le pregunten al/la que está a mi lado preguntas “para mí”, o sea, por ejemplo: ¿Cómo se llama? ¿Cuántos años tiene?… cosas mías, eso también me molesta muchísimo. Pero un caso que voy a decir es que un día mi padre y yo estábamos con dos amigos suyos, y, bueno, llegamos, uno ni me saluda y el otro sí. Y en un momento de la conversación, el mismo que no saludó, cuando mi padre me dice que como mucho de broma, uno me hace un par de gracias con que “tú come, que tienes que crecer” o algo así, y el otro le comenta a mi padre que qué coma, que tiene que alimentarse. Ahí ya me molestó mucho, porque, primero esas cosas se las comentas a la persona afectada. No me molestó tanto eso, lo que me molestó es que el trato en ese momento fuera como si yo no estuviese. No sé si me entendéis. Por eso cuando tuvimos una charla hace unos días mi madre y yo en casa de unos amigos, además de gustarme mucho, significó mucho para mí porque me sentí escuchado y que lo que yo decía importaba. Y también donde me siento así es en las reuniones con “Estudiantes por la inclusión”. Me siento escuchado y que escucho.

Daltonismo social

Las mariposas ven más colores que nosotros. Cada vez que me encuentro con una, me pregunto cómo serán todos esos colores que ella está viendo y yo no.

Imagino que soy tan ciega respecto a ella como todas esas personas que no perciben ni admiran las inmensas y maravillosas tonalidades de Antón 🦋

Sólo que ese daltonismo social es completamente voluntario.

Aprendamos a mirar

En uno de mis anteriores post, Recuerdos de una niña de barrio, reflexionaba sobre las distintas personas con diversidad funcional que poblaron mi infancia y sobre la percepción tan diferente que tenía de ellas en función de su visibilidad o invisibilidad.

Una persona llamada Susana dejó un comentario en esa entrada. Me han llegado tanto sus palabras, que he creído que merecían una entrada propia que sirviera para difundir su testimonio. Porque explica en unas pocas líneas mucho más de todo lo que yo podría exponer en decenas de escritos.

«Me ha removido tu entrada y me ha hecho pensar mucho sobre muchas cosas, en especial la forma que tenemos de normalizar aquello que forma parte de nuestra cotidianidad, dejando fuera otras cosas que son igual de “normales”.

Mi madre tuvo un tumor ocular muy agresivo que no respondió a los tratamientos. Llegó un momento en el que la única opción fue extirpar el ojo y todo lo de alrededor para evitar que se extendiera. Fue durísimo, sobre todo porque estaba claro que era de por vida, no hay opción a llevar una prótesis, le quitaron el ojo, los párpados y le hicieron un injerto para cerrar el agujero. Afortunadamente, eso acabó con el cáncer.

Cuesta acostumbrarse al principio a un cambio tan drástico, los primeros meses incluso a ella le costaba verse y que la viéramos, pero las cicatrices fueron cerrando y todos nos hicimos a la nueva cara de mi madre y sobre todo estuvimos agradecidos de que el cáncer hubiera desaparecido y de que todavía tenía un ojo para ver. No es tan grave, simplemente, donde otras personas tienen un ojo ella tiene una cicatriz.

Sin embargo, esta aceptación nunca ha sido extensiva a la gente en general. Mi madre no puede salir a la calle sin ponerse un parche porque las miradas de la gente y los cuchicheos no la dejan en paz. Como dice siempre ella, me pongo el parche por los demás, no por mí, porque estoy harta de miradas de reojo y de codazos. Y de verdad, no es para tanto, es solo un ojo que no está, es más, en casa nunca usa parche porque la hace sudar y le resulta molesto.

Mi propio marido cuando nos conocimos y vino a casa por primera vez se quedó horrorizado, yo lo notaba tenso y callado y después me lo dijo estando a solas, que se había impresionado mucho al ver la cicatriz y que lo pasó fatal porque no podía mirarla a la cara cuando le hablaba, aunque ahora ya está acostumbrado. Pero esa es nuestra sociedad, que una persona que lleva más de diez años aceptando su nueva cara tenga que ponerse un parche para salir de casa porque los demás se sienten incómodos con su cicatriz.» 

 

Así, es: esa es nuestra sociedad. Y éste testimonio una prueba más del daño que pueden causar las miradas. 

Aprendamos a mirar bien. Aprendamos a mirar bonito.

Enseñemos a que las miradas no duelan.

 

 

Leyendo la historia de la madre de Susana, me ha venido a la cabeza la imagen de un personaje fascinante como es la Princesa de Éboli. También ella, casi con certeza, debió lucir ese elemento con el que ha pasado a la historia, más por los demás que por ella misma.

El aislamiento que sentimos como padres de niños con discapacidad (por Ellen Stumbo)

Artículo publicado originalmente en el blog de Ellen Stumbo: The isolation we feel as parents of kids with disabilities

Tengo el recuerdo de estar jugando con mi hija con Síndrome de Down en el parque. Tenía unos 21 meses y todavía no andaba. Yo le cogía de las manos para que pudiese “andar”. Le ayudaba a subirse a los columpios y la llevaba en brazos cuando lo necesitaba, muchas veces me veía saliendo disparada al otro extremo del tobogán para poder cogerla a tiempo. Había otros niños que pedían ayuda, sus madres estaban sentadas en los bancos, charlando unas con otras. Habíamos quedado un grupo de familias de preescolar para que los niños jugaran*. Sólo que todas aquellas madres socializaban sin mí.

Esta no fue la única vez en que una de esas citas terminaba conmigo entre los niños. Yo no podía sentarme con el resto de madres porque mi hija no era capaz de moverse por el parque de forma independiente, o porque tenía que vigilarla por una cuestión de seguridad.

Lo que más me sorprende, es que en muchos de aquellos encuentros, nadie parecía darse cuenta de que yo me pasaba el rato sola.

Hubo también un día en que un grupo de madres discutían sobre lo “agobiante” que resultaba que sus hijos empezaran a andar tan pronto. “El mío tiene diez meses y ya está andando. ¡Es horrible! Todavía no estoy preparada. ¡Es que llega a todo!”. Yo tenía una hija de cinco años con parálisis cerebral que no caminaba. No me llamó la atención tanto la conversación en sí, como el hecho de que la movilidad pudiera suponer un problema para el padre. No me cabía en la cabeza.

Imagen: Paula Verde Francisco

Con el tiempo, a medida que mis dos hijas con discapacidad se han hecho mayores, el aislamiento ha seguido creciendo. En los ofrecimientos de ayuda que dejaron de llegar. En la ausencia de invitaciones de cumpleaños. En dejar de tener en cuenta las necesidades de nuestra familia para poder asistir a ciertos eventos. En el no ser incluida en las noches de chicas porque mi vida ha cambiado tanto, respecto a la de mis antiguas amigas, que apenas tenemos nada en común, así que dejaron de llamar. Quizás dejaron de llamar porque dije que no demasiadas veces… pero ojalá hubieran seguido llamando. En los comentarios maliciosos que hacen algunas veces amigos y familiares achacando síntomas o dificultades de nuestras hijas a nuestra forma de educarles.

Quizás lo que más duela sea comprobar que mis hijas con discapacidad también sufren el aislamiento. Tengo los suficientes amigos con discapacidad como para saber que esa es también la realidad para muchos de ellos.

No, no podemos acudir a tu evento porque se celebra en un edificio que no es accesible.

No, no podemos ir al evento porque sabemos de antemano que habrá demasiado ruido, demasiadas prisas, demasiadas luces y demasiado de todo para que mis hijas puedan aguantar la sobrecarga sensorial.

No, mi hija no quiere participar en el grupo juvenil de la parroquia porque se basa fundamentalmente en juegos físicos y actividades físicas que hacen difícil que alguien con una discapacidad motriz pueda sentirse parte del grupo. 

No, no vamos a ir porque en su día, cuando fuimos, se nos trató con pena y mis hijas tuvieron que soportar la actitud condescendiente de la gente.

No, mis hijas no tienen amigos que les inviten a salir fuera de la escuela.

Imagen: Paula Verde Francisco

Y confieso que, a menudo, yo también me aíslo.

Algunas veces estoy demasiado agotada, mental o físicamente, para decir que “sí”. O quizás en realidad sí querría ir, pero estoy en casa y estoy cansada, y lo único que quiero hacer es ponerme el pijama y ver Netflix.

Algunas veces no quiero lidiar con conversaciones que me ponen en guardia, con miedo de lo que alguien pueda decir. Experiencias anteriores me han enseñado que la gente todavía utiliza a quienes tienen discapacidad como objeto de burla.

Y lo he intentado antes, he intentado que me incluyan, sólo para darme cuenta de que, mis prioridades son tan diferentes, que ya no disfruto de esas salidas como solía.

Hoy en día, muchas de mis “interacciones sociales” tienen lugar gracias a las redes sociales —con otros padres de niños con discapacidad o con adultos con discapacidad—.

No es de extrañar que nuestro círculo social actual esté formado principalmente por personas que tienen relación con la discapacidad. Son las personas que “nos llegan”. Son las personas que nos tienen en cuenta y, si aparecemos y mi hija necesita adaptaciones, no supone un problema para nadie. Son las madres con las que puedo hablar durante horas, y podemos hablar de dictámenes de escolarización**, de coberturas médicas o de nuestra serie favorita de Netflix.

Y en cuanto a mis hijas, son personas de sus propias comunidades quienes se han convertido en verdaderos amigos. 

Nuestra tribu ha cambiado. Nos apoyamos unos en otros. Nos necesitamos unos a otros. Estamos disponibles unos para otros, aunque sea a través de una pantalla. Y esas conexiones me recuerdan que no estoy sola.

Autora: Ellen Stumbo

Imágenes: Paula Verde Francisco

Traducción: Carmen Saavedra

*Original en inglés: Mothers of Preschoolers (MOPS) play-date.

**Original en inglés: IEP [Siglas de “Individualized Education Program”].