Adaptaciones curriculares: cuando lo que se agota es la voluntad de enseñar

La primera vez que escuché las palabras “adaptación curricular” fue unos días antes de que mi hijo trajera a casa su primer boletín de notas. Finales del primer trimestre de 1º de Primaria. Durante ese primer ciclo de Primaria a Antón le acompañó la misma suerte que en Educación Infantil y la vida le puso en el camino a una maravillosa tutora. Después de ese ciclo, esa suerte le abandonó y ya sólo se le ha ido apareciendo de forma intermitente y superflua en los siguientes cursos. Fue su tutora quien me adelantó -tan preocupada, dolida y apenada como lo acabé estando yo- que el profesor de Educación Física había suspendido a Antón.

Así que pedí una reunión a la que también asistieron refuerzos (no para mí, claro) como el Jefe de Estudios. Expuse que no entendía cómo a un niño que había entrado en aquel centro arrastrándose (literalmente, porque Antón entró en Infantil culeando siempre que era posible porque le daba más libertad que la silla de ruedas) y que había hecho todos los esfuerzos del mundo y más para ponerse en pie y andar, que cada día tenía que hacer esfuerzos que ninguno de nosotros podría siquiera imaginar… cómo se le podía suspender gimnasia?

La respuesta ha quedado guardada para siempre en mi cabeza, y también en mi corazón. Y no se me borra de ninguno de los dos sitios. Porque aquella persona empezó a exponer una retahíla de acciones físicas que mi hijo no era capaz de ejecutar, como si yo no lo supiera. Contesté -dolida, triste y enfadada- que en esa lista había cosas que Antón no era capaz de hacer en ese momento, pero que otras quizás sí pudiera hacerlas si se le ofrecieran los apoyos necesarios, humanos o materiales. La respuesta fue la repetición del listado de los no-puede. Salió de nuevo varias veces a lo largo de la reunión como un mantra. Era su única argumentación: todo lo que Antón no era capaz de hacer. Y a mí no se me ocurrió en aquel momento, porque tampoco iba preparada para ello, recitar todo lo que él como profesor era incapaz de enseñar.

Llegado un punto en que mi dolor y mi enfado pudieron más que la serenidad que querría haber encontrado, le dije que parara de exponer todo lo que mi hijo no podía hacer porque lo sabía de sobra. Y que aún sabiéndolo, me seguía doliendo. Pero que igualmente me resultaba vergonzoso ese suspenso con todo el recorrido que llevaba hecho Antón en el tema motriz. Que lo que iba a hacer equivalía a que su tutora le suspendiera Lengua o Lingua o Coñecemento do Medio, porque no era capaz de escribir a mano y tenía que recurrir a un teclado.

Fue entonces cuando intervino el Jefe de Estudios para exponer la alternativa que traían bajo el brazo. Y fue ahí mi primer encuentro con las adaptaciones curriculares. Hasta aquel día yo no sabía de su existencia y, lógicamente, desconocía en qué consistían, así que me fie de lo que aquellos profesionales me presentaron. Me dijo (cuasi literal) que era un recurso del sistema para cuando, por ejemplo, el típico niño que sacaba muy buenas notas en todo pero suspendía gimnasia, pues que se le ayudaba con este recurso. Así mismo me lo vendió. Y yo lo compré, claro, porque no quería que en el primer boletín de notas que Antón tenía en su vida apareciera un suspenso. Por lo que eso suponía para él y para el resto de compañeros. Porque tenía otra hija mayor, y yo misma había sido alumna, y sé lo que un suspenso implica para un niño y de qué manera le marca. 

Se disculparon alegando que había sido un error por su parte al no haberlo tramitado a tiempo (porque por lo visto tenía que aprobarlo inspección), pero que se corregiría para la siguiente evaluación. Propusieron como solución que Antón llevara a casa un boletín distinto al oficial donde no apareciera ese suspenso. Que para ser tan legalistas, no me pareció muy coherente por su parte. Que lo mismo que cometían una ilegalidad (porque aquello no dejaba de sonar a falsificación de documento público), podrían cometer otra como aparentemente era aprobar gimnasia a un niño como Antón.

Y cuento ésta nuestra experiencia personal, para que se sepa de las prácticas de la escuela. Y que muchas de las veces que los profesionales de la escuela nos dicen a las familias: no estamos preparados, no tenemos formación, no tenemos recursos… lo que no hay en realidad es voluntad.

Voluntad de enseñar y acompañar a tu alumnado. Voluntad de hacer lo que tu profesión implica. Porque en las escuelas hay docentes maravillosos pero también hay quien sólo es “profesional de la enseñanza”.

Y lo cuento para que se sepa el desgaste que sufren las familias pasando por situaciones similares a esta -e incluso peores-, día tras día, curso tras curso, desde que tu hijo pone un pie en la escuela. Porque ésta es sólo una anécdota de las muchísimas que hemos vivido dentro del sistema en los últimos nueve años. Fue la que inauguró todo lo que vendría después. Y aún así, una no se acostumbra. No se acostumbra a que te duela, te atormente, te amargue, te enfade…

Hay quien me acusa de estar permanentemente enfadada. Pues a ver si es para menos… Porque la solución no es dejar de enfadarme, la solución es que el sistema deje de maltratar a mi hijo y a todas las niñas y niños en su misma situación.

Las personas que asistieron a aquella reunión (y a tantas otras que vendrían detrás) ni siquiera se acordarán de que existieron. Sin embargo a mí me acompañarán el resto de mi vida.

Antón en una imagen de ese curso

El caso es que así fue nuestra llegada al mundo ACI: desinformados y confiados.

Con el tiempo, he podido aprender de las adaptaciones curriculares mucho más de lo que aquellos profesionales sabían o les interesaba saber. Ahora sé, por ejemplo, que aquel aparente descuido por su parte, no fue tal. No podían pedir una adaptación para Antón así, a la primera, porque la ley dice claramente que hay que agotar otras vías como la adaptación metodológica o la instrumental, antes de llegar a rebajar el currículo oficial (ellos le llaman “adecuarlo”, pero en la práctica se reduce a eliminar contenidos) que es lo que supone una ACI (Adaptación Curricular Individualizada).

¿Y qué vías se agotaron allí? Ninguna. Nunca llegaré a saber si no me informaron correctamente porque les interesaba que no cuestionara aquella solución o porque realmente no se habían molestado en conocer la normativa, o habían decidido extraer de la misma sólo la parte que les interesaba. Ir a lo fácil. Y lo fácil era poner esas siglas en el boletín de Antón en lugar de ofrecerle los recursos que necesitaba para seguir la clase.

Me enteré poco a poco, y a lo largo de varios años de qué eran y en qué consistían realmente las adaptaciones curriculares y los modelos que había. Así que, para cuando tuve un conocimiento completo de lo que implicaba, mi hijo ya casi estaba acabando la Primaria. 

El último curso me planté y no firmé la adaptación en 6º. La ACI no tenía efectos en Educación Primaria, pero sí en Secundaria. En la ESO cierra las puertas a la titulación, lo que equivale a que no pudiera seguir formándose, que a su vez le impediría el acceso al mercado laboral y acabaría cerrándole las puertas a la vida.

No quería que mi hijo pasara a ESO con ninguna adaptación, porque tenía miedo de que un niño con el perfil de Antón (= susceptible a millones de prejuicios que lo iban a infravalorar) llegase al instituto aunque fuera con una sola ACI. Temía que sirviera de trampolín a muchas otras, éstas sí incompatibles con esa titulación. Así que no firmé.

Me enviaron notas, me llamaron a casa, tuve una reunión… Todo con la intención de que firmara. Insistían en que mi firma no era necesaria, que era simplemente un documento que acreditaba ante inspección que la familia había sido informada. Pero aquel papel no estaba redactado en tal sentido y, hasta donde yo sé, cuando firmas algo implica que estás de acuerdo con lo firmado. Yo no lo estaba, así que no firmé. Y fuera sólo informativo o no, lo cierto es que no se le hizo la ACI aquel curso. Desconozco si fue porque no llegaron a presentarla o porque la inspección no la aprobó sin nuestra firma. Aquí la casuística da para mucho porque conozco a familias a cuyos hijos se les han asignado ACIs a pesar de que se habían opuesto a ellas, así que las familias seguimos sin saber si legalmente es necesaria nuestra aprobación o no para que se hagan esas adaptaciones. O puede que la normativa sea tan poco clara -como en casi todo lo que afecta a nuestros hijos-, que cada centro hace lo que le viene en gana.

Aquel 6º de Primaria volví a reunirme con el mismo profesor, que acudió de nuevo acompañado por refuerzos del claustro. Es curioso, las madres siempre solemos ir solas a esas citas, pero al otro lado de la mesa pocas veces hay una sola persona. El caso es que otra vez volví a pedir explicaciones de por qué a Antón se le suspendía gimnasia y otra vez me volvió a hacer un repaso de todo lo que mi hijo no era capaz de hacer. En un momento dado, le pregunté si realmente era tan difícil darle ese aprobado a Antón, porque los avances que había tenido respecto a sí mismo (no al currículo o al resto de la clase) y el esfuerzo bestial que implicaba para él salir al mundo cada día, desde el primer escalón hasta la última cremallera, pasando por tenedores, empujones, baches y millones de cosas que ni imaginaban, le hacían merecedor no de un aprobado, sino de una matrícula de honor. Su repuesta la guardaré para siempre: 

No puedo desmerecer mi asignatura regalándole un aprobado a Antón. 

Eso me dijo, sin inmutarse. Y yo comprendí en ese mismo instante que hablábamos dos idiomas distintos y que era inútil desgastarse con aquella persona que, recuerdo, no era el entrenador del equipo de fútbol de nuestro pueblo, era un profesor, un pedagogo, un D-O-C-E-N-T-E.

Llegamos a 1º de ESO y el profesor de Educación Física resultó ser una persona tan extraordinaria que Antón ya no se hundía los dos días a la semana que veía el chándal en la silla por la mañana. Y dejó de estar excluido en esa clase porque su responsable se encargaba de evitarlo. Y los días que tocaba bádminton ya no se apartaba a una esquina del pabellón a simular que tocaba la guitarra con su raqueta porque nadie lo quería en su equipo, sino que podía jugar porque, en lugar de una pluma, utilizaban un globo. Un globo, en lugar de una pluma de bádminton, hizo la diferencia. ¡Un globo de 10 céntimos! 

El profe Domingo nos demostró que sí era posible hacerle un sitio a Antón en clase de Educación Física. Y era un docente tan extraordinario que, cuando me preguntó por esa ACI que había aparecido y desaparecido a lo largo de Primaria, lo dejé en sus manos y le dije que hiciera lo que  creyera más conveniente. Y lo que creyó más conveniente fue, no sólo olvidarse de la ACI, sino ponerle un 7 a Antón 😊 

La Consellería de Educación siguió pagándole igualmente a final de mes y no recibió ningún tipo de amonestación por parte de la inspección educativa.

Desgraciadamente, al curso siguiente (2º ESO) el profe Domingo no siguió en el centro y volvieron los suspensos en gimnasia y la expresión de tristeza al ver el chándal por la mañana.

Un dato: Dieciséis niñas y niños conformaban la clase de 1º de Primaria cuando a Antón no se le ofrecieron apoyos metodológicos ni instrumentales en Educación Física. Veintinueve eran sus compañeros en 1º de ESO cuando sí se le dieron. Cierto que es imprescindible una bajada de ratios y el aumento de los recursos de la escuela pública para lograr una educación inclusiva, pero no siempre es ése el problema.

Al curso siguiente, 2º ESO, el profe Domingo no siguió en el centro y volvieron los suspensos en gimnasia y la expresión de tristeza al ver el chándal por la mañana.

Imagen: Paula Verde Francisco

Prácticamente cualquier niño o niña puede aprender. Sólo hace falta voluntad para enseñarle en la forma en que puede hacerlo. Y como la voluntad no siempre funciona, lo que debe haber es obligación. Y esa obligación desapareció en el momento en que aparecieron por la puerta de la escuela las adaptaciones curriculares. Desapareció la obligación de enseñar a determinado alumnado.

Las ACIs nacieron con muy buena voluntad y mejor intención, y podrían haberse convertido en una herramienta maravillosa, si no se hubiera pervertido de tal manear su sentido y su finalidad en la práctica, si no se hubieran desvirtuado completamente. Porque, en la práctica, las ACIs se han acabado convirtiendo en una coartada para justificar el no-aprendizaje del alumnado al que se le adjudican.

Asignar una ACI equivale casi siempre en la práctica a marcar a ese alumno con un gran cartel que dice:  Éste no hace falta que aprenda”.

Nosotros siempre hemos rechazado y hemos resistido las ACIs para Antón.

Porque no le aportaban nada y porque, como he dicho anteriormente, le cerraban la puerta a la titulación lo que implicaba cerrarle muchas otras puertas en la vida.

¿Cómo puede ser que haya alumnos que no obtengan la titulación de una etapa educativa que es OBLIGATORIA?

Y así, anulado su proceso de aprendizaje con las adaptaciones curriculares, tenemos a miles de niñas y niños en las escuelas que están matriculados, pero a los que se les niega el derecho a aprender.

Y quizás ese niño o esa niña no puedan aprender todo lo que el currículo marca para ese curso, pero vaya si puede aprender. Y, sin embargo, nos encontramos con alumnado que hace las mismas fichas de Educación Infantil durante toda la Educación Primaria. Las mismas fichas curso tras curso. A muchos también les persiguen después en la Educación Secundaria, o en los CEEs, los talleres ocupacionales o donde quiera que sea que se les ubique para que molesten lo menos posible con sus fichitas.

Sin embargo, hay familias que no se resignan o a las que el sistema no logra convencer de que sus hijos no son capaces de aprender.

¿Cómo puede ser que haya tantas iniciativas de madres (voy a dejar de decir familias porque el 90% de las veces que digo familias, en realidad estoy refiriéndome a madres) en este sentido? ¿Cómo puede haber tantas madres ideando y gestando metodologías o incluso programas y aplicaciones que faciliten la adquisición de la lectoescritura, la comunicación o el aprendizaje de las matemáticas? Y que además lo comparten de forma desinteresada para que otras madres puedan utilizarlas ¿No debería ser ésa tarea de los profesionales de la escuela? ¿No deberían ser ellos quienes idearan esas herramientas y las aplicaran con el alumnado que las requiere?

La realidad es que la mayoría de nuestras hijas e hijos no aprenden en la escuela. Aprenden en sus casas y de la mano de sus madres.

Y así es como el sistema acaba expulsando a ese alumnado a la Educación Especial (al que molesta o en el momento en que empieza a molestar, y no entiendo como no “molestan” todos con lo duro que debe ser pasar 25 horas a la semana en Primaria y 32 en Secundaria desatendido y aburrido). O bien las familias se acaban autoexiliando de la escuela ordinaria porque no pueden con tanto sufrimiento.

Durante la pasada cuarentena Nacho Calderón Almendros lanzó la propuesta de convocar encuentros virtuales para hablar sobre la Escuela, aprovechando que estábamos todos confinados y quizás con tiempo y espacio para participar en esas Conversaciones sobre la Escuela (inclusiva).

Ese proyecto alcanzó a tanta gente (familias maltratadas por la escuela, estudiantes que sufren dentro de ella, profesionales que quieren cambiarla para que deje de maltratar y expulsar) que llegó hasta el Ministerio de Educación. Personal del gabinete de la ministra, Isabel Celaá, contactó con Nacho para mantener una reunión y conocer las conclusiones extraídas de esos encuentros.

Esa reunión tuvo lugar el pasado 20 de julio y Nacho y a su compañera en este proyecto, Teresa Rascón, son tan generosos que cedieron espacio y voz al alumnado (representado por [nombre]), a los profesionales (representados por María José Corell) y a las familias (en cuya representación tuve la oportunidad de hablar yo). 

Allí conté todo lo que les dolía la escuela a miles de niñas y niños y a sus familias, y les propuse como solución destruir la escuela tal y como la conocemos y construir una nueva desde los cimientos.

Una escuela donde el currículo no obligue a todo el alumnado a aprender lo mismo, al mismo tiempo y al mismo ritmo. Donde se respeten sus características, sus intereses y sus tiempos. Donde se expulse a ese cáncer del sistema que es el libro de texto. 

Una escuela a la que los niños y las niñas acudan con ganas de aprender y convivir, que son las dos funciones que debería tener la escuela. 

Una escuela donde niños de ocho, nueve o diez años no tengan que memorizar palabras como poríferos, cnidarios, anélidos, equidermo o protoctista, el nombre de los ríos que atraviesan Austria o el porcentaje de personas que ocupa el sector terciario, ni saber pasar de decalitros a hectolitros porque nunca en la vida van a utilizar esas medidas. Todas estas cosas, y muchas más igual de absurdas, las estudié y olvidé en mi EGB y las he vuelto a estudiar en la Primaria de mi hijo para volver a olvidar.

O tal vez sí deban aprenderlo hasta ese extremo de detalle, pero quizás sólo aquellos a quienes les interese especialmente. A la mayoría les bastará con saber que existe y entenderlo, pero no convertirse en devoradores de datos que vomitan en un examen para olvidarlos nada más entregarlo, porque deben hacer sitio en su cerebro a los datos del siguiente examen, igual de absurdos y descontextualizados. 

Una escuela nueva que no sobrecargue de contenidos que no tienen ninguna relevancia ni son significativos. Un escuela que flexibilice el currículo y la forma de evaluar.

Porque esta escuela que tenemos ahora no vale para mi hijo, pero es que tampoco vale para mi hija. Que haya sobrevivido a ella, y además lo haya hecho con eso que el sistema llama “éxito”, no significa que haya sido buena para ella. Porque no lo ha sido.

No vale para mis hijos, ni vale para los hijos de casi nadie.

¿Cómo se explica sino que haya habido tantos niños felices porque la cuarentena les ha apartado de la escuela? ¿Qué lo único que han echado de menos es a sus amigos? Los nuestros ni eso, porque los nuestros suelen ser esos niños que siempre están solos en los patios.

¿Cómo puede ser que la escuela duela?

La solución es crear otra escuela. Y como evidentemente no se pueden cambiar todas de la noche a la mañana, hay que empezar por crear unas pocas que sirvan de ejemplo y motor. Las hay. Y no hablo sólo de esas escuelas alternativas maravillosas con aulas amplísimas y luminosas rodeadas de espacios verdes que sólo unos pocos se pueden permitir y cuyas metodologías y espacios tampoco piensan en el alumnado con diversidad funcional.

Hablo de escuelas públicas que están haciendo un trabajo maravilloso.

Hablo del CEIP Carlos Cano de Fuenlabrada, donde se han encontrado personas que han creado una isla maravillosa pero que, desgraciadamente, no puede dar cabida a todos los que la necesitan. Y hablo de montones de docentes repartidos por todo el país que están haciendo un trabajo maravilloso. Le pedí a las asesoras de la ministra que los encontrasen y les diesen su lugar, porque muchos se acaban apagando o dando un paso atrás, porque sus prácticas no son aceptadas, ni admitidas por sus compañeros y en no pocas ocasiones son incluso combatidas. Sus prácticas, pero también ellos mismos.

Existen esas escuelas. Muchas incluso se ubican en entornos humildes y empobrecidos. Debemos copiar e impulsar ese modelo.

Existen esos docentes. Hay que agruparlos en centros donde puedan hacer. Hay que crear escuelas de élite, pero no del tipo de élite que prioriza eso que se llama excelencia académica (y que no es tal) o donde todo se articula entorno al obsesivo aprendizaje del inglés.

Hay que crear y creer esa escuela de referencia que muchos soñamos, la que incluye a todos, y donde todos se educan y aprenden. Y donde cada niña y cada niño solo en el patio o cada conflicto entre el alumnado moviliza de inmediato al claustro para buscar soluciones. Porque saben que la escuela no es sólo un lugar donde se acumulan datos. Entienden que la escuela es un espacio donde toda la infancia se educa y aprende a convivir y a respetarse.

Les pedí que reunieran a esa élite con la que cuentan entre el profesorado de la escuela pública y que creasen escuelas de verdad. LA ESCUELA. Aunque fueran sólo unas pocas al principio. Ya vendrán muchas más detrás.

En definitiva, les pedí VALENTÍA. Les pedí que este ministerio fuese valiente y se atreviera a dar los primeros pasos para acabar con este horror de escuela que tenemos. Y que si en cuatro años -o los que queden de legislatura- ya no están allí, al menos se irán sabiendo que lo han intentado, que han hecho lo que había que hacer. Porque, ¿de qué sirve estar si no se cambia lo que necesita ser cambiado?

La mentira de la «libertad de elección»

Detrás del derecho a la “libre elección” de centro educativo por parte de las familias, se esconden muchas cosas que no tienen que ver ni con la justicia, ni con los derechos.

La «libre elección de centro» fue la estrategia utilizada en la Comunidad de Madrid para aprobar la zona única de escolarización que sólo sirvió para agrupar al alumnado en función de su extracto socioeconómico, cultural y procedencia familiar. Lo que llevó a que se conformaran centros-gueto y, además, justificó el desvío de fondos públicos a centros a los que sólo las familias privilegiadas podían acceder.

Y es el argumentario que están utilizando ahora PP y Ciudadanos (que gobiernan en Andalucía con ayuda del fascismo) para hacer exactamente lo mismo. Que serán muy liberales en lo económico y se cansan de criticar y mofarse de “papá estado», pero después son expertos en aprovecharse de lo público (lo de todos) en beneficio de unos cuantos (los grupos privilegiados). Una especie de comunismo restrictivo, vamos.

Nunca jamás apoyaré iniciativa alguna, por muy inclusiva que se diga, que apele a esa aberración mal llamada “libertad de elección”. Porque las familias gitanas no eligen, las familias pobres no eligen, las de entornos rurales no eligen… y las familias no privilegiadas que tienen hijas e hijos nombrados por la discapacidad tampoco van a poder elegir. 

Y porque, como dice mi compañera Leticia Barbadillo, “estamos mucho peor de lo que pensamos si el marco que tenemos para pelear los derechos de las minorías es el que diseña el neoliberalismo”.

Todo esto lo explica Julio Rogero mucho mejor que yo aquí: “Libertad de elección de centro y segregación escolar”.

Dice mi compañero Nacho Calderón:

Que la mejor escuela para tu hija/o sea la de tu barrio o la de tu pueblo.

Ojalá sea así y lo sea para todos.

Campanilla y las piedras

Voy a veces con Campanilla a buscar piedras. A ella y a su primo les encanta pintarlas. La playa no es accesible (como tantos entornos, y no sólo los físicos), así que bajo a cogerlas por él.

En cinco minutos lleno mi bolsa. Ella necesita quince para acabar con sólo tres piedras. Las localiza a lo lejos, se acerca a ellas y les habla. Esa conversación decide cuáles se quedan y cuáles se van con ella. Antes de llegar de vuelta a casa, ya tienen un nombre y una historia.

El otro día me dijo que hablar con las piedras ayuda a solucionar problemas y que le gustaría ser “terapeuta de piedras”. Yo le comenté que entonces podría ser psicóloga.

– Pero no quiero estudiar psicología -me dijo- porque entonces me van a dar otros métodos y yo quiero los míos.

Este ser maravilloso que es capaz de intuir que desde lo académico se distorsiona el instinto y destruye la vocación, completa hoy once vueltas alrededor del sol.

Felicidades, Campanilla preciosa, gracias por todo lo que nos das y enseñas cada día  ❤️