Que el diagnóstico no tape a tu alumno

En un post anterior hablaba de la necesidad de utilizar la metodología y herramientas adecuadas -las que se adapten a la forma de funcionar de cada alumno- para no convertir el aprendizaje de muchos niños y niñas en una tortura que, además, les lleve a resistir y desistir en dicho proceso.

En aquella entrada hablaba de nuestra experiencia en Educación Primaria. Hoy voy a abordar una de las experiencias de nuestro paso por Secundaria.

Ya he comentado anteriormente que las dificultades de mi hijo respecto a la motricidad fina le impiden poder escribir a mano y que necesita hacerlo mediante un teclado. Así que las principales dificultades con que se encontró Antón en esta nueva etapa de su escolarización obligatoria fue respecto a las matemáticas. A la complejidad de entender la materia se añadió la dificultad de ejecutar las operaciones en los ejercicios y, especialmente, en los exámenes. Os podréis imaginar lo tremendamente difícil que resulta realizarlo con un procesador de textos y empleando un solo dedo. Su esfuerzo, su trabajo, su aprendizaje nunca se reflejaban en las pruebas que decidían si había alcanzado o no lo que el sistema exigía y que determinaban casi la totalidad de la nota final.

Durante la etapa de Educación Primaria se había encontrado con la misma dificultad, pero se había solventado gracias a la asistencia de su profesora de Pedagogía Terapéutica (PT). Sus tutoras (a excepción de una de las que tuvo) programaban el examen de matemáticas coincidiendo con la hora en que esta profesora de apoyo entraba en el aula. Antón le dictaba las respuestas y ella escribía por él.

El profesor de matemáticas en su primer curso de ESO nos transmitió en una reunión que era consciente de que Antón sabía más de lo que demostraba en los exámenes, pero que se veía sin recursos para solventar el problema. Yo le había planteado a la PT al inicio de curso la posibilidad de que le diera apoyo a Antón en los exámenes de matemáticas de la forma en que se había hecho en Primaria, pero su respuesta fue que resultaba imposible tal y como estaban organizados los horarios. Que era muy difícil que pudiera coincidir el examen con la hora que tenía asignada en ese aula. Dado que era nuestro primer curso allí y no quería que me pusieran la etiqueta de madre conflictiva nada más poner un pie en el centro, no insistí. Y Antón nunca pudo demostrar en los exámenes lo que realmente sabía.

El curso siguiente fue todavía peor. La nueva profesora de esa materia tenía una mirada y una actitud tan absolutamente capacitistas respecto a Antón, que di por imposible todo tipo de colaboración y ni siquiera comunicación con ella. Vio a Antón (lo vio, no lo miró) y lo primero y único que debió pensar fue que qué demonios pintaba aquel niño en aquel centro, en aquella clase y sin adaptación curricular. No le dio jamás la menor oportunidad. Tampoco ayudó la nueva PT con la que Antón no tenía la menor sintonía y que sólo sabía decirle que hiciera las cosas más rápido. Como si sus tiempos fueran una cuestión de voluntad.

Aquel curso hubo incluso una sustituta de esta PT que por no molestarse, ni siquiera se molestaba en sentarse junto a él cuando entraba en clase a hacer el apoyo. Se quedaba de pie junto a la puerta. Si a quien lea esto le deja atónito, no voy a contar cómo me dejó a mí. Llegué a dudar de lo que me contaba mi hijo y tuve que confirmarlo con el testimonio de un compañero de clase. Lo inconcebible no era sólo el hecho de que no hiciera nada y permaneciese toda la clase de pie junto a la puerta, sino que la profesora de matemáticas no hiciera nada por corregir esta situación. Pero claro, no era precisamente la persona que más confiaba en la capacidad de Antón para aprender la materia. No sé si le había contagiado su mirada o aquella sustituta ya la traía puesta.

Aquel curso había decidido, casi nada más iniciarse, que ya no podíamos más, ni mi hijo ni yo. El curso anterior había sido tan agotador que yo estaba completamente sobrepasada. Sólo pensar en otra nueva ronda de conversaciones con los nuevos profesores… en toda la energía necesaria para convencerles de que vieran a Anton y no a un síndrome… me generaba una angustia paralizante y aquel curso no me sentía con fuerzas para seguir resistiendo y disintiendo. Así que ni siquiera llegué a hablar con aquella profesora de matemáticas ni con aquella PT, que ni un sólo día le dio a mi hijo el apoyo por el que le pagaban. A día de hoy sigue pareciéndome increíble que se hubiera producido aquella situación, que hagamos el esfuerzo como sociedad para emplear a una persona en un centro educativo para que se quede de pie junto a una puerta.

Aquí surge otra cuestión respecto a los profesores de apoyo en Secundaria: que muchos no están preparados para dar apoyo a alumnos que siguen el currículo ordinario y no tienen adaptaciones curriculares. Esto es especialmente sangrante en materias como matemáticas o física y química. Y esa creo que es la explicación a la nula calidad de las PTs y profesoras de refuerzo educativo que ha tenido mi hijo en esta etapa: que estaban preparadas para enseñarle a restar con llevadas, pero no para resolver ecuaciones de segundo grado.

Y seguramente sea también la razón por la que para cierto alumnado (ese al que se le pone la pegatina de “necesidades educativas especiales”) no se plantee otra estrategia que la adaptación curricular significativa. Su diagnóstico les adjudica de manera automática un techo para sus aprendizajes. Y así, se les tiene curso tras curso realizando las mismas fichas que llevan haciendo desde que pusieron un pie en la escuela: colorea de rojo los círculos y de azul los cuadrados, repasa los números, 2 + 2, 6 — 3, rodea con un círculo las prendas de invierno, ma me mi mo mu…

Recientemente me compartía una compañera que a su hijo, que cursa 1º de ESO, le habían mandado unas fichas para trabajar su “pésima caligrafía”. Y las fichas de marras contenían frases como: “Isa – sapo – sopa. Susi pasea. Susi asea a su oso. Mi mamá me ama. Mi tita toma tomate. moto – pito – tele – pato. Pepa toma té. Mamá pela la patata.

¿De verdad no hubiera sido posible incluir en ese trabajo frases que no atentaran contra la dignidad de un chico de trece años? ¿En un curso donde ese alumno está estudiando las partes de la célula eucariota o las características de los textos argumentativos, no era posible haber ideado otro tipo de frases? ¿A algún otro de sus compañeros o compañeras no nombrados por la discapacidad se les infantilizaría de esa manera?

Ya no entro a analizar la necesidad de martirizar con el tema de la caligrafía a ciertos alumnos con enormes dificultades motrices, cuando la tecnología nos ha regalado ordenadores y teclados que permiten que ese alumnado se centre en el contenido de lo que escribe y no en la estética de lo escrito. Me parece algo tan absolutamente demencial, que me sigue impresionando curso tras curso la cantidad de compañeras que tienen a sus hijas e hijos sufriendo por este tema.

Volviendo a la incapacidad de los profesores de refuerzo y de pedagogía terapeútica -qué escalofríos me produce esa denominación, ese adjetivo que señala y medicaliza- que no han sabido ayudar a mi hijo a resolver ecuaciones, yo tampoco sabía hacerlo. Con la diferencia de que yo debería ejercer de madre-madre y no de madre-profesora. Con dieciséis años escapé a letras puras para poder decir adiós para siempre a las matemáticas. Y, sin embargo, tuve que volver a ellas para enseñar a mi hijo el aprendizaje que el sistema le negaba. Su derecho a aprender. Así que tuve que aprender a resolver operaciones combinadas, descomponer números, averiguar el mínimo común múltiplo y el máximo común divisor, operar con potencias y con fracciones… Pero profesionales más jóvenes que yo y formados específicamente para dar apoyo a alumnado con dificultades de aprendizaje, no estaban capacitados para ello. Para enseñar matemáticas de 7º y 8º de EGB. Porque quiero recordar que los dos primeros cursos de la actual ESO (Educación Secundaria Obligatoria) equivalen a los dos últimos de la antigua EGB (Educación General Básica).

Bien, no pasa nada, ya se lo enseñamos en casa. El primer curso lo asumí yo y los siguientes, profesores particulares que pudimos permitirnos contratar. Porque yo ya no podía más y tampoco Antón podía más conmigo. No sólo eso, quería saber si realmente era yo la que “veía más capacidades en Antón de las que realmente tenía”, tal y como le había comentado un profesor a otro en ese segundo curso, o al menos eso fue lo que nos comentó en una reunión ese segundo profesor para justificar todo lo que no le enseñaba a nuestro hijo. Así que fue como contratar a una agencia de control de calidad: ahí tenéis a Antón, decidme si es capaz o no de seguir el currículo oficial ordinario. Y coincidieron en que sí. No sólo eso, sino que se indignaban tanto como yo con cada suspenso en Física y Química y Matemáticas que eran las materias que le impartían. En la primera materia eran suspensos raspados (4 ó 4,5) pero acabó superando la materia en septiembre y con un 6. Pero es que en Matemáticas no pasaba del 2 con aquella profesora que permitía que la PT se quedara junto a la puerta.

Así que le enseñamos en casa pero, ¿de qué valió si luego no pudo demostrar en el examen lo que sabía? Si tenía que someterse a la tortura de ejecutar ejercios de matemáticas en un archivo de word. Haced la prueba: intentad resolver una ecuación o cualquier otro ejercicio de matemáticas en un procesador de textos, para entender la pesadilla que supone. La energía y el tiempo que requieren la ejecución, apenas deja nada para dedicar a su resolución.

Imagen de la pantalla de un ordenador con un texto de word donde se está resolviendo una ecuación.

Lo único que tenía que haber hecho aquella profesora era haberle facilitado la ejecución del examen, pero ni en eso se molestó. Porque nunca se le pasó por el pensamiento que Antón pudiese hacer algo.

Adiosgracias aquella señora se fue del centro y el siguiente curso apareció un profesor de matemáticas nuevo y también una nueva PT. Y aquel profesor vio enseguida el potencial de Antón y que “sabía de qué iba aquello” (casi me echo a llorar cuando le escuché esta frase), que tenía nociones, sino extradordinarias sí básicas de su materia y que por supuesto merecía la misma oportunidad de aprender que el resto de sus compañeros y compañeras.

También la nueva especialista de apoyo se molestó en conocer a Antón, en llegar a él, en crear un clima de confianza y cariño con él. Y no sólo eso, sino que dominaba (o aprendió a dominar) el currículo que exigía la asignatura aquel curso. Y, rizando el rizo, obrándose el milagro de los milagros, el profesor y la PT se dieron cuenta de las extraordinarias dificultades de Antón para hacer el examen y decidieron que los realizaría con el apoyo de esa profesora: Antón se podría centrar en resolver los ejercicios y la PT escribiría lo que él le dictaba. Aquellos dos profesionales demostraron que no era tan difícil, que no hacía falta reorganizar todo el cuadro del horario del profesorado como se alegaba el primer curso. Era tan sencillo como esto: programar el examen de matemáticas en el día y hora que tenía asignada la PT. Porque, ¿qué más daba hacer el examen un martes que un viernes?

Y todo cambió. Y Antón empezó a dejar de decir que era malo en mates porque así se lo habían hecho creer (ya sabemos del poder de la indefensión aprendida). Y Antón no sólo aprobaba matemáticas, sino que lo hacía con un 6.

Así de sencillo era. Pero duró poco. Exactamente hasta el 13 de marzo de 2020 en que el dichoso coronavirus les mandó a todos a casa.

Pero F. y R. quedarán para siempre en nuestro albúm de buenos recuerdos de la escuela como ejemplo de que lo único necesario para enseñar a un alumno como Antón es verle a él, ver su humanidad y no una etiqueta médica andante. Ver en él exactamente la misma potencialidad que en cualquiera de sus compañeros y compañeras. 

Lo único necesario en este caso de éxito que hoy comparto, fue que llegaran al centro personas que le quitaran de encima ese techo que, en el caso de Antón, no era de cristal sino de cemento.

Autor pictogramas: Sergio Palao. Origen: ARASAAC. Licencia: CC (BY-NC-SA). Propiedad: Gobierno de Aragón (España)

Escribiendo por el otro lado

Hace algunos años Antón asistía a una actividad deportiva específica para niñas y niños con diversidad funcional. Yo mataba el tiempo de espera en la cafetería y, al cabo de algunas semanas, cinco de aquellas madres acabamos por conformar un grupo estable que se reunía entorno a tazas de café e infusiones varias. Éramos más diversas que la propia diversidad de nuestros hijos. Pero, increíblemente, encajamos. Como encajan las piezas de los puzzles siendo tan completamente singulares como desiguales entre sí.

Ni qué decir tiene, que nuestras hijas e hijos monopolizaban los temas de conversación. Tanto, que un día la madre de A. advirtió: “Hoy no se habla de los niños”. Y nos quedamos en silencio. Completamente desnortadas.

Así que fue la única vez que lo intentamos. En nuestro monotema común, había un apartado que acaparaba un tanto por ciento enorme: La Escuela. Y allí fui consciente de que, a pesar de mi desesperación casi diaria porque la escuela no se adaptaba a mi hijo en la forma en que él lo necesitaba, comparados con aquellas otras familias, casi que nos podíamos considerar unos privilegiados.

Una tarde la madre de G. sacó del bolso la libreta de su hija. Las instrucciones del colegio habían sido muy precisas: debía tener una pauta de 5 milímetros. Ella pensaba, con una lógica aplastante, que G. debía escribir en el espacio donde la separación entre las líneas era mayor. 

Adaptaciones alumnado discapacidad

Pero no, y explicaba asombrada que la profesora le había llamado la atención sobre el asunto y que G. tenía que escribir en el lugar donde el espacio entre líneas era más estrecho.

Adaptaciones alumnado con discapacidad

Aquella madre estaba asombrada y yo me quedé ojiplática. Porque G. era una niña con unas dificultades enormes respecto a la motricidad fina y obligarla a escribir a mano ya era una aberración suficiente, como para además añadir el esfuerzo de que aquellos trazos no superasen los 5 mm.

Y me encontré una vez más con alumnos a los que el sistema no respeta sus características, ni las limitaciones en su funcionalidad. Me encontré de nuevo con un sistema que concede mayor importancia a la grafomotricidad y a la perfección de la caligrafía que al propio aprendizaje lecto-escritor. Un sistema que frustra de tal manera a determinado alumnado, que les quita las ganas de aprender.

Un sistema que pretende que todas las niñas y niños aprendan a escribir en los mismos tiempos y que, además, lo hagan con letras del mismo tamaño y que sigan el mismo trazo, copiando todos el mismo texto. 

Un sistema que pone el foco en la rapidez en lugar de la comprensión lectora, y en la caligrafía en vez de la redacción o la capacidad de crear historias.

Y no hablo sólo del alumnado etiquetado por la discapacidad, sino de todo el alumnado. Así nos lo ha demostrado nuestra propia experiencia. Mi hija era una lectora voraz en Primaria (en Secundaria el sistema hizo todo lo posible por quitarle las ganas de leer por placer y lo consiguió durante toda esa etapa). El caso es que, como casi todas las niñas y niños lectores, esa pasión suele conducir también a la vocación escritora. Y ya en 1º de Primaria escribía unas historias que nos dejaban pasmados a su padre y a mí. Recuerdo el día en que acudíamos a la primera tutoría de 2º de Primaria con una nueva profesora. Iba convencida de que compartiría nuestro asombro y admiración. Pero no, llegamos allí y resulta que nos describió a una niña desastrosa por su caligrafía fuera-de-la-norma y los tachones en sus libretas. Me quedé pasmada. Entendí que hablábamos idiomas distintos y ya nunca más volví a pedir una tutoría con esa persona, porque no me iba a aportar nada y lo que ella valoraba de mi hija era diametralmente opuesto a lo que valoraba y cuidaba yo.

Como digo, esta perversión del sistema es una aberración pedagógica para todos (misma letra, mismo trazo, mismo tamaño, mismo texto, mismos tiempos), pero resulta incalificable cuando se le exige a un alumno con dificultades motrices. Olvidan que esa forma de funcionar suya no responde a su voluntad, sino que es consecuencia de la forma caprichosa en que los genes heredados se han combinado en su cuerpo. 

De la misma forma que yo, por más que me esfuerce y entrene, nunca podré correr los 100 metros lisos en los 9,58 segundos que los hace Usain Bolt, ni por más práctica o empeño que le ponga podré pintar como Miguel Ángel.

Aquel día en la cafetería de la piscina intenté transmitirle a la madre de G. que aquello no era bueno para su hija. Que lo importante es que aprendiera a leer y a escribir y no las herramientas que utilizara para lograrlo y que, además, si no eran las adecuadas le iba a crear tal frustración y rechazo que convertiría ese aprendizaje en una tortura y le quitaría las ganas de aprender.

Le hablé de nuestra experiencia y de cómo el uso del iPad había sido clave para que Antón consiguiese escribir. Y le hablé de la frustración tan enorme que sufrió cuando empezó a trabajar operaciones aritméticas, porque era algo que no podía ejecutar en un archivo de texto sino sobre papel o la pizarra que utilizábamos en casa. Y que aquellos trazos irreconocibles le provocaban tales enfados que resolver una suma nos llevaba media tarde y se convertía en una tortura para los dos. Que estaba tan pendiente de ejecutar bien ese 5, que lo borraba y volvía a escribir tantas veces y al final ya no se acordaba de cuánto se llevaba ni si se llevaba algo y el fin de aquellos ejercicios (aprender a sumar) perdía todo el sentido. Le conté lo que significó encontrar la app de Rubio que resolvió aquel horror y le permitió aprender a sumar, restar, multiplicar y dividir centrándose sólo en el aprendizaje y práctica del cálculo.

Su respuesta fue: “Pero también le viene bien para mejorar la motricidad, ¿no?”. Porque eso es en lo que le insistían machaconamente los docentes de su hija, los “pedagogos”, los “profesionales”, los “expertos”. Y evidentemente, su palabra por fuerza tenía que tener más peso sobre ella que la de una simple madre. ¿A quién iba a escuchar? ¿A quién iba a hacer caso?

Y ese es el problema de nuestros hijos: los profesionales que olvidan que lograr el objetivo (leer, sumar) es más importante que la forma de llegar a él. Y que los experimentos, con gaseosa. Hay millones de formas de trabajar la motricidad fina sin tener que poner en riesgo el que un niño logre aprender a escribir. Ser analfabeto es un hecho tan limitante es nuestra sociedad que no se puede andar jugando con eso. 

En aquella época Antón practicaba la motricidad fina pero de otras formas: poniendo y sacándose los zapatos, manejando los cubiertos, en talleres de cocina o pintura, jugando con su pequeño zoo de animales… Y respetando sus tiempos. Precisamente, jugar con animales, algo que era habitual para mi hija con 3 ó 4 años, Antón no empezó a hacerlo hasta los 9 ó 10, porque hasta entonces su mente y su cuerpo no estaban preparados y, en lugar de divertirle, le generaba una enorme frustración. ¿Se le podía pedir entonces en un aula, lo mismo que a sus compañeros?

Actividades para trabajar la motricidad fina

Evidentemente que me encantaría que Antón pudiera escribir a mano pero, sinceramente, hay cientos de acciones relacionadas con la habilidad de sus manos más importantes y más urgentes que desearía que fuese capaz de ejecutar solo antes que los trazos a lápiz. Como, por ejemplo, actividades relacionadas con su cuidado e higiene personal para las que no tiene más alternativa que las manos de otra persona. En la escritura podemos sustituir un bolígrafo por un teclado pero, ¿cómo hacemos con situaciones como ir al baño, ducharse, vestirse, lavarse los dientes, manejar un cuchillo o ponerse un abrigo? Nunca antes había imaginado la habilidad y concentración que requiere ponerse un calcetín ni tantas otras acciones que la mayoría hacemos sin siquiera pensar en lo que estamos haciendo.

Lo dicho, los experimentos con gaseosa. Se puede funcionar en nuestra sociedad utilizando una silla de ruedas, pero es muy difícil hacerlo siendo analfabeto. Que se lo pregunten a esas ancianas que no tuvieron la oportunidad de pisar la escuela, que alguna vez se nos acercan en el supermercado en busca de ayuda. Cada vez que me ha ocurrido, me ha partido el alma.

Los avances tecnológicos están para usarse. De hecho, un bolígrafo no deja de ser una ayuda técnica que permitió al alumnado prescindir de la pizarra escolar y el pizarrín. ¿Por qué, entonces, obligar a una niña con dificultades motrices a utilizar un lápiz y rizar el rizo pidiéndole que lo haga en un espacio de 5 milímetros? Equivale a obligar a cualquiera de sus compañeros a escribir con el pie. Con esfuerzo, tenacidad y práctica podrían conseguirlo pero, ¿qué sentido tiene?

Yo odio dibujar, seguramente porque no se me puede dar peor. Si diera clases de dibujo y me obligaran a manejar el pincel con la boca, es decir, que en vez de facilitarme las cosas para disfrutar de esa actividad, añadieran más dificultades, el resultado sería que odiaría todavía más la pintura. ¿Cuál debería ser el objetivo de esas clases? ¿disfrutar del arte y crear? ¿o fortalecer la musculatura de la boca?

Para eso… mejor masticar chicle.

¿Os imagináis que alguien os dijera que en vez de utilizar una lavadora, fuerais a lavar la ropa al río o un lavadero público? Y que intentaran convenceros diciendo: sí, hombre, te va a llevar más tiempo y más esfuerzo, pero te vendrá genial para fortalecer los brazos, estar al aire libre y socializar. Pues bien, eso es lo que se está haciendo en muchas aulas respecto a la lectoescritura y los alumnos con dificultades motrices. Para estar al aire libre, mejor me doy paseos por el monte, para fortalecer los músculos, mejor me apunto a clases de zumba y para socializar, mejor me voy de cañas. ¿Acaso no es mejor utilizar el tiempo que hemos ganado con las lavadoras en ejercitar los brazos de forma más divertida y socializar en un bar? El objetivo es tener la ropa limpia. En la escuela el objetivo no debería ser otro que el dominio de la lectoescritura.

No estoy diciendo que haya que renunciar a trabajar y ejercitar la motricidad fina, pero mejor hacerlo en otros frentes, de otra forma y con otros estímulos. Pero no con la escritura, es demasiado seria e importante.

A mí siempre me ha gustado escribir, siempre lo había hecho a mano y el primer ordenador llegó a mi vida después de la universidad. Pensé que nunca podría acostumbrarme a ello y ahora no concibo volver a escribir a mano por lo mucho que un procesador de textos facilita el proceso de escritura (correcciones, añadidos, eliminaciones). ¿Alguien piensa que en las redacciones de los periódicos se redactan las noticias en folios y con pluma? ¿Por qué a la escuela le cuesta tanto adaptarse al mundo exterior? ¿Qué problema hay en utilizar un teclado? Se actúa justo al revés: en el proceso de aprendizaje lectoescritor se obliga a niñas y niños muy pequeños y aún en proceso de madurez a escribir a mano y, una vez tienen dominada la caligrafía, se les deja utilizar un ordenador. ¿Es esto lógico?

Jorge tiene una parálisis cerebral que también lleva asociada dificultades en su visión. Cuando estaba en Primaria, su madre intentó que una profesora le ampliara la letra en ejercicios y exámenes. Aquella «trabajadora de la enseñanza» se negó a ampliársela más allá de 10 puntos, ni a utilizar otra tipografía que no fuera Arial. Alegaba que así se iba a encontrar los textos a lo largo de su vida y que tenía que acostumbrarse. Creo que esta experiencia se comenta sola. Y que también queda patente que a la inflexibilidad, rigidez e inhumanidad de aquella profesora, se sumaba también su tremenda ignorancia si tenemos en cuenta la cantidad de dispositivos con los que leemos actualmente todo tipo de textos y que nos permiten personalizar tamaño, tipografía, brillo…

Si a alguien a quien nada de lo expuesto hasta aquí le ha convencido, le dejo imágenes de trabajos del Antón de la época de esa conversación en la piscina. El primero es el Antón a quien obligaban a escribir a mano. El segundo, el Antón que escribía utilizando un teclado.

Este es el Antón que escribía a mano:

 

 

Y este el Antón que utilizaba el teclado:

¿Os parece el mismo niño? ¿Creéis que lo que transmitía a sus compañeros era lo mismo? Y, lo más importante, ¿qué Antón se gustaría más a si mismo?

El primero es un niño de 5º de Primaria con una caligrafía propia de un alumno de Infantil. El segundo, refleja al Antón creativo e ingenioso que es y que sería imposible que asomara escribiendo a mano. Sus trabajos manuscritos sólo sirven para incidir en su torpeza motriz, para avergonzarle ante sus compañeros, para dañar su autoestima y para mostrar únicamente sus incapacidades, esas que todos tenemos pero que, evidentemente, intentamos ocultar. ¿Por qué nuestros hijos e hijas no merecen que se les respete su forma de ser y funcionar?

Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado (Juan Ramón Jiménez)

 

 

 

Adaptar no es ayudar

Adaptar no es ayudar. Es JUSTICIA.

SOBRE “TECNOLOGÍA”

Dice Genís Roca que «llamamos tecnología al conjunto de conocimientos técnicos que permite a la humanidad una mejor adaptación al medio ambiente (…) La agricultura es una tecnología (…) pero con el tiempo la palabra “tecnología” ha quedado reservada para referirnos sólo a lo más novedoso, y la descartamos para referirnos a aquello cuyo uso ya hemos normalizado, como por ejemplo la agricultura. Como bien explica Alan Key, si lo llamamos “tecnología”, es posterior a nuestro nacimiento.» (Los nativos digitales no existen, 2017)

SOBRE “ADAPTACIONES”

Todos, absolutamente todos, necesitamos adaptaciones. Desde los empleados de las corporaciones tecnológicas de Silicon Valley hasta un bosquimano de Botsuana, pasando por el propietario del más lujoso de los áticos de Manhattan o los nueve habitantes que todavía quedan en Villanueva de Gormaz y los últimos cucapá de Arizona.

TODOS.

Si no usáramos “adaptaciones tecnológicas”, el ser humano seguiría siendo nómada puesto que nuestra única vía de alimentación sería la recolección. Y una vez agotados los recursos de un territorio, habría que desplazarse para cambiar de entorno.

El ser humano es una especie que ha evolucionado en paralelo a su tecnología más que a su fisiología. Se ha adaptado al entorno no sólo evolucionando en su aspecto físico sino, y sobre todo, haciendo evolucionar su tecnología.

Normalmente, cuando hablamos de “adaptaciones tecnológicas” nos referimos a la posibilidad de adquirir un libro sin moverse de casa, mantener una conversación en tiempo real con un amigo que vive en la otra esquina del mundo o explorar los fondos marinos durante todo el tiempo que permita la bombona de oxígeno.

Cada mañana puedo permitirme tener un café listo en cinco minutos. Dispongo de un instrumento en mi cocina, al que llamo grifo, que me facilita el agua que necesito para hacerlo. De lo contrario, debería ir hasta la fuente que hay a dos kilómetros de mi casa con mi cántaro a cuestas. Aún así, sería una afortunada porque dudo que el 90% de quienes estáis leyendo esto dispongáis de un manantial tan a mano como en mi caso.

Desde mi casa hasta el lugar donde desempeño mi trabajo hay 20 kilómetros (40 si contamos también que tengo que regresar). El coche y el autobús me permiten perder una hora de mi tiempo en realizar esos desplazamientos. De no contar con estas “adaptaciones”, tendría dos opciones:

  1. Invertir 6 horas (siendo muy positiva teniendo en cuenta mi pésima forma física) en caminar esos 40 km.
  2. Renunciar a mi trabajo.

En los últimos tiempos he recurrido a otra adaptación (a causa de esa incomodidad que suele aparecer a mi edad y que se denomina presbicia) que me va a ahorrar tener que recurrir a un prolongamiento de brazos para poder seguir leyendo.

Cada día, muchos de nosotros hacemos uso de unas adaptaciones llamadas “escaleras” para subir y bajar diferentes edificios. Sí, las escaleras son una adaptación tecnológica, no aparecieron en el planeta al tiempo que el Big Bang pero, dado que la usa la generalidad de la población, no las consideramos como tales. Imaginaos lo que supondría entrar y salir de casa sin escaleras: no podríamos vivir en edificios construidos en vertical, a no ser que fuéramos unos excelentes escaladores, porque incluso el recurso a una soga (que también requeriría de una excepcional forma física por otra parte) también sería una “adaptación tecnológica”. La ausencia de escaleras nos convertiría en personas “discapacitadas”, dado que ese entorno arquitectónico (que es una construcción social, no natural) nos incapacitaría.

©Paula Verde Francisco

El problema (o más bien la falta de justicia) viene dado cuando esas adaptaciones no coinciden con las que necesita la mayoría estadística de la población: sillas de ruedas, lengua de signos, pictogramas, brazo ortopédico, comunicadores, rampas…

Así que, cuando no puedes utilizar una escalera, comunicarte con la voz, visualizar con los ojos, desarrollar comportamientos sociales que denominamos “normales” por pura cuestión estadística…  entonces, la sociedad (que somos la suma de todos los individuos y no un ente abstracto ajeno a nosotros) te pone una etiqueta que no sólo te convierte en “discapacitado”, sino que te despoja de tu humanidad para convertirte en pseudohumano, cuando no directamente un objeto. Un objeto incómodo.

©Paula Verde Francisco

Ocurre que, de puro necesario, cada día hacemos uso de recursos que no consideramos adaptaciones. Sólo vemos una adaptación cuando se trata de un elemento que no utiliza la mayoría de la población.

No vemos una adaptación en un coche, un tren o un avión pero sí en una silla de ruedas.

No vemos una adaptación en una escalera, pero sí en una rampa o un ascensor porque la mayoría podemos utilizar esas escaleras.

Ocurre que los niños con diversidad funcional no pueden seguir las clases de la misma forma que la mayoría estadística de los alumnos matriculados en su centro. Y, sin embargo, podría mostrar aquí como cada día se falta al respeto a su diferencia y no se les proporcionan los instrumentos que por justicia necesitan. Instrumentos que sí se proporcionan, sin pensarlo ni cuestionarlo, al resto de niños (sin discapacidad) del aula y que ni siquiera son considerados adaptaciones.

Podría exponer aquí algunos ejemplos de lo que nuestro sistema educativo les hace a diario a los niños con diversidad funcional que le sacaría los colores a más de uno. Pero no lo haré. No por respeto a esos pseuprofesionales de la docencia (porque no lo merecen), sino por no complicarles la vida a esos niños y a sus familias más de lo que ya la tienen.

Serían muy ilustrativos y la mayoría de los que estáis ahora mismo leyendo este post podríais entender de forma muy gráfica lo que intento explicar aquí. Sólo pido que visualicéis esta situación que propongo: vuestro hijo diestro lleva semanas preparando un examen pero justo el día anterior se rompe el brazo derecho y entonces el profesor le exige que realice la prueba escribiendo con el brazo izquierdo, o sujetando el lápiz con la boca o con el pie. Si hay otras personas capaces de hacerlo así, ¿por qué no ese alumno? Pues exactamente eso es lo que se les exige a la mayoría de los alumnos con diversidad funcional cada día en tantas aulas de este país.

Y cuando no consiguen superar todos esos obstáculos imposibles, ¿qué ocurre? Pues que el sistema se ha sacado de la manga algo que llama adaptación curricular y que, aunque en principio se diseñó para ayudar y asegurar el derecho a la educación a este alumnado, en la práctica se ha convertido en un instrumento de estigmatización y segregación.

©Paula Verde Francisco

Reflexiones sobre la orientación educativa, por María José Gómez Corell

¿Imaginamos dar las gracias a un arquitecto porque sus edificios no se derrumben? ¿a un médico por prescribir una prueba o tratamiento para sanarnos? Bien, pues en esa situación exactamente estamos las familias diversas. Tanto, que nos deshacemos en agradecimientos cuando los profesionales que deben velar porque se cumplan los derechos de nuestros hijos realizan su trabajo de forma honesta y efectiva.

Cuando, además, alguno de esos profesionales hace autocrítica de forma pública sobre los errores que se cometen en los centros públicos en lo referente a la escolarización del alumnado diverso, entonces… se nos caen las lágrimas.

María José Gómez Corell me ha permitido publicar en Cappaces un escrito que compartió estos días en su muro de Facebook.

Lo que esta profesional de la orientación describe en ese texto es una práctica que los padres y madres de niños con diversidad funcional sabemos que existe: nuestros hijos como generadores de recursos a costa de su estigmatización. Y si bien es cierto que no es responsabilidad de esos profesionales que esto ocurra, sino de nuestros pésimos gestores que para nada creen en la integración (mucho menos en la inclusión), también es cierto que son ellos los primeros que deberían rebelarse contra estas políticas: porque atentan contra los derechos de sus alumnos, porque obstaculizan su labor y porque les desautorizan a ellos como profesionales.

Y porque sus manos tienen más poder que las nuestras (las de las familias), en la lucha para que nuestros niños puedan entrar por la puerta de un colegio sin tener que llevar un sello en la frente desde el primer día. Un sello que, teóricamente, se les coloca para ayudarles pero que, en la práctica, está gritando a la comunidad que forma ese centro (profesores y alumnos): caso perdido, está aquí por estar.

©Paula Verde Francisco

©Paula Verde Francisco

En otro hilo de conversación surgido a raíz de ese mismo post, una madre se lamentaba de no haber tenido la suerte de encontrar en su camino profesionales así, profesionales que ayudaran a la escolarización de su hija. Otra persona le contestaba que tuviera confianza, que ese orientador/maestro/gestor aparecería algún día. Y ese es el problema: nosotros podemos esperar (nos hemos convertido en expertos en paciencia) pero nuestros hijos, no. Porque nuestros niños no se quedan estancados en el tiempo y dejan de crecer a la espera de que llegue ese profesional de la orientación, ese tutor, esos medios…. Y cada día perdido significa mil oportunidades y mil derechos que se les quita.

Otro docente (de los que realmente merece este nombre), Juan José Fernández, escribía en la conversación suscitada a raíz de mi post anterior lo siguiente:

«Leído el artículo de principio a fin. Vaya mi reconocimiento, aplauso y acuerdo. Un apunte nada más: somos muchos, más de los que parece, los que aún sin ser familia de personas con diversidad funcional, estamos ahí para ayudar en ese «derecho a una educación inclusiva, a una vida social normalizada, a una incorporación al mercado laboral y a una vida digna”. Otra cosa es que estemos en primera plana o en el lomo de las noticias, eso es lo de menos, pero vuestra causa la hacemos nuestra empujando pasos a esa meta.

La humanidad se merece tener una mirada más limpia sobre la diversidad, menos violenta, menos compasiva y paternalista, más enriquecedora.

Un bico»

Y es bien cierto. Le respondía a Juan que gracias a dios (o a quien sea) esto es realmente así y que las luchas de las minorías han tenido éxito cuando se han sumado a ellas otros colectivos no afectados por esa discriminación y en una posición de poder que tenía más fuerza que el conjunto del grupo discriminado.

De hecho, sería de justicia reconocer a todas esas figuras que han estado ahí, en primera, segunda o última fila: a los hombres que empuñaban pancartas al lado de las sufragistas, a los alemanes que salvaron la vida de vecinos judíos arriesgando la suya propia, a los blancos que buscaban el mismo sueño que Martin Luther King, a los heterosexuales que hicieron suya la lucha de Harvey Milk…

¿Qué sería de las luchas de las minorías sin sus John Doar, sus Oskar Schindler…. sus Juan, sus María Jose o sus Daniela?

James Meredith, ejerciendo su derecho a asistir a la Universidad de Missisippi, protegido por varias personas, entre ellas John Doar (a su izquierda)

James Meredith, ejerciendo su derecho a asistir a la Universidad de Missisippi, protegido por varias personas, entre ellas John Doar (a su izquierda)

 

REFLEXIONES SOBRE LA ORIENTACIÓN EDUCATIVA 

(por María Jose G. Corell)

Hace poco tiempo tuve que realizar el informe psicopedagógico de un niño de poco más de dos años, que se escolarizará en septiembre en educación infantil por primera vez. Es uno de los niños más simpáticos y sociables que he conocido; con una capacidad de aprendizaje y una curiosidad por aprender inmensas, con unas ganas de trabajar y realizar las actividades que se le proponen admirables, con un gran empeño por imitar lo que se le pide… como decimos por aquí un “bonico” Me dejó enamorada.

Pues a este niño tuve que hacerle un dictamen de escolarización para que se le proporcionaran los apoyos que necesita para estar en igualdad de oportunidades al resto de niños y niñas que se escolarizarán donde las familias decidan y, una vez en la escuela, se les empezará a conocer.

Tras colegiar el dictamen de escolarización, el colectivo de compañeros y compañeras apoyaron mi decisión: aula ordinaria en centro ordinario, con los recursos que necesita.

Pues bien, posteriormente se me pidió que cambiase el informe y que añadiese que el niño tenía Retraso Mental Moderado, porque si no lo ponía, el niño “no generaba los recursos que le solicitaba”. La otra opción era quitarle los recursos (para que se ajustara a la legislación vigente).

Me negué a realizar este cambio. Y el informe quedó en un callejón sin salida, ya que ninguna de las dos opciones me parecía adecuada.

Me puse en contacto con la dirección territorial a través de un correo electrónico en el que básicamente relataba el caso y daba mi parecer:

«Creo firmemente que lo que debemos hacer es procurarle el máximo desarrollo a todos los niveles, teniendo las máximas expectativas, proporcionándole los recursos necesarios para que esté en igualdad de oportunidades y sea tratado con equidad. El hecho de ponerle esta etiqueta (Retraso Mental), solo puede determinar que se tengan unas expectativas a la baja respecto al niño. La familia está muy angustiada con esta situación. Pienso que, con buena voluntad, se puede salir de este callejón sin salida, ya que el centro en el que la familia quiere escolarizar a su hijo ya dispone de todos los recursos solicitados

Además, envíe otro correo a todos los miembros del equipo psicopedagógico, que os adjunto a continuación:

«En los últimos años ha habido muchos cambios que afectan a nuestro trabajo como orientadores y orientadoras.

Hoy día no se habla de (dis)capacidad sino de diversidad funcional. Estamos en un momento en el que internacionalmente hay un movimiento importante hacia la inclusión, inclusión educativa y social.

Se ha cambiado el modelo desde la discapacidad como algo entendido como individual y personal (modelo médico) a un modelo social, donde la discapacidad se genera en la relación, la (dis)capacidad es entendida como resultado de la interacción, no como algo de lo que es portadora la persona. Al mismo tiempo que se han promulgado leyes que, como orientadores y trabajadores de la enseñanza, debemos conocer ya que estamos vulnerando los derechos de algunas personas que además son menores. Como por ejemplo, entre otras, la Convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad, ratificada por España en 2008. (BOE-A-2008-6963 de 21 de abril de 2008).

En esta misma línea, el concepto de “Retraso Mental” está totalmente obsoleto. No podemos seguir etiquetando a los niños/as con estos y otros términos que condicionan las expectativas a la baja sobre este alumnado.

Creo firmemente que debemos procurar y posibilitar el máximo desarrollo y esperar lo máximo de todos y cada uno de nuestros alumnos y alumnas. Hoy en día las personas con Síndrome de Down, pero también personas con otro tipo de “etiquetas” están demostrando que los profesionales estamos equivocados. Debemos propiciar que tengan todas las oportunidades tratándolos con equidad y sin que les prefijemos un techo.

Mirad a Violeta:

 

“El síndrome de Down es una condición, una característica, como tener los ojos verdes, no es una enfermedad. Los paradigmas médicos han versado hablando de los inconvenientes en su proceso tanto cognitivo como motor, pero lejos del fatalismo hay niños muy capaces, como cualquier otro.

Violeta, con sus seis años, nos ayuda a (…) abrir las puertas a la posibilidad. Violeta ha caminado con quince meses, fue sin pañal desde los dos años y lo pedía con dieciocho meses. Con tres años y medio deja el pañal nocturno pues se levanta sola al baño y a beber agua.

Con dos conocía y distinguía entre distintas plantas: adelfas, rosal, pruno, pino o mimosa. Con esa edad aprendió las marcas de los coches, e igualmente, con las matrículas los números y letras. Con tres aprendió expresiones en inglés, colores y animales. Con cuatro sabía la fecha de su cumpleaños, la calle y número donde vivía. Empezó a leer antes de los tres años. Está matriculada en un colegio ordinario, como cualquier niño de desarrollo típico, en la clase que le corresponde a su edad. Y además participa de actividades deportivas y musicales ordinarias…”

(Información extraída de la Asociación Luz en la finestra)

Si no empezamos a cambiar nosotros como orientadores estamos siendo auténticos obstáculos a la inclusión. Tenemos que cambiar nuestras concepciones y sobre todo, nuestras prácticas. No podemos seguir haciendo lo mismo, haciendo como que no pasa nada. Porque nuestras prácticas están obsoletas.

Y si no lo cambiamos y no nos concienciamos y actuamos acorde a ello, estamos haciendo mucho daño a muchos niños y niñas y a sus familias y estamos siendo los obstáculos a la inclusión de que habla este artículo.

Es cierto que tenemos una legislación educativa (también obsoleta e incluso contraria a otra legislación de rango superior) que dirige nuestro trabajo pero podemos interpretarla y aplicarla de muchas formas. 

En todo caso, si la aplicamos sin “rechistar”, de manera obediente, haciendo las cosas de la forma que siempre se han hecho, estamos dando a entender que no pasa nada y que estamos de acuerdo con esa legislación. Creo que como profesionales debemos ser críticos, cuestionar los mandatos, las directrices y las tareas que se nos demandan para poder avanzar y transformar la realidad y trata de equilibrar las desigualdades que encontramos en las escuelas.

La realidad se impone.

Documental «Yo soy uno más. Notas a contratiempo«: Un documental sobre la lucha por los derechos educativos. Rafael Calderón es una persona. Una persona más, a pesar de que nos empeñemos en resaltar que tiene síndrome de Down.

 

La educación inclusiva no son sólo palabras bonitas, o la excusa para hacer cursos, seminarios, congresos, escribir libros; o para cambiar un lenguaje por otro; o para cambiar unas palabras por otras y que las prácticas sigan siendo las mismas. Si no hacemos algo, esto no sirve absolutamente para nada y hay que empezar por uno mismo: por (re)mirarnos la visión que tenemos y, a partir de ahí, ir cambiando.

Entrevista a Gerardo Echeita Sarrionandia e Ignacio Calderón Almendros con motivo del I Congreso de Orientación para una Sociedad Inclusiva (Barcelona, 2014):

 

Este cambio solo se puede dar, como dice Nacho Calderón, desde un “profundo respeto al ser humano”. Se trata de “un gesto inicial de igualdad” (Carlos Skliar)

Como dice Alejandro Calleja Lucas: ¡¡¡Seguimos!!!»

Mª José Gómez Corell

P.D.: Tras un par de semanas el informe se ha podido tramitar sin ponerle al niño esa etiqueta y con los recursos que necesita. Como en el caso de Gloria, no es la mejor de las soluciones pero es motivo de esperanza de que las cosas están cambiando.

Mi mensaje es para los compañeros y compañeras que realizan las funciones de orientación educativa: debemos tomar las decisiones que consideramos adecuadas y justas. No nos dejemos vencer por las presiones a las que nos someten. Acostarse con la conciencia tranquila no tiene precio.

Gracias a Nacho Calderón Almendros, Alejandro Calleja Lucas, Paz Rodríguez del Rincón (tomé un pedacito de Luz en la finestra), Paula Verde Francisco con Mi mirada te hace grande, Carmen Saavedra desde Cappaces, Belén Jurado con sus aportaciones desde La Habitación de Lucía y tantas otras familias por ayudarme a cambiar mi visión y mi perspectiva y gracias por contribuir a construir una sociedad más inclusiva, más justa y más humana. GRACIAS.

Gracias también y especialmente a mi amiga y compañera de fatigas Ana Angulo, sin cuyo apoyo todo este proceso hubiese sido mucho más difícil.

Estos son los maravillosos dibujos de un niño que no ha tenido la suerte de encontrar a profesionales que respetaran sus derechos y le dieran su sitio en la escuela ordinaria, la escuela de TODOS.

Mi recuerdo para ti P., y un abrazo inmenso para tu madre, A.

Apoyo educativo fuera del aula

el refuerzo educativo de PT (pedagogía terapéutica) y AL (audición y lenguaje) deberían tener lugar dentro del aulaLa legislación de la inmensa mayoría de comunidades autónomas de nuestro país establece, respecto a las intervenciones del profesorado de apoyo, que estas deben desarrollarse en el aula ordinaria “y sólo podrán llevarse fuera de ella en casos excepcionales”. Si la legislación es tan clara y contundente al respecto, ¿por qué, entonces, se ha convertido la excepcionalidad en norma habitual? Al alumnado con necesidades educativas especiales se le saca continuamente y por sistema de su aula para recibir el apoyo de PT (Pedagogía Terapéutica) y AL (Audición y Lenguaje). Son innumerables los informes de expertos de países socialmente avanzados que denuncian que esta segregación estigmatiza al niño y obstaculiza su inclusión. Defienden que los avances académicos que se logran (igualmente alcanzables con ese apoyo dentro del aula) no pueden compensar, en modo alguno, la exclusión social y afectiva que esta práctica genera.

Segregación del niño y estigmatización social

El principal problema que, desde mi punto de vista, se deriva de las clases de apoyo/refuerzo, es el hecho de arrancar al niño del aula y segregarle del resto de sus compañeros. Lo cierto es, muchas veces, que son los propios padres de niños con necesidades educativas especiales los que abogan y luchan por conseguir que dichos refuerzos se realicen de forma aislada e individualizada. Disponer de un docente en exclusiva para un niño implica un esfuerzo económico importante para la administración y nuestra tendencia a interpretar que todo lo que supone esfuerzo (en términos económicos, de tiempo o de energía) por fuerza ha de ser bueno, nos impide ser conscientes de todo lo negativo que se deriva de esta estrategia. Cuando se saca a un niño de su clase, se le aparta de sus compañeros y se le recluye en otra aula, se están lanzando muchos mensajes a ese niño y al conjunto de la clase. Se le estigmatiza para siempre: se lo llevan “porque no es como nosotros”, “porque molesta y así nos deja trabajar”. Se multiplica su diferencia de tal forma, que impedirá que algún día lo puedan ver como a uno más.

Si resulta absolutamente imprescindible para trabajar con ese alumno, hacerlo de forma individualizada, ¿por qué la administración no se plantea trasladar esos apoyos fuera del horario lectivo? No implica un mayor esfuerzo económico: los medios materiales y humanos ya los tiene, tan sólo debe modificar el horario de trabajo de esos profesionales.

Obstaculiza parte del aprendizaje y origina inestabilidad

Está claro que cuando un niño abandona el aula, el resto de sus compañeros no se dedica a perder el tiempo, siguen aprendiendo algo de lo que se está privando al alumno a quien se segrega.

A esto hay que sumar el hecho de contribuir a la inestabilidad de ese alumno. Lo más probable es que sus características y sus limitaciones hagan más necesario que en ningún otro niño la necesidad de seguridad, rutina y estabilidad. El sacarle y meterle de clase continuamente no contribuye a ello en absoluto.

Ejemplo: La profe de AL viene a por Claudia para llevarla a otra aula y trabajar con ella. Cuando Claudia abandona el aula, sus compañeros están leyendo un texto de lengua. Ya sin Claudia en el aula, en el texto aparece la palabra Colombia y uno de los niños de clase comenta que sus padres son de allí y que ha pasado dos meses en ese país el pasado verano. La tutora aprovecha la coyuntura para animar a Esteban a que sitúe Colombia en el mapa y les hable a sus compañeros de su cultura, costumbres, gastronomía, etc. La clase se anima porque hay otro niño que ha nacido en Argelia y otra que acaba de llegar de Sevilla. Claudia regresa al aula pero se encuentra con otra clase muy diferente a la que dejó: todos están animados y entusiasmados, inmersos en un debate que Claudia no entiende. Está confusa y perdida y no puede participar de la actividad de la clase. Esta situación se repite todos los días para Claudia. Además de privarle del aprendizaje de ciertas cuestiones, esta situación contribuye a reforzar la idea de que Claudia no pertenece al grupo, está en él pero no forma parte de él, sólo comparte el mismo espacio físico y de forma discontinua.

Experiencia personal respecto a los apoyos

Mi marido y yo fuimos muy tajantes cuando se nos planteó la posibilidad de reforzar a Antón con el apoyo de un especialista en Audición y Lenguaje: si ese apoyo significaba sacar a Antón del aula, los posibles beneficios no iban a compensar en absoluto los perjuicios de arrancarlo de su clase. Tuvimos la gran suerte de que las terapeutas que lo atendían hasta entonces, tanto su logopeda como la especialista en Atención Temprana, nos apoyaron y fueron las primeras en insistir en que Antón permaneciera siempre dentro del aula.

Sería necesario que además de los informes técnicos, se empezará también a tener en cuenta la opinión de los padres y los datos que estos pueden aportar. Desgraciadamente, la mayoría de las veces ni se nos escucha. Resulta lamentable que la implicación de la familia se interprete como una invasión de competencias o como un cuestionamiento de la profesionalidad. No se trata de eso, sino de que entre todos completemos el puzle que nos permita conocer mejor a ese niño, para así evaluar las mejores estrategias y tomar las decisiones más acertadas en cada momento. Los niños tienen una vida en el cole y otra en casa, si no utilizamos la información de ambos ámbitos nunca seremos capaces de componer la imagen real y el único perjudicado será el niño.

Si en algún momento no queda otro remedio para avanzar con un niño que trabajar de forma individualizada y aislada, deberían buscarse otras alternativas como es el aplicar esos apoyos fuera del horario escolar, en el ámbito de las actividades extraescolares. Lo mismo que hay actividades extraescolares de contenido académico como: refuerzo escolar, técnicas de estudio, inglés, etc. debería incluirse aquí también la intervención en AL y PT. No debería ser tan difícil lograrlo porque, como ya he mencionado, no se requieren medios extras para hacerlo: el espacio físico (que es el cole) existe, el presupuesto económico para el salario del profesor sería el mismo, tan sólo habría que modificar su jornada laboral.

Diferencia Integracion Inclusion

Proposición sobre la reforma de las competencias del Auxiliar técnico educativo (cuidadora)

Función del auxiliar técnico educativo (cuidadora)En una entrada anterior reflexionaba acerca de la figura del auxiliar técnico educativo (cuidador) y sobre su papel en la escolarización de los niños con diversidad funcional. Las limitaciones de sus funciones, a causa de la escasa y nefasta reglamentación en torno a esta figura, conducen a un desaprovechamiento de estos profesionales e incluso a que se puedan convertir muchas veces en un elemento de aislamiento más que de integración. Urge una reforma de la normativa que permita aprovechar las inmensas posibilidades pedagógicas y sociales de estas personas responsables de nuestros niños.

En primer lugar, sería necesario dignificar la figura de la cuidadora, a veces denostada incluso por algunos compañeros del cuerpo docente, que pueden llegar a verla no tanto como un igual, sino como una especie de camarera del centro, asignándole funciones que poco o nada tienen que ver con asistir al alumno con discapacidad. Debería potenciarse esta figura de forma oficial y que su papel no quedase reducido a trasladar al niño de sitio o a su alimentación y aseo.

Es un profesional esencial en la escolarización del alumno con diversidad. El éxito o fracaso de su inclusión tiene mucho que ver con el grado de colaboración y complicidad que se pueda llegar a establecer entre el tutor docente y el auxiliar. Los cuidadores también deberían intervenir activamente respecto a las estrategias a llevar a cabo, hacerles partícipes de las reuniones internas o las mantenidas con la familia y tener en cuenta su pulso y sus opiniones, dada la gran cantidad de tiempo que pasan junto a ese niño. Los tutores cambian en cada ciclo pero, normalmente, los mismos cuidadores permanecen al lado de ese niño curso tras curso. Es por ello que llegan a conocer a ese alumno mejor que nadie en el centro, tienen la posibilidad de dar continuidad al trabajo iniciado el curso anterior e incluso orientar y asesorar al siguiente tutor.

Resulta necesario instar a la administración a que eleve de forma oficial el nivel de formación requerido para ocupar este puesto. En la práctica, la inmensa mayoría de quienes ejercen de auxiliar técnico educativo superan con creces la titulación mínima requerida y, hasta en ocasiones, la de los propios docentes. Es un personal enormemente preparado que se está desaprovechando de forma vergonzosa. Imagino que el obstáculo principal por parte de la administración reside en un problema de presupuesto puesto que, a mayor exigencia en la formación, mayor salario. El dinero siempre detrás de todo.

Asegurarles protección, cobertura y seguridad jurídica que impida que se inhiban o autolimiten: a veces estos profesionales no se arriesgan (o lo hacen con miedo) a realizar ciertas funciones que pueden exponer al niño a algún pequeño riesgo pero cuyos beneficios pueden ser infinitamente mayores y más reales que el hipotético peligro. Mi amiga Tere (maravillosa cuidadora y mejor persona) consideraba enormemente positivo para el niño que tenía a su cargo colocarle en el suelo durante el recreo, para que pudiera moverse con mayor libertad y facilitar la socialización con sus compañeros, aún a riesgo de que algún otro niño pudiera pisarle o golpearle. Decidió asumir ese riesgo porque aquel niño le importaba más que el miedo a una posible demanda por negligencia. Para la mayoría de niños con diversidad motriz, la hora del patio se limita a permanecer en la silla, viendo como juega el resto o dando paseos con la única compañía de la cuidadora.

Función del auxiliar técnico educativo (cuidadora)

Comunicación frecuente y fluida entre padres y auxiliar: en las reuniones periódicas que la familia mantiene con el tutor del niño y otros profesionales, como los especialistas en Audición y Lenguaje (AL) o Pedagogía Terapéutica (PT), debería participar también la cuidadora que, muchas veces, es quien mejor conoce al alumno, puede aportar sugerencias interesantes y participar activamente en la puesta en práctica de las medidas acordadas en esas reuniones para lograr una escolarización adecuada.

La administración debería facilitar a los auxiliares cursos de formación, tanto generales como específicos. A día de hoy, la formación depende de la voluntad y disposición del cuidador que se informa, documenta y asiste a cursos o ponencias por su cuenta y al margen de la administración. Es bastante evidente que resulta difícil poder atender a un niño de forma adecuada si se desconoce absolutamente todo sobre la condición que le afecta (parálisis cerebral, síndrome de Down, autismo, hiperactividad, sordera…) y también que las necesidades de ese alumno, así como los recursos y el enfoque pedagógico adecuados serán absolutamente distintos en función del tipo de diversidad.

Mi amiga Tere procuraba documentarse y asistir a cursos específicos cada vez que tenía a su cargo un niño nuevo con discapacidades distintas a sus anteriores alumnos. Asistió a todo tipo de jornadas y realizó cursos de formación en parálisis cerebral, autismo, lengua de signos, comunicación aumentativa, nuevas tecnologías, etc. No porque la administración o el centro así se lo exigieran, sino por dignidad personal y por amor a su profesión y a los niños que tuvieron la suerte de caer en sus manos. Seguramente llegó a estar más formada que la mayoría de docentes que ejercieron de tutores de esos niños. Yo misma me beneficié de forma particular de montones de recursos y materiales que Tere fue recabando en su periplo formativo y que me resultaron muy útiles para trabajar con Antón. Sé que hay muchas más Teres por el mundo, afortunadamente, pero esto no debería depender tan sólo de la integridad personal de ese profesional.

De todos modos, y a este respecto, resulta escandaloso que en la actualidad ni siquiera se potencie esa labor formativa entre los propios docentes. Así que entraríamos casi en el terreno de la ciencia ficción aspirando a que la reciban los auxiliares técnicos educativos.

La reformulación de las funciones de este profesional y el incremento de su formación permitirían que pudiera ejercer como una especie de auxiliar del profesor dentro del aula, para facilitar no sólo el avance académico del alumno con diversidad, sino también y sobre todo, su integración social efectiva. Con más frecuencia de la deseada, parece considerarse que el profesor es responsable de los niños de la clase, a excepción del alumno con discapacidad, que pertenece al auxiliar. Por una parte, se corre así el riesgo de que el tutor se desentienda de ese alumno en la confianza de que “ya está asistido”. Y, por otra, se incrementan aún más las diferencias que el resto de niños de la clase perciben respecto a ese compañero: no sólo funciona de forma diferente a ellos (muchas veces también con otro tipo de material y actividades) sino que, además, es responsabilidad de otro adulto distinto. Se crea entonces una especie de isla en la clase donde cuidadora y alumno están solos: el niño con discapacidad está en la clase, pero no forma parte de ella.

Esto se acaba extendiendo también a las actividades extraescolares fuera del aula y del centro. Es algo de lo que, desgraciadamente, he sido testigo demasiadas veces en mi trabajo como guía didáctica de grupos escolares en museos y exposiciones. Mi experiencia ha sido que, salvo en muy contadas ocasiones, el conjunto de la clase y el tutor iban por un lado y el alumno con diversidad y su cuidador, por otro. Imagino que ese centro se enorgullecería de ser un referente en integración. Repito una y mil veces: matricular a un alumno con discapacidad en un centro educativo ordinario no equivale a lograr su integración escolar y mucho menos su inclusión social. Hasta que no seamos conscientes de esto, lo detectemos y lo analicemos, no seremos capaces de poner en marcha medidas y estrategias para hacer de la inclusión algo real.

Si el cuidador ejerciera como auxiliar del profesor, no sólo respecto al alumno con diversidad sino ocupándose también del resto de niños de la clase, el docente podría disponer de más tiempo para atender a ese alumno, para conocerle mejor y para discurrir y ensayar estrategias de cara a su formación académica y a su inclusión social. Este nuevo enfoque serviría, al tiempo, para que el resto de niños de la clase percibieran que el auxiliar no está allí sólo por ese niño, sino para ayudarles a todos. Se limarían diferencias a ojos de los niños. Evidentemente, las diferencias están pero lo que no debemos hacer es resaltarlas y magnificarlas, tal y como sucede con la forma de abordar la discapacidad que existe hoy en día en nuestras escuelas.

La del cuidador es una figura tremendamente importante y uno de sus objetivos principales debería ser pasar desapercibido, por dos razones: 1) el niño a su cargo no puede acabar convencido de que necesita permanentemente de ayuda 2) el resto de niños (sobre todo a medida que van creciendo) rehuyen la presencia de adultos en momentos de ocio como el patio.

Otra de las funciones más importantes del auxiliar debería ser la de promover la autonomía del alumno con diversidad (buscando recursos y estrategias alternativos) y, al mismo tiempo, potenciar la colaboración activa de sus compañeros, favoreciendo que asistan a ese niño en aquellas tareas en las que tuviera mayores dificultades. Esto, por una parte, favorece el contacto continuado con sus compañeros y, por otra, permite que esos niños puedan conocer de primera mano las dificultades que su compañero debe vencer. No se trata de mostrarles sus debilidades, sino todo lo contrario: sus fortalezas, la lucha y esfuerzos diarios de ese niño por alcanzar metas que al resto les han sido dadas de forma innata y cómoda. Al mismo tiempo, traslada a los niños la idea de que “todos necesitamos de todos”. Un buen docente (y un buen padre) debería fomentar la colaboración entre los niños y la ayuda mutua, no la competitividad. Desgraciadamente, a menudo abusamos demasiado del “tienes que hacerlo tú solo” o el “supera al resto”. O nos vamos al extremo contrario y lo hacemos nosotros por ellos porque de esta forma ahorramos tiempo, energía y conflictos. Deberíamos enseñarles a ser lo más autónomos posibles, dentro de sus posibilidades, pero dentro del convencimiento de que no somos autosuficientes y de que es legítimo recurrir a la ayuda de nuestros iguales.

Resumen de lo que deberían ser las funciones del auxiliar, al margen de los cuidados básicos (movilidad, aseo y alimentación) del alumno con diversidad: promover la autonomía del niño, potenciar la colaboración y el contacto con sus compañeros y pasar lo más desapercibido posible. Es por ello que resulta tan necesario potenciar las competencias y la formación de estos profesionales, para que sepan cómo “hacerse invisibles”.

Resulta evidente que cada uno de nuestros niños tiene unas características específicas, diferentes y únicas y, desgraciadamente, la administración debe legislar de forma genérica, lo cual, imagino, hace enormemente difícil la regulación oficial  y adecuada del auxiliar técnico educativo. ¿Cómo se podrían regular sus atribuciones? ¿en función de la discapacidad concreta de cada niño? Esto no parece muy efectivo, a la vez que reduce la personalidad de nuestros niños a su diagnóstico concreto y ellos son mucho más que su discapacidad. Tienen personalidades, entornos sociales y circunstancias vitales enormemente diversas que los hacen diferentes unos de otros aunque compartan el mismo diagnóstico. Si conseguimos que la administración elabore un nuevo proyecto en este sentido, está claro que no puede quedar limitado a un sólo párrafo (!!) como ocurre con la legislación actual. Esa pobreza legislativa es un reflejo del menosprecio al papel del auxiliar técnico educativo (y por extensión a nuestros niños) y de la nula implicación de la administración para lograr una integración escolar digna.

Esto es lo que dice la legislación respecto al Auxiliar Técnico Educativo: BOE núm. 288, 2 de diciembre de 1994, pág. 37007

b) Auxiliar técnico Educativo (Cuidador): Es la persona que estando en posesión del título de Graduado Escolar o equivalente, presta servicios complementarios para la asistencia y formación de los escolares con minusvalía, atendiendo a éstos en la ruta escolar, en su limpieza y aseo, en el comedor, durante la noche y demás necesidades análogas. Asimismo colaborarán en los cambios de aulas o servicios de los escolares, en la vigilancia personal de éstos, en las clases en ausencia del Profesor como también colaborarán con el Profesorado en la vigilancia de los recreos, etcétera, de los que serán responsables dichos Profesores.

Y ya está…

 

OLYMPUS DIGITAL CAMERAGracias Tere, por aportarme en su día los datos e ideas que me ayudaron a elaborar este texto que, por desgracia, ya no podrás leer. 

Nuestra Tere, la mejor cuidadora del mundo-mundial y una de las personas que más falta hacían en él. 

Siempre con nosotros

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Función del Auxiliar técnico educativo (cuidadora)

función del auxiliar técnico educativo, cuidador, cuidadoraEl título de esta entrada hace referencia a “la cuidadora”, en femenino. Utilizo este género porque en el 90% de los casos (o más) son mujeres quienes desempeñan este papel y se me hace difícil usar el genérico.

El niño con diversidad funcional tiende a constituir una isla junto a su cuidadora, hasta tal punto que, en ocasiones, pareciera que les rodea una burbuja invisible que los aísla e incomunica del resto (tanto alumnos como profesores y otros adultos del centro). Legalmente, las funciones de las cuidadoras son muy limitadas y reducen su papel al de “cuidadoras de un cuerpo” (traslado, alimentación, control de esfínteres…) y, salvo excepciones, no se les suele hacer partícipes de otras funciones pedagógicas y lúdicas cuando en muchos, demasiados casos, acaban siendo ellas las responsables absolutas de ese niño.

Algunas, demasiadas veces también, tutores, orientadores y dirección del centro acaban poniendo a ese niño en manos casi exclusivas de la cuidadora. Una cuidadora cuya función legal, insisto, se limita a atender las necesidades físiológicas de ese niño: lo traslada de sitio, lo alimenta y lo mantiene limpio y seguro. ¿Y el resto de necesidades de ese niño, especialmente las afectivas?

Lamentablemente también, en ocasiones la actitud de algunos padres, que confunden cuidado y atención con protección física, puede dar pie a este proceder del centro. Yo, personalmente, prefiero arriesgarme a que mi hijo se caiga o sufra alguna pequeña agresión de otro niño (como les ocurre a la mayoría de sus compañeros), a que esté siempre físicamente seguro bajo la mirada de un adulto. Para muchos centros y profesionales, este tipo de demandas acaba actuando como coartada para impedir cualquier actividad que ponga en riesgo la seguridad de ese niño y pueda dar lugar a quejas e incluso denuncias por parte de la familia.

Normalmente, los padres respiramos aliviados cuando la administración asigna un cuidador para nuestro hijo, sobre todo si es de forma exclusiva, sin ser del todo conscientes de que es un arma de doble filo. A veces, lo que ganamos por un lado con esa figura, podemos arriesgarnos a perderlo por otro. La imagen de un patio donde una mayoría de niños juega y se relacionan, mientras la minoría con diversidad está agrupada a parte junto a sus cuidadores, es de las imágenes que mayor tristeza me provocan. Es la imagen del fracaso de la inclusión. Lo mismo que esa otra donde los niños con discapacidad acceden al aparcamiento de autobuses, a la fiesta de Carnaval o cualquier otra celebración del centro por un lado y con su cuidadora, mientras sus compañeros de clase (su grupo natural) va con el tutor por otro.

En los primeros cursos en el cole, se buscaron estrategias para evitar la segregación de Antón no sólo en el aula, sino también fuera de ella. Siempre que era posible, se desplazaba por el colegio junto con el resto de su clase, fomentando incluso que fueran los propios compañeros, y no la profesora ni la cuidadora, quienes empujaran su silla (tarea que se acabaron disputando) y cuando resultaba imprescindible que utilizara el ascensor, siempre lo hacía acompañado por algunos de sus compañeros (turnándose en esta labor que se acabó convirtiendo en privilegio).

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Volviendo al patio y al recreo, constituye el único (y breve) momento de la jornada escolar en que los niños no están bajo el escrutinio, la mirada y la normativa de un adulto. Digamos que es su “momento de libertad”. ¿Alguien se ha parado a pensar que quizás la causa por la que el resto de niños “ordinarios” no se acercan a su compañero con diversidad sea precisamente porque está junto a un adulto? Deberíamos plantearnos si esa sombra adulta puede actuar más como elemento disuasorio que inclusivo en determinadas circunstancias. Y cuando ejerce una función integradora (iniciando juegos, animando al niño que cuida a que se relacione fuera de ese círculo, etc.) se produce por iniciativa personal de ese profesional, porque la administración no contempla esa labor entre sus funciones, ni reciben formación en este campo. Y, lo más importante, no cuentan con respaldo ni protección legal para un papel tan delicado.

Este aspecto muchas veces disuade de ir más allá de sus funciones a muchos de esos profesionales. Conozco situaciones cercanas de auxiliares muy afectados porque el niño a su cargo ha sufrido un accidente bajo su cuidado. Yo he perdido la cuenta de las veces que Antón se ha caído estando yo a su lado. La mayoría de las veces sin grandes consecuencias pero otras, desgraciadamente, teniendo que salir corriendo a urgencias con él en brazos. ¿Soy una mala madre por ello? En esos momentos así lo siento, pero cuando la tensión pasa y el peligro se supera, me sereno y vuelvo a ser consciente de que no es bueno para mi hijo que yo esté permanentemente a su lado, que no le permita tener iniciativa o que lo haga todo por él. Los niños sin discapacidad también se caen y sufren accidentes. Forma parte de lo que significa vivir y no deberíamos dejar que el temor nos lleve a educar niños inseguros e incompetentes.

Es indudable que el de auxiliar técnico educativo es un trabajo sometido a gran presión y no se les puede culpar si no asumen iniciativas que impliquen el mínimo riesgo físico para el niño. No es responsabilidad de estos profesionales, sino de la pobre legislación respecto a esta figura y de la sobreprotección enfermiza de algunas familias que nos acaba pasando factura al resto. Especialmente en esta sociedad tan loca que ha acabado judicializándolo todo.

Todos somos responsables de esta situación. Todos excepto el propio niño que es quien sufre las consecuencias, fundamentalmente emocionales y psicológicas, al ver su vida escolar reducida, muchas veces, a un submundo paralelo poblado tan sólo por él y su cuidadora.

Antón ha tenido la inmensa suerte de estar en manos de profesionales a quienes les ha preocupado más su inclusión y su felicidad que el riesgo de meterse en problemas. No hay palabras para agradecer algo así.

Gracias inmensas Alexia y Ofelia, por cuidar de mi enano como si fuera vuestro.

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