Normalidad (y discapacidad) es sólo frecuencia estadística

Dicen Olga Lalín y Esther Medraño en uno de los capítulos de su maravilloso libro «Me duele la luna» que normalidad tan sólo significa frecuencia estadística.

La misma idea se repite en este cartel diseñado por Rocío Sotillos. Y yo hoy quiero demostrar en esta entrada la veracidad de esas afirmaciones.

©Rocío Sotillos

 

Mis vecinos no consideran que tenga una discapacidad cada vez que me “escuchan” limpiar los cristales. «¡¡¡¡Puta, puta, puta!!!! Largo de aquiiiiiiii», le grito a cada araña que me encuentro en el proceso y que ha sido capaz de sobrevivir al flis-flis que lanzo antes de ejecutar la operación. Alucinan, pero no me catalogan como “discapacitada”. Está claro que una araña no te puede matar (a no ser que vivas en Australia). Lo sé y llevo décadas luchando contra esa fobia utilizando la lógica y la razón pero lo cierto es que no funciona. Y moriré así.

A mi vecina del primero no le asustan las arañas, pero entra en pánico cada vez que se desencadena una tormenta. Así que, cuando esta situación se produce, le llamo para que suba a tomarse un café mientras pasa la tormenta (en sentido figurado y también literal).

Sin embargo, nuestros miedos no son percibidos con la misma anormalidad que si el desencadenante del mismo tipo de pánico fueran ciertas «palabras tabú» (explicado en esta entrada de Anabel Cornago). Para Erik, Miguel y otros muchos niños, existen palabras que actúan como detonantes de irritabilidad al escucharlas. Y, como me sucede a mí con las arañas, tampoco pueden evitarlo.

Nadie me ha preguntado nunca por qué me gusta enroscar los rizos entre los dedos. Yo tampoco sé por qué lo hago. La mayoría de las veces ni siquiera soy consciente de estar haciéndolo, sobre todo desde que ya no está a mi lado mi padre para mandarme parar porque le irritaba enormemente esta costumbre mía. Creo que simplemente me tranquiliza en ciertos momentos de tensión o me entretiene en otros tediosos.

Tal y como le tranquiliza y relaja a Antón concentrarse en “chuparse” la lengua dentro de la boca. Alguna vez, algún niño se ha acercado a mirar curioso y me ha preguntado (a mí):

– ¿Por qué hace eso?

– Porque le gusta, respondo mientras me enrosco el rizo entre los dedos sin que mi acción le suscite la misma curiosidad.

Como tampoco me han preguntado jamás la razón por la que echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos cuando me río. Pero, sin embargo, si alzas tus brazos y los agitas en el aire tal cual un pajarito (así le llamamos a este gesto tan suyo desde casi que nació: hacer el pajarito) cuando algo te emociona o te divierte, provocará curiosidad o miradas de ves-como-a-este-niño-le-pasaba-algo.

No soporto dormir con las puertas de los armarios abiertas. Tras 25 años de convivencia, Misanto no es capaz de asimilarlo y tengo que levantarme de la cama día sí y día también para cerrarlas antes de apagar la luz. También a mí se me olvida muchas veces que Antón no soporta que se cierre ni entorne la puerta de la habitación donde se encuentra y tengo que volver sobre mis pasos para abrirla en cuanto empieza a gritar.

El interés por observar aves durante horas puede no estar muy extendido pero es considerada una afición lo suficientemente respetable como para disponer de un término que la defina: birdwatching.

No tendremos, en cambio, ninguna palabra para designar la fascinación de Manuel por las estelas que dejan los aviones en el cielo o las ruedas de los autobuses al girar. Puede pasar tantas horas disfrutando de este espectáculo como los observadores de aves pero, en su caso, se considera un “interés restringido” característico de las personas con autismo. Como si yo no conociera, por ejemplo, a personas cuya afición por el fútbol no pudiera ser considerada como interés restringido y obsesivo.

©Alto alto como una montaña

 

Si alguien es capaz de recitar de memoria extractos kilométricos de pasajes de la biblia, se considera signo de fervor religioso. Si memorizas el plano de una ciudad, de Síndrome de Asperger.

Conozco a niños que juegan todo el día al fútbol. Y cuando digo todo el día, me refiero a tooodo el día: recreo de la mañana, recreo de la tarde, entrenamiento en el club y después en el parque al caer la tarde. Nadie cree que pueda ser sospechoso de ningún tipo de patología. En cambio, si algún niño alinea coches o pinypones y cuenta las farolas que hay de camino al colegio, enseguida le pondrán una etiqueta compuesta por tres letras: TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo).

Hay quien te pregunta en qué trabajas a los cinco segundos de conocerte. Puede no ser de muy buena educación pero “entra dentro de lo normal”. En cambio, si lo primero que le interesa a Mateo sobre ti es el número de la planta en la que vives, se percibirá con cierta extrañeza.

Hay personas que saben de memoria la alineación del Real Madrid que ganó su primera Copa de Europa en el 56 y recitarán de carrerilla: Gento, Di Estéfano… No causa la misma extrañeza que el hecho de que Nico sea capaz de recordar el nombre y apellidos completos de todas las personas que ha conocido.

Tengo amigos a quienes apasiona escalar por una pared rocosa (sin necesidad real de alcanzar el otro extremo). Tal y como le apasiona a Héctor trepar por los muebles de su casa.

©Paula Verde Francisco

 

Los especialistas dirán que alinear dinosaurios, subirse a la puerta del horno o haber memorizado los primeros cincuenta dígitos del número pi, son signos indicadores de TEA. No así hacer miguitas con el pan en la sobremesa, saberte de memoria las alineaciones presentes y pasadas de la selección de fútbol o practicar búlder o parkour.

Balancearse para conciliar el sueño es una esterotipia. Escuchar a José Ramón de la Morena o Macarena Berlín, no.

Levantarse a las 4 am para ver conducir a Fernando Alonso, pasar tres días a las puertas del Palau para asistir al concierto de Justin Bieber en primera fila o caracterizarse los fines de semana como un personaje de anime, puede ser excéntrico pero no patológico. En cambio, si la felicidad de un niño se mide en logotipos de autobuses, coches, gasolineras y bombonas de butano, sus padres enseguida serán alertados de que “algo no va bien”.

©Paula Verde Francisco

 

Y cuando los gestos que se salen de la norma no te adjudican una discapacidad, pueden llegar a convertirte en objeto de burla porque, tal y como me decía hace poco Concha Casasnovas (madre del artista plástico Raúl Aguirre) “nada que se salga de los cánones que marca la estética y la cultura dominante es aceptado sin ridiculizarlo y convertirlo en caricatura”. Hablábamos ese día de Salvador Sobral y de los memes y mofas que su aspecto desaliñado y sus gestos poco frecuentes habían desatado entre los malvados de tecla rápida.

Y con esa excusa os dejo esta maravilla ejecutada por alguien cuya unicidad también desafía la frecuencia estadística.

Desobediencia, rebeldía e insumisión

1952: gran campaña de desobediencia pacífica contra el apartheid en Sudáfrica. Uno de los impulsores de aquel movimiento quema públicamente su “pass book” (un documento de identidad impuesto por el apartheid).

Imagen: Bailey’s African History Archive

Aquella foto de Nelson Mandela se convirtió en un símbolo y sirvió para alentar a la población negra en la lucha contra la segregación, la discriminación y la negación de derechos.

Imagino un día donde alguno de nuestros hijos, en un acto de rebeldía similar, destruya su certificado de discapacidad, su dictamen (qué similitud a «sentencia» la de esta palabra) de escolarización o esos boletines de notas plagados de acrónimos infames.

Documentos que ponen el foco esta vez en la funcionalidad, en lugar de la raza, pero que igualmente ocultan e ignoran al ser humano que lo porta.