Valoremos el esfuerzo que hacen cada día nuestros niños para enfrentar el mundo

Ladolescente tiene una amiga estadounidense y con ella compartió trayecto de autobús para ir a entrenar el curso pasado. Durante la ida la conversación se desarrollaba en castellano (que para eso había venido a este lado del charco). La vuelta, casi siempre en inglés. Mi hija me describía el agotamiento mental de su amiga a última hora del día y cómo le agradecía que se esforzara por hablarle en su idioma.

Recordé entonces mi año en tierras inglesas y esa misma sensación de esfuerzo mental por buscar continuamente palabras en todos los recovecos de mi cerebro, que tantos días llegaba a dejarme exhausta incluso físicamente. Lo curioso también que resultaba que hubiera días especialmente inspirados en que las palabras parecían brotar solas y otros en que era incapaz de componer la frase más simple, los sonidos que escuchaba de otras bocas resonaban en mis oídos como fonemas extraterrestres y mi cabeza era incapaz de convertirlos en algo con sentido. Comprendí así que también la mente, al igual que el cuerpo, puede estar en mejor o peor forma por temporadas y dependiendo de factores que escapan a  nuestra voluntad o posibilidades de intervención.

gustame o galego, autoodio, galego en perigo de extinciónAños más tarde, nació mi hija y decidí entonces hacer un nuevo esfuerzo comunicativo al hablarle en un idioma que no era el mío. Por increíble que pueda resultar a cualquiera que no viva en Galicia, resulta extraordinariamente difícil hoy en día lograr que un niño sea gallegoparlante. Ésta era una cuestión muy importante para su padre y yo también sentía que era de justicia, porque está claro que, si hay un idioma en nuestra comunidad en una situación de inferioridad y casi que en peligro de extinción no es precisamente el castellano (pese a lo que digan, proclamen y griten los grupos que practican con mayor ímpetu eso tan arraigado y endémico de nuestro país que es el autoodio).

El idioma en el que pienso y siento es el castellano y, aunque mi familia sea de origen gallego y llevé ya la mitad de mi vida viviendo en Galicia, resulta muy difícil hablar con naturalidad un idioma que no es el tuyo. El esfuerzo mental que cada día hacía con mi hija durante esos primeros años, también me dejaba agotada: colocar bien el pronombre átono, analizar en milésimas de segundo una palabra para saber si era objeto directo o indirecto y no meter la pata con el te/che, etc., etc. La opción más cómoda hubiera sido decir lo primero que me pasase por la cabeza e imitar a nuestro presidente Feijoo que atenta contra el gallego cada vez que abre la boca. Es imposible hablar tan mal un idioma si no es con intención. Seguramente lo haga  para contentar a esa parte del país que con tantas ganas practica el autoodio pero sigue resultando algo vergonzoso.¿Cómo puede resultar un mérito político destrozar la gramática, fonética y sintaxis de un idioma cada vez que se habla? Bien, pues para una parte de la sociedad gallega lo es. Imagino que si Rajoy o cualquier otro político nacional hiciera algo semejante respecto al castellano, se les echaría encima medio país. No imagino a ningún ministro diciendo en público “pienso de que”, “la voy a decir”, “si seriese”, “habían un millón de personas”… Lo que en la política nacional resulta inimaginable, en Galicia es moneda común.

Pues bien, todas estas reflexiones mías acerca del esfuerzo mental y casi que físico que requiere expresarse en otro idioma, me han llevado a trasladarlo a Antón para reflexionar sobre el esfuerzo que él debe realizar cada día. Un esfuerzo que, comparado con el mío, habría que multiplicar por mil porque lo realiza sobre infinitamente más cosas que la comunicación: la concentración por mantener el equilibrio a cada paso que da, desde que se levanta hasta que se acuesta; pelearse con los cubiertos varios momentos del día para lograr que sean más las veces que entra comida en la boca que las que cae por fuera; pelearse con el klínex para limpiar esos dichosos mocos, en lugar de esparcirlos por la cara; la tensión de recibir (y combatir) cada estímulo sonoro y visual que se produce a su alrededor; pelearse con cremalleras, velcros, escalones, baches… La lista sería interminable.

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©Paula Verde Francisco («Mi mirada te hace grande»)

Y a pesar de que Antón tiene ya 11 años, nunca antes me había hecho esta reflexión ni me había sentido tan en su piel. Hoy lo he hecho: me he sentido en su piel, en su cabeza, por primera vez y de verdad, y me he propuesto además que las cosas cambien a partir de este curso. Siempre se me ha dicho que aunque con mayor esfuerzo y una desmesurada cantidad de tiempo mayor, Antón puede llegar a los mismos objetivos que sus compañeros en el terreno académico. Hoy me planteo (aunque en realidad llevo bastante tiempo haciéndolo), si eso es justo para él y si en realidad tiene algún sentido. El mismo poco sentido, por otra parte, que creo tiene el expediente académico para el resto de niños, independientemente de su no-diagnóstico.

Cada vez que un profesional (llámese médico, terapeuta, docente o psicólogo) nos diga algo del estilo, deberíamos plantearnos la (in)justicia de pedirle ese esfuerzo a nuestros niños. Deberíamos hacer un listado y analizar qué esfuerzos van a producir un cambio significativo en sus vidas, para evaluar cuáles merece la pena perseguir y cuáles no. Y, a continuación, averiguar si existen alternativas instrumentales o metodológicas que permitan a nuestros niños conseguirlo sin exigirles un esfuerzo sobrehumano.

A estos niños hay que exigirles más que al resto. Al inicio de mi camino en el mundo de la diversidad escuché muchas veces esta frase, a profesionales de la medicina pero también a padres y madres. En los primeros tiempos la escuchaba sin tener muy claro si la compartía o no, más tarde empezó a chirriarme y hoy en día la rebato con mucha indignación cada vez que la escucho.

Me gustaría saber si alguien se plantearía afirmar algo semejante respecto a una persona anciana que empieza a ver limitada su funcionalidad física o cognitiva. Decir algo semejante, equivale a creer que depende de la voluntad de los niños que nacen con alguna discapacidad ejercitar o no determinadas funciones. No sólo es injusto, sino que además es aberrante.

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©Paula Verde Francisco