El martes tuve una mañana de mierda.
7:45 — No arranca el coche. Genial. Justo hoy que Antón tiene una consulta médica que llevamos meses esperando para que le citen y años para conseguir que le remitan a ese especialista. Tranquila, seguro que es la batería. Porque se lo presté la semana pasada a una persona (y no miro a naaaadie) y se dejó las luces encendidas toda la mañana. “Es que las del mío se apagan solas”. Va a ser la batería, ya verás que sí. Pienso un rato a ver qué alma caritativa puede venir con unas pinzas hasta aquí y a estas horas a rescatarme. Le llamo, responde a la caridad de su alma, enchufa las pinzas y el coche por fin se enciende. Pues sí, era la batería. Menos mal, porque con veinte años a cuestas empiezo a prepararme para su muerte inminente. Pero que no sea justo un día como hoy, por favor.
8:15 — Entro donde siempre a tomarme el mismo café doble (muy caliente y corto de café) y los dos minicroasanes. Y, como siempre, enciendo el iPad para procrastinar un rato entre periódicos y redes sociales mientras desayuno. No se enciende. Sale el dibujito del cable en una esquina que me advierte que está sin batería. Imposible. Ha estado toda la noche cargando y estaba al 100% esta mañana. Intento todas las combinaciones de botones que se me ocurren para ver si consigo resucitarlo y, por fin, aparece la manzanita. Bien, se está reiniciando. Cuando al fin revive, me advierte que la batería se está agotando y veo que indica 1%. ¿Cómo que uno por ciento? ¡Si estaba al cien hace nada! Vuelve a morir. Esta vez definitivamente. Vale, ya sé que no debería ser un drama que no me funcione el iPad, pero es que resulta que en realidad me hace la función de portátil y tengo ahí dentro textos y un par de proyectos de los que, como buena cretina analógica que soy, no tengo copia en la nube ni en ningún otro sitio. Lerda, lerda y más que lerda. Tranquila. Respira. Ya verás que, de alguna forma, consigues rescatarlos y sino, ¿qué pasa? Nada, sólo unas cuantas horas de trabajo a la mierda. Bastantes horas. En realidad, una tonelada de horas. Por idiota.
12:00 — Después de una mañana muy poco productiva, salgo para pasar a recoger a Antón. Increíblemente no voy con el tiempo justo como siempre, porque tenemos la nevera pelada y me voy a acercar antes por el súper. Además, tengo que llevar a la criatura a comer algo antes de la cita (que no nos la han podido poner a una hora más extraña), si no quiero que se coma al médico/a.
12:30 — Aparcamiento del súper con la compra en el maletero. No arranca el coche. Tranquila. No puede ser que justo muera hoy y justo en este momento. Vuelve el alma caritativa a rescatarme con las pinzas. Arranca. Pero así no puedo ir a ningún sitio, porque a la tercera fijo que será en medio de la rotonda del Puente Pasaje o en algún otro sitio igual de caótico. Y si eso pasa, ya no será culpa de la batería sino de mi lerdez. Además, en el fondo ya te estás temiendo que no, que no va a ser la batería.
13:00 — Paso por el taller. Están a tope y tengo que llorarles mi desesperación para que lo dejen todo y resuciten mi coche. Abren el capó y les escucho cruzar palabras que en mi cabeza suenan a marciano. Concluyo que uno de ellos cree que es la batería y el otro algo más serio. Porque “alternador” suena más grave que “batería”. Chafullan un rato entre las entrañas de mi moribundo coche (la RAE diría que es “chafallan” pero en mi casa usamos esta variante y con el respeto que me merecen esos señores por otras cuestiones, pues ni caso). Concluyen que tiene razón el de la batería. ¡Bien! La cambian. Casi 100 euros la broma de las luces. Salgo pitando. Todavía me da tiempo a alimentar al bicho.
[*Nota aparte* Sinceramente, a pesar del tiempo y esfuerzo que nos ha costado llegar a esa especialidad, no doy un duro por que se tomen en serio el caso de Antón. Si fuera su hermana, sí. Si fuera ella o cualquier otro niño no nombrado por la discapacidad, hubiera sido un problema considerado lo suficientemente serio y desde una edad muy temprana, como para haber hecho lo posible por corregirlo o, en todo caso, haber echado un vistazo a su evolución cada cierto tiempo. Hace algunos años, durante una revisión en otro especialista, entró un colega a hacerle una consulta sobre un posible tratamiento para una niña. Le preguntó si era “neurológica” y cuando el otro contestó que sí, le indicó que entonces no merecía la pena. Siempre me quedará la duda de si no merecía la pena por el bienestar de la niña o por el gasto de recursos en alguien que, igualmente, nunca sería “normal”. También me acordaré siempre de lo que me impactó saber que, entre ellos, se referían a los niños como mi hijo como “neurológicos”.]
15:00 – 15:30 — Deambulamos por los pasillos de un hospital que es el único de nuestro sistema sanitario público al que nunca hemos venido y por tanto, no conocemos. Preguntamos a dónde debemos ir en dos momentos distintos a personas a quienes les pagan por informar, pero que nos contestan con desgana e indicaciones imprecisas. Así que, acabamos en dos salas de espera distintas y las dos igualmente erróneas. Conseguimos que, por fin, alguien nos conduzca a la tercera y esta vez sí es la acertada. Temo que nos hayan estado llamando mientras vagábamos por los pasillos y esperábamos donde no era y que nos reciban con la escopeta del enfado cargada. Algunas personas, en ciertos sitios, tratan así a absolutos desconocidos. Es algo que nunca entrará en mi cabeza.
15:30 – 16:00 — Pero no. Ni siquiera menciona el rato que ha debido estar pitando nuestro número en la pantalla. Nos hace muchas preguntas. Pregunta por el grado de discapacidad y nos aclara que es por una cuestión burocrática para un posible tratamiento. Me pasma que me haga esa aclaración y más todavía que cuando pregunta si es una valoración permanente y le respondo que no (y que, a pesar de ser una condición genética que le va a acompañar toda la vida, la administración obliga a Antón a pasar por la humillación de la revisión cada cuatro años), haga un comentario al respecto que podría perfectamente haber salido de mi boca o de la de cualquiera de las familias en nuestra situación. Mira y remira a Antón. Revisa su historial. Más preguntas. Propone diversas alternativas y le consulta a Antón si sería capaz de probar una de ellas. Se lo prueba y Antón le dice que sí, que quiere intentarlo.
Y entonces, cuando está cubriendo los formularios, le doy nombre a las señales que mi cerebro había estado captando pero había apartado, también inconscientemente, como improbables. Entonces me doy cuenta de que es “una de los nuestros”. O más bien debería decir “una de los suyos”. Alguien nombrada igual que mi hijo. Alguien que, casi con total seguridad, ha sufrido parte de la misma opresión y que, aún así, ha conseguido llegar al otro lado de la mesa de esa consulta. Me sube una emoción tan grande que me dan ganas de llorar.
Hace unos días compartía unas palabras de Antón donde él expresaba, sin decirlo, la necesidad de referentes que tienen las personas de su colectivo. La urgencia de encontrar a personas nombradas por la discapacidad en el audiovisual, pero también en la docencia, en hostelería, en la administración, barriendo las calles, en las consultas médicas… La urgencia de existir en vez de subsistir. La necesidad de estar. Porque si no estás, no existes.
— Me hablaba a mí, mamá.
Esa frase de Antón al salir de la consulta, entre desconcertado (por lo excepcional) y emocionado, lo resume todo.
p.d. La foto no tiene nada que ver pero es bonita. Como el final de mi día 😊