Que el diagnóstico no tape a tu alumno

En un post anterior hablaba de la necesidad de utilizar la metodología y herramientas adecuadas -las que se adapten a la forma de funcionar de cada alumno- para no convertir el aprendizaje de muchos niños y niñas en una tortura que, además, les lleve a resistir y desistir en dicho proceso.

En aquella entrada hablaba de nuestra experiencia en Educación Primaria. Hoy voy a abordar una de las experiencias de nuestro paso por Secundaria.

Ya he comentado anteriormente que las dificultades de mi hijo respecto a la motricidad fina le impiden poder escribir a mano y que necesita hacerlo mediante un teclado. Así que las principales dificultades con que se encontró Antón en esta nueva etapa de su escolarización obligatoria fue respecto a las matemáticas. A la complejidad de entender la materia se añadió la dificultad de ejecutar las operaciones en los ejercicios y, especialmente, en los exámenes. Os podréis imaginar lo tremendamente difícil que resulta realizarlo con un procesador de textos y empleando un solo dedo. Su esfuerzo, su trabajo, su aprendizaje nunca se reflejaban en las pruebas que decidían si había alcanzado o no lo que el sistema exigía y que determinaban casi la totalidad de la nota final.

Durante la etapa de Educación Primaria se había encontrado con la misma dificultad, pero se había solventado gracias a la asistencia de su profesora de Pedagogía Terapéutica (PT). Sus tutoras (a excepción de una de las que tuvo) programaban el examen de matemáticas coincidiendo con la hora en que esta profesora de apoyo entraba en el aula. Antón le dictaba las respuestas y ella escribía por él.

El profesor de matemáticas en su primer curso de ESO nos transmitió en una reunión que era consciente de que Antón sabía más de lo que demostraba en los exámenes, pero que se veía sin recursos para solventar el problema. Yo le había planteado a la PT al inicio de curso la posibilidad de que le diera apoyo a Antón en los exámenes de matemáticas de la forma en que se había hecho en Primaria, pero su respuesta fue que resultaba imposible tal y como estaban organizados los horarios. Que era muy difícil que pudiera coincidir el examen con la hora que tenía asignada en ese aula. Dado que era nuestro primer curso allí y no quería que me pusieran la etiqueta de madre conflictiva nada más poner un pie en el centro, no insistí. Y Antón nunca pudo demostrar en los exámenes lo que realmente sabía.

El curso siguiente fue todavía peor. La nueva profesora de esa materia tenía una mirada y una actitud tan absolutamente capacitistas respecto a Antón, que di por imposible todo tipo de colaboración y ni siquiera comunicación con ella. Vio a Antón (lo vio, no lo miró) y lo primero y único que debió pensar fue que qué demonios pintaba aquel niño en aquel centro, en aquella clase y sin adaptación curricular. No le dio jamás la menor oportunidad. Tampoco ayudó la nueva PT con la que Antón no tenía la menor sintonía y que sólo sabía decirle que hiciera las cosas más rápido. Como si sus tiempos fueran una cuestión de voluntad.

Aquel curso hubo incluso una sustituta de esta PT que por no molestarse, ni siquiera se molestaba en sentarse junto a él cuando entraba en clase a hacer el apoyo. Se quedaba de pie junto a la puerta. Si a quien lea esto le deja atónito, no voy a contar cómo me dejó a mí. Llegué a dudar de lo que me contaba mi hijo y tuve que confirmarlo con el testimonio de un compañero de clase. Lo inconcebible no era sólo el hecho de que no hiciera nada y permaneciese toda la clase de pie junto a la puerta, sino que la profesora de matemáticas no hiciera nada por corregir esta situación. Pero claro, no era precisamente la persona que más confiaba en la capacidad de Antón para aprender la materia. No sé si le había contagiado su mirada o aquella sustituta ya la traía puesta.

Aquel curso había decidido, casi nada más iniciarse, que ya no podíamos más, ni mi hijo ni yo. El curso anterior había sido tan agotador que yo estaba completamente sobrepasada. Sólo pensar en otra nueva ronda de conversaciones con los nuevos profesores… en toda la energía necesaria para convencerles de que vieran a Anton y no a un síndrome… me generaba una angustia paralizante y aquel curso no me sentía con fuerzas para seguir resistiendo y disintiendo. Así que ni siquiera llegué a hablar con aquella profesora de matemáticas ni con aquella PT, que ni un sólo día le dio a mi hijo el apoyo por el que le pagaban. A día de hoy sigue pareciéndome increíble que se hubiera producido aquella situación, que hagamos el esfuerzo como sociedad para emplear a una persona en un centro educativo para que se quede de pie junto a una puerta.

Aquí surge otra cuestión respecto a los profesores de apoyo en Secundaria: que muchos no están preparados para dar apoyo a alumnos que siguen el currículo ordinario y no tienen adaptaciones curriculares. Esto es especialmente sangrante en materias como matemáticas o física y química. Y esa creo que es la explicación a la nula calidad de las PTs y profesoras de refuerzo educativo que ha tenido mi hijo en esta etapa: que estaban preparadas para enseñarle a restar con llevadas, pero no para resolver ecuaciones de segundo grado.

Y seguramente sea también la razón por la que para cierto alumnado (ese al que se le pone la pegatina de “necesidades educativas especiales”) no se plantee otra estrategia que la adaptación curricular significativa. Su diagnóstico les adjudica de manera automática un techo para sus aprendizajes. Y así, se les tiene curso tras curso realizando las mismas fichas que llevan haciendo desde que pusieron un pie en la escuela: colorea de rojo los círculos y de azul los cuadrados, repasa los números, 2 + 2, 6 — 3, rodea con un círculo las prendas de invierno, ma me mi mo mu…

Recientemente me compartía una compañera que a su hijo, que cursa 1º de ESO, le habían mandado unas fichas para trabajar su “pésima caligrafía”. Y las fichas de marras contenían frases como: “Isa – sapo – sopa. Susi pasea. Susi asea a su oso. Mi mamá me ama. Mi tita toma tomate. moto – pito – tele – pato. Pepa toma té. Mamá pela la patata.

¿De verdad no hubiera sido posible incluir en ese trabajo frases que no atentaran contra la dignidad de un chico de trece años? ¿En un curso donde ese alumno está estudiando las partes de la célula eucariota o las características de los textos argumentativos, no era posible haber ideado otro tipo de frases? ¿A algún otro de sus compañeros o compañeras no nombrados por la discapacidad se les infantilizaría de esa manera?

Ya no entro a analizar la necesidad de martirizar con el tema de la caligrafía a ciertos alumnos con enormes dificultades motrices, cuando la tecnología nos ha regalado ordenadores y teclados que permiten que ese alumnado se centre en el contenido de lo que escribe y no en la estética de lo escrito. Me parece algo tan absolutamente demencial, que me sigue impresionando curso tras curso la cantidad de compañeras que tienen a sus hijas e hijos sufriendo por este tema.

Volviendo a la incapacidad de los profesores de refuerzo y de pedagogía terapeútica -qué escalofríos me produce esa denominación, ese adjetivo que señala y medicaliza- que no han sabido ayudar a mi hijo a resolver ecuaciones, yo tampoco sabía hacerlo. Con la diferencia de que yo debería ejercer de madre-madre y no de madre-profesora. Con dieciséis años escapé a letras puras para poder decir adiós para siempre a las matemáticas. Y, sin embargo, tuve que volver a ellas para enseñar a mi hijo el aprendizaje que el sistema le negaba. Su derecho a aprender. Así que tuve que aprender a resolver operaciones combinadas, descomponer números, averiguar el mínimo común múltiplo y el máximo común divisor, operar con potencias y con fracciones… Pero profesionales más jóvenes que yo y formados específicamente para dar apoyo a alumnado con dificultades de aprendizaje, no estaban capacitados para ello. Para enseñar matemáticas de 7º y 8º de EGB. Porque quiero recordar que los dos primeros cursos de la actual ESO (Educación Secundaria Obligatoria) equivalen a los dos últimos de la antigua EGB (Educación General Básica).

Bien, no pasa nada, ya se lo enseñamos en casa. El primer curso lo asumí yo y los siguientes, profesores particulares que pudimos permitirnos contratar. Porque yo ya no podía más y tampoco Antón podía más conmigo. No sólo eso, quería saber si realmente era yo la que “veía más capacidades en Antón de las que realmente tenía”, tal y como le había comentado un profesor a otro en ese segundo curso, o al menos eso fue lo que nos comentó en una reunión ese segundo profesor para justificar todo lo que no le enseñaba a nuestro hijo. Así que fue como contratar a una agencia de control de calidad: ahí tenéis a Antón, decidme si es capaz o no de seguir el currículo oficial ordinario. Y coincidieron en que sí. No sólo eso, sino que se indignaban tanto como yo con cada suspenso en Física y Química y Matemáticas que eran las materias que le impartían. En la primera materia eran suspensos raspados (4 ó 4,5) pero acabó superando la materia en septiembre y con un 6. Pero es que en Matemáticas no pasaba del 2 con aquella profesora que permitía que la PT se quedara junto a la puerta.

Así que le enseñamos en casa pero, ¿de qué valió si luego no pudo demostrar en el examen lo que sabía? Si tenía que someterse a la tortura de ejecutar ejercios de matemáticas en un archivo de word. Haced la prueba: intentad resolver una ecuación o cualquier otro ejercicio de matemáticas en un procesador de textos, para entender la pesadilla que supone. La energía y el tiempo que requieren la ejecución, apenas deja nada para dedicar a su resolución.

Imagen de la pantalla de un ordenador con un texto de word donde se está resolviendo una ecuación.

Lo único que tenía que haber hecho aquella profesora era haberle facilitado la ejecución del examen, pero ni en eso se molestó. Porque nunca se le pasó por el pensamiento que Antón pudiese hacer algo.

Adiosgracias aquella señora se fue del centro y el siguiente curso apareció un profesor de matemáticas nuevo y también una nueva PT. Y aquel profesor vio enseguida el potencial de Antón y que “sabía de qué iba aquello” (casi me echo a llorar cuando le escuché esta frase), que tenía nociones, sino extradordinarias sí básicas de su materia y que por supuesto merecía la misma oportunidad de aprender que el resto de sus compañeros y compañeras.

También la nueva especialista de apoyo se molestó en conocer a Antón, en llegar a él, en crear un clima de confianza y cariño con él. Y no sólo eso, sino que dominaba (o aprendió a dominar) el currículo que exigía la asignatura aquel curso. Y, rizando el rizo, obrándose el milagro de los milagros, el profesor y la PT se dieron cuenta de las extraordinarias dificultades de Antón para hacer el examen y decidieron que los realizaría con el apoyo de esa profesora: Antón se podría centrar en resolver los ejercicios y la PT escribiría lo que él le dictaba. Aquellos dos profesionales demostraron que no era tan difícil, que no hacía falta reorganizar todo el cuadro del horario del profesorado como se alegaba el primer curso. Era tan sencillo como esto: programar el examen de matemáticas en el día y hora que tenía asignada la PT. Porque, ¿qué más daba hacer el examen un martes que un viernes?

Y todo cambió. Y Antón empezó a dejar de decir que era malo en mates porque así se lo habían hecho creer (ya sabemos del poder de la indefensión aprendida). Y Antón no sólo aprobaba matemáticas, sino que lo hacía con un 6.

Así de sencillo era. Pero duró poco. Exactamente hasta el 13 de marzo de 2020 en que el dichoso coronavirus les mandó a todos a casa.

Pero F. y R. quedarán para siempre en nuestro albúm de buenos recuerdos de la escuela como ejemplo de que lo único necesario para enseñar a un alumno como Antón es verle a él, ver su humanidad y no una etiqueta médica andante. Ver en él exactamente la misma potencialidad que en cualquiera de sus compañeros y compañeras. 

Lo único necesario en este caso de éxito que hoy comparto, fue que llegaran al centro personas que le quitaran de encima ese techo que, en el caso de Antón, no era de cristal sino de cemento.

Autor pictogramas: Sergio Palao. Origen: ARASAAC. Licencia: CC (BY-NC-SA). Propiedad: Gobierno de Aragón (España)

Cómo afecta a la Escuela la falta de cultura inclusiva en la sociedad

Irene Tuset, desde su triple mirada como madre, profesora y formadora de docentes, nos ofrece este análisis tan lúcido sobre la educación del alumnado con diversidad funcional en las escuelas:

«Voy a aportar mi visión como madre de un niño con Síndrome de Down, como profesora de matemáticas de secundaria de un centro público de Madrid y como profesora de Didáctica de las Matemáticas a futuros maestros.

Por un lado, es completamente cierto que tenemos un sesgo social profundamente enraizado que tiende a renunciar a enseñar al individuo cuando no creemos que pueda llegar a la media estándar, porque lo consideramos un trabajo baldío. En el fondo, lo vemos como un proyecto fallido. No nos damos cuenta de que enseñar a ese niño para que llegue al 3, es muchísimo mejor que no enseñarle nada. Todo ese aprendizaje es un tesoro tan valioso como cualquier otro. Sin embargo, lo hacemos, renunciamos.

Cuando vemos que nunca va a aprender a hacer ecuaciones o un comentario de texto, nos parece que para qué le vamos a enseñar nada. No nos ocurre lo mismo en otros ámbitos como la medicina. No escuchamos decir a un médico: “No voy a curarle porque es muy difícil, no me han dado la suficiente formación y tengo muchos otros pacientes a los que sí puedo curar. Mejor que se lo lleven a otro sitio, donde no le curarán pero me quitarán el problema de encima”. No. Tampoco le escuchamos decir: “Yo, del bisturí láser nada! Es que yo y la tecnología… Soy analógico. Mejor opero con un cuchillo jamonero”. Porque lo cierto es que existen recursos tecnológicos maravillosos que pueden resolver muchísimos problemas de eliminación de barreras al aprendizaje y nadie se interesa en aprenderlas. Nunca es nuestra prioridad. Haría falta una profunda reflexión sobre los motivos causantes de esta inercia reconocida por muy pocos.

Además, los docentes somos fruto de la sociedad en la que vivimos, poco o nada inclusiva, por lo que no nos sentimos motivados a esforzarnos por los alumnos con mayores necesidades. Solemos dejar los grupos con alumnado con necesidades específicas de apoyo educativo a los profesores más novatos, a los que han llegado los últimos (que suelen ser, además, los que tiene menos recursos didácticos). Nos parece una tarea ardua y casi siempre frustrante porque no sabemos cómo hacerlo y no vemos resultados a corto plazo. Los equipos directivos no supervisan ni presionan con los resultados (cosa que sí ocurre con el resto del alumnado). La inspección no viene a visitarte si suspenden todos o sacan sobresaliente todos (poco les importa). Nadie evalúa el trabajo de los docentes y PTs con los alumnos con necesidades (si no aprenden es porque han tocado techo, porque ya no llegan a más, nunca porque los docentes no están realizando adecuadamente su trabajo, que digo yo que habrá de todo). 

La formación del profesorado es terriblemente deficiente, porque la formación de los profesores de facultad en este campo es también terriblemente deficiente. Tal cual lo digo. Porque para aprender hay que remangarse y ponerse manos a la obra, no sólo leer artículos. Hay que observar, probar, equivocarse, volver a probar, intercambiar ideas y experiencias, volver a probar… y finalmente aprender. Entonces ya estás listo para enseñar a otros docentes. 

Efectivamente, somos las familias las que finalmente nos remangamos, probamos, aprendemos y acabamos siendo los que enseñamos a los profesores de nuestros hijos. Si hay suerte se dejarán enseñar, pero no siempre ocurre. A las profesoras de Andrés les he enseñado yo cómo adaptar materiales, cómo trabajar con él, cómo comunicarse… Incluso les he mandado modelos de examen para que vieran cómo evaluar sus conocimientos de acuerdo a sus características cognitivas. Estoy encantada con las que han tenido la lucidez y humildad de darse cuenta de que esa información ha sido un verdadero tesoro que les ha servido a ellas para mejorar en su trabajo y a Andrés para aprender mucho más de lo que nunca hubiesen imaginado. Porque esa es otra cuestión: si no se aprende de la manera estándar… entonces eso no es aprender. Tenemos mucho que mejorar, pero estamos tan lejos de verlo que parece que hablásemos lenguajes diferentes. 

Dicho todo esto, la situación de los profesores, de la educación, la falta de recursos, el que tengamos que convivir con las consecuencias de la terrible brecha socioeconómica, los problemas de conducta, las carencias tecnológicas, la masificación… hace que el trabajo dentro del aula sea muy duro. Muchísimo. Por lo que necesitamos que se nos mime, se nos respete, se baje la ratio, se nos escuche cuando expresamos nuestras necesidades, se mejoren las infraestructuras de los centros para dignificarnos a nosotros y nuestro alumnado, que se nos deje tomar decisiones, que nos den formación de calidad, que se valore y reconozca nuestro esfuerzo y buen hacer, que los apoyos dentro del aula sean de personal cualificado, que no sólo se premie la excelencia sino que también se cobre más por enseñar a niños con necesidades educativas (los profesores de bilingüismo y excelencia cobran más), que nos den recursos tecnológicos de calidad y nos enseñen las posibilidades que tienen… ¡¡Tantas cosas!! Que, efectivamente, la solución no es decapitar a los profesores (sin dejar de recordarles cuál es su función), sino comprender que es una muestra más de la falta de cultura inclusiva circundante, y apostar por un cambio estructural, potenciar un giro en la sensibilidad social ante la educación inclusiva, de concienciación, de arriba a abajo, desde las consejerías de educación, para que de manera natural se produzca el cambio de mirada y se transformen las escuelas.»

No hay accesibilidad sin respeto a los demás

Hoy he visto a la dependienta de la panadería de mi barrio ayudar a un cliente con discapacidad a cruzar el paso de cebra que hay frente a su establecimiento. ¿Por qué? Porque son demasiados los que no respetan el límite de velocidad en ese punto y todos los que allí vivimos tememos ese cruce. Especialmente desde que hace algunos años murió allí atropellado un vecino.

Esa persona, desempleada y desocupada, a quien imagino que su familia encarga cada día ir a por el pan para que le ayude a sentirse útil, no puede ser independiente y autónoma en este sencillo recado por todos esos impresentables emuladores de Fernando Alonso.

Tampoco mi hijo, y por lo mismo, puede disfrutar de todas las posibilidades de autonomía e independencia que vivir en un pueblo pequeño ofrece, ya que cruzar ese paso es imprescindible para poder moverse. Y las otras dos opciones disponibles son igual de negras que este punto.

Así que ojalá las autoridades competentes coloquen unas bandas más altas que el muro de Berlín (ya que a ese perfil de impresentable le preocupa más el estado de sus ruedas que las vidas humanas ajenas) y un radar permanente (que les joda todo el dinero posible en multas).

Un peatón debería poder cruzar un paso de cebra con los ojos cerrados. Quien debe pasar con extrema precaución y un pie en el freno son los conductores.

La accesibilidad no la proporciona el colocar un paso de cebra. La accesibilidad es, sobre todo, el respeto a las normas y el pensar en los demás. Especialmente en quienes no tienen la misma movilidad y reflejos que quien lleva el pie en el fondo del acelerador.

Apanxonados

Antón regresó hace unos días de un campamento. Iba acongojado. Y no me extraña. Hay que ser muy valiente para irte de casa diez días a convivir con completos desconocidos, cuando tu autoestima está tan lastimada que incluso eres incapaz muchas veces de mirar al camarero en un bar para pedirle la bebida y lo haces a través de tu madre, tu tío o quien tengas a mano de tu confianza.

Lo dejamos allí después de un viaje de casi dos horas en el que no abrió la boca. Seguramente por esa mezcla de angustia, miedo e incertidumbre. El chico que recogimos diez días después no podía ser una persona más feliz y desinhibida 😊

La tarjeta donde los monitores le habían dejado mensajes de despedida me dio ese día ciertas pistas. Él estaba tan triste y tan de bajón porque el campamento había finalizado, que tampoco quiso hablar durante el viaje de vuelta.

“Eres un artista, Antón, jamás olvidaré tu sonrisa. Nos queda pendiente una partida al Catán.” A.

“Muchas gracias por haber sido un acampado tan genial. Nos escribiste un discurso de despedida super bonito y espero estar en el reparto de tu próxima obra.” A.

“Lucha por tus sueños Antón, te quiero ver triunfar.” S.

“Te seguiré fundiendo al virus. Un abrazo grande crack.” H.

“Eres un grande. No cambies.” A.

“Sigue siempre así de alegre y participativo. Nunca te avergüences de nada, porque eres un chico FANTÁSTICO. Gracias por tus sonrisas.” M.

“Antón, persigue tus sueños. Espero verte en la gran pantalla porque el mundo tiene que conocer tu talento. Te quiero.” L.

“El mundo te depara muchas cosas geniales, ve a comértelo entero y sigue con esos juegos de mesa.” R.

“No dejes nunca de brillar. Eres una persona increíble. Gracias por tanto Antón. Ojalá nos volvamos a encontrar y bailar el Moombathon.” L.

“De X para Antón: contigo aprendí más de lo que tú pudieses haber aprendido de nosotros. Eres la caña.” X.

 

Lo sé. Sé que en las tarjetas de despedida, como en las de cumpleaños o las dedicatorias de los libros, sólo se escriben las cosas bonitas. Pero conociendo como conozco a mi hijo, yo sé que esas palabras no pueden ser más sinceras y que están escritas desde el corazón. Porque han podido convivir con él durante diez días, lo que significa que han podido conocerle. Y os aseguro que cualquiera que pudiera y quisiera conocer a Antón, pensaría y sentiría exactamente lo mismo que esas chicas y chicos.

Como estoy igualmente convencida de que lo harían sus profesores, si dispusieran del tiempo necesario para conocerle y entenderle. Y hablo de “entenderle” no sólo en sentido figurado, sino también literal. Porque hablando con Antón una media de una hora en todo el curso (que es para lo que da de sí el sistema en secundaria en el caso de un alumno de sus características), resulta imposible llegar a entender su forma de fonar.

Si quisieran conocerle y dispusieran, además, del tiempo necesario para poder hacerlo, dejarían de ver una etiqueta y acabarían viendo, por fin, al ser humano maravilloso e increíble que está encerrado dentro de esa inseguridad y baja autoestima que provocan una forma no normativa de hablar y moverse.

Seguramente esto aplica también para el resto del alumnado. Y también en sentido inverso: que los alumnos pudiesen conocer a su profesores. Si docentes y alumnos pudiesen disponer del tiempo y el tipo de actividades que permitieran conocerse unos a otros, estoy segura que la práctica de la docencia sería muy distinta. Unos dejarían de ver expedientes académicos y otros señoras y señores que se turnan entrado en clase para explicarles los contenidos que marca el currículo cada curso.

Unos podrían saber que ese niño introvertido, que apenas habla o interactúa en clase, vive el mundo del espectáculo con la misma pasión que otros compañeros el fútbol. Que no sólo odia la comida rápida, sino que es un sibarita de la buena mesa, aunque su peso parezca indicar lo contrario. Descubrirían que a pesar de estar siempre sólo en los recreos, no puede ser un ser más sociable y ávido de compañía. Que tras esa aparente seriedad con la que se le ve por los pasillos, se esconden un ingenio y un sentido del humor extraordinarios.

Al igual que sería también estupendo que el alumnado descubriera que detrás de la profe de Biología no sólo hay una persona de la que depende su aprobado o su suspenso, sino una persona a la que le apasiona la música y que forma parte de un coro de gospel, con la que pueden comentar muchas series que tienen en común y que si hay temporadas en que no es capaz de esbozar una sonrisa en clase, no es porque no le guste enseñarles o estar con ellos, sino porque está pasando por el trance de acompañar a su madre en un desolador proceso de deterioro cognitivo que le resta toda la energía.

La escuela, especialmente en Secundaria que se convierte en un trasiego de personas entrando y saliendo de clase, no da el tiempo, el espacio ni el sosiego necesarios para permitir que convivan seres humanos en las aulas. No deja otro tiempo, espacio y urgencia más que para la convivencia entre examinadores y examinados.

Ojalá podamos repensar esa escuela y construir otra en la que la humanidad sea la columna vertebral del currículo.

*Nota: El título del post es un juego de palabras. El lugar donde se desarrolló el campamento se llama Panxón y apaixonado significa apasionado en gallego, así que los campistas se autodenominaron apanxonados. Y yo, cazapalabras vocacional, me voy a quedar con este maravilloso calificativo para siempre jamás.

Apanxonados: dícese de las personas extraordinarias que quieren y consiguen conocer al ser humano que hay tras “el otro”.

Adaptar no es ayudar

Adaptar no es ayudar. Es JUSTICIA.

SOBRE “TECNOLOGÍA”

Dice Genís Roca que «llamamos tecnología al conjunto de conocimientos técnicos que permite a la humanidad una mejor adaptación al medio ambiente (…) La agricultura es una tecnología (…) pero con el tiempo la palabra “tecnología” ha quedado reservada para referirnos sólo a lo más novedoso, y la descartamos para referirnos a aquello cuyo uso ya hemos normalizado, como por ejemplo la agricultura. Como bien explica Alan Key, si lo llamamos “tecnología”, es posterior a nuestro nacimiento.» (Los nativos digitales no existen, 2017)

SOBRE “ADAPTACIONES”

Todos, absolutamente todos, necesitamos adaptaciones. Desde los empleados de las corporaciones tecnológicas de Silicon Valley hasta un bosquimano de Botsuana, pasando por el propietario del más lujoso de los áticos de Manhattan o los nueve habitantes que todavía quedan en Villanueva de Gormaz y los últimos cucapá de Arizona.

TODOS.

Si no usáramos “adaptaciones tecnológicas”, el ser humano seguiría siendo nómada puesto que nuestra única vía de alimentación sería la recolección. Y una vez agotados los recursos de un territorio, habría que desplazarse para cambiar de entorno.

El ser humano es una especie que ha evolucionado en paralelo a su tecnología más que a su fisiología. Se ha adaptado al entorno no sólo evolucionando en su aspecto físico sino, y sobre todo, haciendo evolucionar su tecnología.

Normalmente, cuando hablamos de “adaptaciones tecnológicas” nos referimos a la posibilidad de adquirir un libro sin moverse de casa, mantener una conversación en tiempo real con un amigo que vive en la otra esquina del mundo o explorar los fondos marinos durante todo el tiempo que permita la bombona de oxígeno.

Cada mañana puedo permitirme tener un café listo en cinco minutos. Dispongo de un instrumento en mi cocina, al que llamo grifo, que me facilita el agua que necesito para hacerlo. De lo contrario, debería ir hasta la fuente que hay a dos kilómetros de mi casa con mi cántaro a cuestas. Aún así, sería una afortunada porque dudo que el 90% de quienes estáis leyendo esto dispongáis de un manantial tan a mano como en mi caso.

Desde mi casa hasta el lugar donde desempeño mi trabajo hay 20 kilómetros (40 si contamos también que tengo que regresar). El coche y el autobús me permiten perder una hora de mi tiempo en realizar esos desplazamientos. De no contar con estas “adaptaciones”, tendría dos opciones:

  1. Invertir 6 horas (siendo muy positiva teniendo en cuenta mi pésima forma física) en caminar esos 40 km.
  2. Renunciar a mi trabajo.

En los últimos tiempos he recurrido a otra adaptación (a causa de esa incomodidad que suele aparecer a mi edad y que se denomina presbicia) que me va a ahorrar tener que recurrir a un prolongamiento de brazos para poder seguir leyendo.

Cada día, muchos de nosotros hacemos uso de unas adaptaciones llamadas “escaleras” para subir y bajar diferentes edificios. Sí, las escaleras son una adaptación tecnológica, no aparecieron en el planeta al tiempo que el Big Bang pero, dado que la usa la generalidad de la población, no las consideramos como tales. Imaginaos lo que supondría entrar y salir de casa sin escaleras: no podríamos vivir en edificios construidos en vertical, a no ser que fuéramos unos excelentes escaladores, porque incluso el recurso a una soga (que también requeriría de una excepcional forma física por otra parte) también sería una “adaptación tecnológica”. La ausencia de escaleras nos convertiría en personas “discapacitadas”, dado que ese entorno arquitectónico (que es una construcción social, no natural) nos incapacitaría.

©Paula Verde Francisco

El problema (o más bien la falta de justicia) viene dado cuando esas adaptaciones no coinciden con las que necesita la mayoría estadística de la población: sillas de ruedas, lengua de signos, pictogramas, brazo ortopédico, comunicadores, rampas…

Así que, cuando no puedes utilizar una escalera, comunicarte con la voz, visualizar con los ojos, desarrollar comportamientos sociales que denominamos “normales” por pura cuestión estadística…  entonces, la sociedad (que somos la suma de todos los individuos y no un ente abstracto ajeno a nosotros) te pone una etiqueta que no sólo te convierte en “discapacitado”, sino que te despoja de tu humanidad para convertirte en pseudohumano, cuando no directamente un objeto. Un objeto incómodo.

©Paula Verde Francisco

Ocurre que, de puro necesario, cada día hacemos uso de recursos que no consideramos adaptaciones. Sólo vemos una adaptación cuando se trata de un elemento que no utiliza la mayoría de la población.

No vemos una adaptación en un coche, un tren o un avión pero sí en una silla de ruedas.

No vemos una adaptación en una escalera, pero sí en una rampa o un ascensor porque la mayoría podemos utilizar esas escaleras.

Ocurre que los niños con diversidad funcional no pueden seguir las clases de la misma forma que la mayoría estadística de los alumnos matriculados en su centro. Y, sin embargo, podría mostrar aquí como cada día se falta al respeto a su diferencia y no se les proporcionan los instrumentos que por justicia necesitan. Instrumentos que sí se proporcionan, sin pensarlo ni cuestionarlo, al resto de niños (sin discapacidad) del aula y que ni siquiera son considerados adaptaciones.

Podría exponer aquí algunos ejemplos de lo que nuestro sistema educativo les hace a diario a los niños con diversidad funcional que le sacaría los colores a más de uno. Pero no lo haré. No por respeto a esos pseuprofesionales de la docencia (porque no lo merecen), sino por no complicarles la vida a esos niños y a sus familias más de lo que ya la tienen.

Serían muy ilustrativos y la mayoría de los que estáis ahora mismo leyendo este post podríais entender de forma muy gráfica lo que intento explicar aquí. Sólo pido que visualicéis esta situación que propongo: vuestro hijo diestro lleva semanas preparando un examen pero justo el día anterior se rompe el brazo derecho y entonces el profesor le exige que realice la prueba escribiendo con el brazo izquierdo, o sujetando el lápiz con la boca o con el pie. Si hay otras personas capaces de hacerlo así, ¿por qué no ese alumno? Pues exactamente eso es lo que se les exige a la mayoría de los alumnos con diversidad funcional cada día en tantas aulas de este país.

Y cuando no consiguen superar todos esos obstáculos imposibles, ¿qué ocurre? Pues que el sistema se ha sacado de la manga algo que llama adaptación curricular y que, aunque en principio se diseñó para ayudar y asegurar el derecho a la educación a este alumnado, en la práctica se ha convertido en un instrumento de estigmatización y segregación.

©Paula Verde Francisco

Adaptaciones mentales y actitudinales

OLYMPUS DIGITAL CAMERA

Uno de los factores clave para la integración del alumno con diversidad funcional es la necesidad de moldear las actitudes del resto de niños del grupo respecto a su compañero, eliminar los prejuicios que hayan podido adquirir (por fortuna muy pocos a los 3 años) y los que pudieran ir adquiriendo a partir de ese momento.

Aceptación de la diferencia de Antón desde el respeto

Movilidad: Cuando inició su escolarización, Antón se desplazaba sentado sobre las nalgas, “culeteando” (shuffling en jerga médica). Desde el primer día de clase, nunca se pusieron objeciones a que se desplazara de esta peculiar forma, tanto en el aula como en el patio, gimnasio, biblioteca, pasillos… Utilizaba también una silla de ruedas (empujada por un compañero y no un adulto, siempre que fuera posible) y un triciclo que fue enormemente útil en ese primer curso, hasta que sus competencias motrices empezaron a mejorar y le permitieron adquirir una deambulación autónoma al inicio del curso siguiente. El apoyo del andador fue también básico para darle estabilidad y, sobre todo, seguridad en momentos críticos como el patio, cuando la presencia de multitud de niños moviéndose a su alrededor le desestabilizaba físicamente y le inquietaba.

Comunicación: Inició el primer curso utilizando algunas palabras y apoyándose en el lenguaje de signos como parte esencial de su comunicación. Muchos de sus compañeros de clase terminaron aprendiendo y utilizando algunos de esos signos. Cuando a mediados de ese primer curso progresó en su lenguaje oral, la profesora supo inculcar al resto del aula la paciencia necesaria para escucharle, esperar a que acabara las frases y tratar de entender el mensaje: haciéndole preguntas, interrogándose unos a otros, etc.

Control de esfínteres: La maestra logró transmitir a los niños la idea de que Antón no usaba pañal porque fuera un bebé, sino porque sus características fisiológicas y el peculiar funcionamiento de sus músculos lo hacían necesario. Cuando comenzó la etapa de abandono del pañal a Antón no se le escapaba el pis o la caca porque fuera un bebé o un dejado, sino porque sus músculos funcionaban de forma diferente a los de la mayoría. No se ríen, no se burlan, sino que aceptan estas circunstancias con una naturalidad que enternece. No sólo eso, sino que Daniela supo aprovechar esta circunstancia, la curiosidad e interés que suscitó, para trabajar en el aula el Proyecto del Cuerpo Humano.

Antón como un igual

Antón no era tratado desde la pena, la compasión o el paternalismo. Antón no era la mascota de la clase. Resulta muy difícil no caer en estos errores porque, a menudo, el aceptar al diferente se confunde con una actitud condescendiente y protectora, de arriba hacia abajo. Esto no es malo en sí, pero resulta muy peligroso porque, en cuanto ese ser frágil a quien protegemos y discriminamos positivamente, manifieste una actitud mínimamente negativa, agresiva o egoísta (como es natural en cualquier ser humano), esa actitud condescendiente puede dar un giro radical y dar lugar a sentimientos negativos hacia quien consideramos que no ha sabido correspondernos, ni agradecer nuestra deferencia.

Este sentimiento de pertenecer a un grupo que lo acepta plenamente, le aportó durante aquellos tres cursos unas dosis de autoestima increíbles, a una edad en que los amigos son tan importantes. El hecho de vivir esta experiencia en una etapa tan decisiva en cuanto a la configuración de la personalidad, es algo que va a quedar para siempre. Y le ha convertido en un niño muy distinto al que sería de no haber vivido esta experiencia. No quiero imaginar lo maravilloso de su vida si hubiera tenido continuidad más allá de la etapa de Infantil.

Aceptación de la diversidad: “cada uno hace las cosas a su manera”

Esta era la máxima de los niños de la clase de Daniela. Lo tenían tan interiorizado que incluso reprochaban a sus familias el hecho de no respetar sus tiempos o sus peculiaridades cuando tratábamos de imponerles conductas estandarizadas. Cada uno anda, come, habla, pinta, se sienta, juega y siente “a su manera”.

Todas estas experiencia no sólo ayudan y motivan al niño con necesidades educativas especiales, sino también al conjunto de esa clase. Resulta vital, en esos primeros y cruciales años de vida, enseñarles a aceptar la diferencia. Es necesario que la diversidad esté presente en el aula, no sólo en cuanto a la discapacidad sino también respecto a la diversidad étnica, cultural y social. No se trata tan sólo de evitar guetos, sino también de ayudar a todos los niños a apreciar y aceptar la riqueza de la diferencia, ya que la única forma de aceptar a quien es distinto, es a través de la convivencia.

Antón forma parte de la clase

El primer requisito para formar parte de un grupo es estar junto a él físicamente. Y aunque esto parece una obviedad, es algo que no siempre se respeta en el caso de los alumnos con diversidad funcional. Una imagen muy típica en los colegios es aquella donde vemos a los niños con discapacidad del centro (especialmente si es motriz) acompañados del auxiliar técnico educativo y segregados del resto del alumnado. Si tenemos en cuenta que los niños suelen jugar en el recreo con aquel compañero con el que llegan al patio y que en este momento de esparcimiento no buscan precisamente la compañía de adultos, podemos comprender cómo esta práctica dificulta enormemente la integración social del alumnado con discapacidad en el tiempo del recreo.

En la etapa de Daniela, tuvimos la suerte inmensa de que su maestra tuviera el claro objetivo de evitar que la clase fuera por un lado y Antón y la cuidadora por otro. Antón iba siempre acompañado por sus compañeros y, si como era el caso, necesitaba del ascensor para bajar al patio, siempre lo hacía junto a varios niños de su clase. Pero no como una obligación, sino como algo natural y que incluso se disputaban. Una de las muchas tablas de control que colgaban de las paredes de la “Clase de las Tortugas” establecía los turnos para acompañar a Antón en el ascensor: cuatro compañeros diferentes cada día.

En una ocasión, se liaron y fueron cinco. La profe les dijo que decidieran entre todos quien debía quedarse fuera. Tras unos minutos de deliberación la portavoz del grupo expuso sus conclusiones:

Hemos decidido que sea Antón porque él ya va en el ascensor todos los días.

Creo que esta anécdota ilustra a la perfección la naturalidad con la que Antón y sus circunstancias lograron ser aceptados en la clase de Daniela.

En el cole se celebra una carrera anual hacia finales de curso que supone un aliciente enorme para la mayoría de los alumnos pero que se convierte en un motivo de frustración para otros como Antón que, por mucho que lo intenten y se esfuercen, nunca podrán correr al ritmo de sus compañeros. Daniela supo hacer entender a los niños de su clase que era más importante cruzar la meta al lado de Antón que ganar una medalla.

 

Todos necesitamos de todos

Resultaba también necesario concienciar al grupo de que todos necesitamos de ayuda, no sólo Antón. En aquellos tres años, Daniela trabajó mucho la cooperación y el trabajo cooperativo en el aula. Esto resulta especialmente importante en unas edades en las que el niño tiende al egocentrismo. Coincide también con una etapa donde los adultos fomentamos que el niño “haga las cosas solo” y recriminamos constantemente su necesidad de ayuda. Por supuesto que resulta necesario fomentar su autonomía, pero también es cierto que no debemos hacerlo de tal forma que lo que acabemos fomentando sea el individualismo y, de paso, la discriminación, ya que hay niños que por sus características nunca van a ser capaces de hacer ciertas cosas solos y van a necesitar de la ayuda del resto, pero no porque sean más bebés, vagos o dejados.

 

Los problemas se hablan y se resuelven en grupo

En el aula existen muchas diferencias y surgen problemas. Las diferencias no sólo las marca la discapacidad, sino que también existe diversidad de personalidades y de circunstancias sociales, culturales y económicas que muchas veces dan origen a problemas de conducta en algunos niños. La pretensión de Daniela no fue nunca ocultar esas diferencias sino hablar de ellas, entenderlas y conseguir que esos niños no se sintieran excluidos.

El objetivo principal de las asambleas, especialmente en el último curso, era la resolución de conflictos. Las asambleas en clase de Daniela no se reducían a pasar lista, cambiar la fecha en el calendario y comprobar el tiempo que hacía ese día. Eran algo primordial en aquella clase y la actitud de la maestra consistía en estar callada y escuchar a los niños que, en la última etapa, ya ejercían de moderadores por turnos.

Los problemas se hablaban. Se hablaba de todo, especialmente de las diferencias y no sólo de las de Antón. Había niños en el aula con una problemática mucho más inhabilitante socialmente que la discapacidad de Antón, especialmente quienes mostraban problemas de conducta por diversas y complejas circunstancias. Se hablaba sobre los problemas de todos, se analizaban, se intentaban entender y, lo más importante, se buscaban soluciones para que esos niños se sintieran comprendidos y encontraran estrategias que facilitaran la convivencia. Una labor ardua, difícil y constante que requiere de vocación, compromiso y esfuerzo y no tanto de medios materiales.

 

CompoActitudesMentales

El país de los ciegos

La aspiración de muchos de quienes militamos en el campo del activismo para lograr la equiparación de derechos de las personas con diversidad funcional, es conseguir algo tan simple como transformar nuestro entorno y nuestra sociedad para que dé cabida a las personas con discapacidad, y no a la inversa como viene sucediendo en la actualidad. Ponemos el foco en intentar cambiar a la persona con diversidad funcional (tarea tan imposible como dolorosa), en lugar de intentar transformar el entorno (algo factible si existiera la voluntad de hacerlo).

Existen infinidad de historias creadas para ilustrar lo que significa la existencia de barreras en nuestro entorno, que son las que en realidad originan la discapacidad. He elegido esta historia que me gusta especialmente y que está extraída del libro de Kathie Snow, Disability is Natural.

 El país de los ciegos

Este cuento ilustra cómo son las barreras (físicas y mentales) de nuestro entorno las que crean esa condición que denominamos “discapacidad”:

Barry, una persona vidente, visita una ciudad donde todo el mundo es ciego. Cuando acude al restaurante a cenar, le resulta imposible leer el menú en Braille. El camarero introduce una modificación en ese entorno y le lee el menú a Barry.

Mientras espera a que llegue su cena, anochece y la sala se torna oscura. No hay luces en el restaurante (tanto los empleados como los clientes son ciegos y no las necesitan) y Barry es incapaz de ver la comida que el camarero acaba de servirle. Tira accidentalmente el vaso de agua y, sin querer, empuja demasiado la comida y se le sale del plato. Traslada sus quejas al camarero, que responde trayéndole una linterna. Aunque el restaurante se enorgullece del trato que dispensa a sus clientes “especiales”, Barry está indignado y se siente muy violento. Necesita las dos manos para cortar la carne, así que no puede sujetar la linterna. Intenta apoyar la linterna en la mesa de diferentes maneras para encontrar una forma de enfocar hacia el plato, pero sin éxito. Al final, y después de un par de bocados, acaba desistiendo. Barry empieza a sentirse como un extraterrestre.

Cansado, hambriento y frustrado, inicia su expedición a través del restaurante, a oscuras, tratando de llegar a la recepción del hotel. Apenas da unos pasos, cuando se da de bruces contra un grupo de comensales y a punto está de tirar a un bebé de su trona. El camarero acude al rescate, le coge del brazo y le conduce a través del restaurante hasta la recepción. Por el camino, Barry escucha murmullos aunque no puede ver al autor del comentario. “Pobre hombre”, dice una voz de mujer. “Chissh” le riñe un hombre a su hijo por reírse “no se ríe uno de la gente”. Barry está completamente abochornado.

Una vez alcanzada la recepción, el camarero coloca a Barry junto a una columna al lado del mostrador. Temeroso de que Barry pueda molestar a los clientes del hotel, choque contra ellos o el mobiliario, el camarero le insta a no moverse del sitio. “Señor, tengo que volver al restaurante pero no quiero que se haga daño o se pierda. Así que, por favor, permanezca aquí. Vendrán a atenderle enseguida”. Barry no es capaz de ver la cara del camarero, pero de la voz del hombre se desprende una mezcla de pena y enfado.

Barry es capaz de oír cómo otras personas se registran delante de él. Entiende que tiene una cola importante por delante. Después de que transcurran unos diez o quince minutos, el ambiente parece calmarse y Barry escucha como dos de los recepcionistas murmuran. No es capaz de oír toda su conversación, pero capta un exasperado: “¡No sé!”, seguido de “No he atendido nunca a ninguno…

Me gustaría registrarme, por favor” interrumpe Barry “No tengo reserva, pero necesito una habitación para esta noche. ¿Disponen de alguna habitación que tenga iluminación?”.

Pues no. Lo lamento” responde el recepcionista. La incomodidad de Barry aumenta por momentos, mientras se encamina cautelosamente al lugar de donde procede la voz del recepcionista y dice “pero necesito una habitación que disponga de luz. No puedo desenvolverme en la oscuridad. ¿No tienen al menos una habitación con luces?”.

No, señor, lo lamento”, responde “Nunca antes hemos necesitado de una habitación iluminada, lo que quiero decir es que no solemos tener este tipo de huéspedes”.

En este escenario. ¿Quién tiene la discapacidad? El entorno es perfecto para la mayoría pero crea muchas barreras para Barry que experimenta unas dificultades enormes. En este entorno, es Barry, y no las personas que son ciegas, quien tiene una “discapacidad”.

Avancemos en la historia y digamos que Barry se enamora de una mujer ciega. Ella quiere mudarse a esta comunidad y Barry quiere estar con ella. Acepta un nuevo empleo como comercial, y su trabajo le obligará a relacionarse con esa comunidad de forma habitual. Qué puede pasar?

Según el modo de pensamiento tradicional, se espera que Barry experimente numerosas complicaciones y problemas, así que los profesiones intervendrán en la vida de Barry para hacer frente a sus necesidades y solucionar los problemas. En primer lugar, estudiarán a Barry e identificarán todas sus carencias.

Para “ponerle bien” (como la mayoría), le ofrecerán Terapia Braille. Necesita esta habilidad para su nuevo trabajo. Además, se le asignarán sesiones para aprender a manejar el bastón dos veces a la semana… Necesitará practicar muchísimo con el bastón antes de estar listo para salir por la noche o moverse en habitaciones oscuras durante el día (no hay luces en ningún edificio ya que nadie las necesita). Durante la Terapia de Bastón habrá profesionales que enseñen a Barry la forma correcta de sostener el bastón, de orientarlo al avanzar y demás cuestiones relacionadas con este instrumento. También recibirá Terapia de Orientación para aprender cómo desenvolverse en cualquier entorno. Empezarán con su casa, mostrándole cuál es cada habitación, y después continuarán enseñándole otras cosas como a distinguir entre un bote de champú y otro de veneno para ratas.

El objetivo final es convertir a Barry en una persona (ciega) lo más normal posible. Se desconoce cuánto tiempo puede llevar esto. Y nadie garantiza que pueda lograr estos objetivos. Sin embargo, y desde la óptica de estos profesionales, las terapias son la única alternativa.

Para disgusto de los expertos, Barry abandona todas las terapias. Ha encontrado una alternativa para afrontar esta situación. Expertos y otros profesionales consideran su postura “radical” pero para Barry se trata tan sólo de sentido común. Identificará y usará las herramientas que necesita para salir adelante.

En lugar de ir a Terapia de Bastón o de Orientación, adquirirá diferentes tipos de linternas de bolsillo, con montones de pilas extra. Estas herramientas le servirán por la noche y para aquellas estancias que permanecen oscuras durante el día. Nunca confundirá el bote de veneno para ratas con el champú, gracias a sus eficaces linternas y a sus pilas de larga duración.

En lugar de ir a Terapia de Braille, usará diferentes clases de tecnología asistiva, incluyendo un ordenador y un escáner capaces de traducir el Braille a lenguaje escrito y viceversa. Siempre que sea posible, pedirá ayuda a quienes utilizan el Braille. Sabe que la mejor manera de aprender Braille no es a través de horas de práctica, sino utilizándolo en la vida real.

Ahora, reflexionad un momento y componed vuestro propio escenario, donde todo el mundo tuviera una discapacidad similar a la de vuestro hijo, y donde el entorno en el que se encuentran sea capaz de dar solución a sus necesidades. Entonces, alguien que no tiene esa discapacidad concreta entra en escena. ¿Qué ocurriría? ¿Sois capaces de ver cómo el entorno provoca eso que llamamos “discapacidad”?

por Kathie Snow: Disability is Natural. BraveHeart Press, 2001, p. 107-109.

 Traducción: Carmen Saavedra

 

Imaginemos que los edificios donde vivimos se construyeran, no ya sin ascensor sino sin escaleras siquiera… Yo, que vivo en un tercer piso, tendría bastante complicado lo de salir a la calle. Quizás fuera capaz (con no poco valor para superar mi vértigo) de descolgarme por la ventana y conseguir bajar. Lo de subir serían palabras mayores. El entorno me convertiría en una persona con discapacidad.

Construimos un entorno que se adapta a la funcionalidad de la mayoría estadística de la población. Si, como en el cuento aquí reproducido, esa mayoría estadística no tiene habilitada la facultad de ver, sería la persona vidente quien se convertiría en discapacitada. Escuchaba en una ponencia fantástica que enlazo al final de este post que no todo el mundo puede utilizar las escaleras pero que, en cambio, las rampas sí son accesibles para todos. ¿Por qué entonces, no son las rampas el elemento fundamental de cualquier edificio público y las escaleras el secundario y no al contrario como suele ser lo habitual?

Imagina que sólo tuvieras la opción de poder desplazarte si lo haces en una silla de ruedas, que te movieras en un entorno de absoluta oscuridad, que sólo pudieras hacerte entender si lo haces con lengua de signos o pictogramas, que vivieras entres genios de la astrofísica cuyas conversaciones fueras incapaz de comprender día tras día… Imagina un mundo donde sólo un pequeño porcentaje de la población compartiera tu forma de funcionar pero os encontráis dispersos y además segregados, excluidos y estigmatizados. ¿Puedes siquiera imaginarlo?

 

 

Enlaces relacionados:

Mundo Terapia

Nuevo enfoque de las terapias aplicadas a niños con discapacidad

Terapismo

Perspectiva de madre