No me temas

 

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“Héctor” ©Paula Verde Francisco

 

Sabes, mamá… de pequeñito los niños pequeños se apartaban de mí, en el patio, en el parque… no los de mi clase, los otros niños. ¿Y sabes por qué se apartaban de mí? Porque me tenían miedo.

No consigo olvidar estas palabras de Antón y eso que ya ha pasado casi un año desde que me las soltó así, de golpe y como vomitadas, un día en el coche (principal escenario de nuestras confidencias junto con el momento post-cuento arrebujados bajo las mantas). Me cortó la respiración y, cosa extraña, me dejó sin palabras. No me salió ni una… No se me ocurrió nada con qué contestarle. Tampoco hoy, después de tantos meses, sé si encontraría algo apropiado que decirle.

Esas frases me han hecho reflexionar mucho. Lo primero, me ha hecho darme cuenta de que Antón percibe lo que ocurre alrededor de su discapacidad. Vaya si se entera… Y no sólo ahora, sino que también se enteraba antes. Creo que esto último es lo que más me ha impactado.

Desde que nació, hemos vivido decenas, cientos de situaciones en el ámbito social que me han encogido el corazón cada día un poquito más. Cuando Antón era más pequeño, me consolaba pensar que para él, que no había conocido otra forma de ser y funcionar, eran normalidad. Ahora me doy cuenta de que no era así del todo porque la normalidad real, la buena, era la que vivía en el entorno familiar y que, cada vez que salía de ese círculo, el mundo le trataba de forma diferente. Y él percibía que los ojos de esos niños le miraban de forma distinta a los de su hermana o a los de sus primos. Lo peor no es que le miraran con extrañeza, sino que le miraban con temor.

La segunda reflexión que me provocó este comentario, fue el hecho de que Antón fuera perfectamente consciente de que la mirada y la actitud de sus compañeros de clase era distinta a la del resto de niños. Era de normalidad. Y me pregunto que cómo es posible que lo que es tan evidente para un niño de 9 años (y con discapacidad) resulte tan difícil de entender para tantos adultos: que la única vía para la inclusión es la convivencia y esta tiene que empezar desde el punto de partida, desde la escuela.

Una convivencia que no sólo es necesaria para los niños con diversidad funcional (y que además es uno de sus derechos básicos), sino que también resulta esencial para el resto de niños que no viven esta circunstancia. Esos otros niños aprenderán a entender y aceptar la diversidad, que tiene múltiples formas. Con ella se van a encontrar en su camino futuro muchas, infinitas veces. Ese aprendizaje les servirá para no sentir temor ante lo diferente y abordar con seguridad cualquier situación/persona/circunstancia que se salga del marco de lo que consideramos “normalidad” y que viene siendo, en realidad, “mayoría estadística”.

Antón percibe que los niños que no están en contacto con él, le temen o rechazan. Y a mí me resulta increíble que algo tan obvio para un niño de 4º de Primaria con diversidad funcional, no sean capaz de entenderlo los gestores políticos, los técnicos responsables (y ejecutores) de las políticas educativas, algunos docentes, demasiados padres y muchos jueces de nuestro país. Todas esas personas que cada vez dan más pasos en dirección contraria a la integración escolar.

“Héctor” ©Paula Verde Francisco

“Héctor” ©Paula Verde Francisco

 

Quiero darle gracias infinitas a Paula Verde Francisco por su generosidad al prestarme estas maravillosas (y tan personales) imágenes para ilustrar la entrada.

Hasta los mismísimos del Cantamañanismo (sobre positivismo, resiliencia y otras memeces)

sobre positivismo, resiliencia y otras memeces

Mamá, ¿qué significa “resiliencia”? – me pregunta Ladolescente

Pues así, resumiendo mucho, viene a ser que cuantas más hostias te dé la vida, más contenta tienes que estar.

Hasta más allá de los mismísimos de dos efectos colaterales de la crisis: el emprendimiento y el positivismo.

La culpa de los cinco millones de desempleados de este país, la tenemos nosotros mismos. Por no emprender un negocio propio, original, innovador, productivo y exitoso. Así es, existen cinco millones de nuevos oficios y profesiones que encajarían en estos adjetivos que los desocupados no tenemos ni la inteligencia, ni la imaginación, ni el coraje necesarios para descubrir y llevar a cabo. Porque también es indudable que, para cualquier emprendedor, este país es un paraíso: apenas nos encontraremos con trabas burocráticas y se nos ofrecen líneas de crédito a la vuelta de cualquier esquina.

Otro mantra reciente con el que nos asaltan a cada hora y en cada recoveco de los medios de comunicación: el único culpable de nuestros males (físicos, emocionales o materiales) somos nosotros mismos.

Resulta que hasta hace un tiempo, la propia ciencia de la que deriva este positivismo, la psicología, incluía el dolor entre las cinco etapas por las que transita el proceso de duelo hasta llegar a la aceptación y la superación de una pérdida. Esta nueva corriente no sólo criminaliza esa fase del dolor, sino que parece plantearse como objetivo la supresión del propio duelo.

Así que, si nos quedamos en paro, si perdemos nuestra casa, si sufrimos mobbing laboral o nuestra hija acoso escolar, si perdemos la movilidad o la vista tras un accidente, si nuestro hijo nace con parálisis cerebral, si nos diagnostican un cáncer… sea cual sea la circunstancia a la que nos enfrentemos, nosotros y sólo nosotros, seremos los únicos responsables de sentir dolor de acuerdo con esta nueva filosofía de vida. Ya no nos está permitido siquiera el duelo. Se criminaliza el sufrimiento, la pena, la impotencia, la rabia. A todos esos reveses de la vida, debemos sumar ahora la culpabilidad por sentir dolor, por mostrarnos humanos.

Evidentemente que no debemos quedarnos anclados eternamente en la pérdida o en la circunstancia adversa que el destino nos imponga, pero ¿de verdad es posible pasar de puntillas por cada desgracia o siquiera contratiempo que nos suceda? No conforme con esto, resulta que la fiebre positivista nos dice, además, que debemos dar gracias al cielo por cada coyuntura desfavorable por la que transite nuestra vida porque, de esta forma, nos haremos más fuertes para afrontar el siguiente envite. En eso consiste la puñetera resiliencia. ¿Nos hemos vuelto locos?

positivismo, resiliencia y otras memeces

«Iván» ©Sandra Saavedra

 

Me volví loca de dolor con la muerte de mi padre. Me destrozó el diagnóstico de mi hijo. Me duele cada rechazo que sufre, cada burla que recibe, cada nueva amenaza sobre su salud. Me rompió la muerte de personas importantes de mi vida que se han ido demasiado pronto. Siento una punzada con cada contratiempo que mi hija encuentra en su camino. Me duelen mis propios fracasos y decepciones personales. Me inquieta la estabilidad material del futuro. Pero resulta que no puedo pararme a lamentarlo, a sentirlo, a reflexionarlo siquiera…. No, debo ignorarlo como si le sucediera a otro.

Me gustaría conocer los detalles de las vidas de los gurús de esta filosofía. O bien son personas enormemente afortunadas que no han vivido más que ligeros tropezones, o unos absolutos embusteros que no creen nada de lo que predican. Malditos seáis por intentar hacernos sentir culpables por nuestro dolor.

En la época en la que el diagnóstico de mi hijo me hacía echarme a llorar por cualquier motivo, en cualquier circunstancia y en cualquier lugar, un especialista me dijo que en función de cómo yo me tomara la situación de mi hijo, así sería su calidad de vida e incluso sus progresos. ¿Alguien puede imaginar siquiera el peso de esas palabras? ¿lo mucho que incrementaron la magnitud de mi dolor, al que se añadió además la culpabilidad por sentir como sentía? Es por eso mismo que me he planteado reflexionar hoy sobre este tema, para que todas las personas que puedan estar viviendo ahora mismo esa situación ignoren esas palabras fáciles y vacías. Me gustaría haber sabido entonces todo lo que las reflexiones de estos años me han llevado a elaborar. Y, sobre todo, a sentir en función de esos pensamientos y no de palabras estúpidas lanzadas por quien no tiene la menor idea de lo que significa estar en mi piel.

Cuando escucho a algún “experto” afirmar que la esperanza de vida de los enfermos de cáncer depende de sus ganas de vivir, se me revuelve todo. No existe nadie en este mundo que tuviera más ganas de vivir que mi padre, nadie que luchara con más empeño y coraje que él. Lo mató la leucemia, no su falta de ganas de vivir. Y cada vez que algún cantamañanas lanza ese tipo de mensaje, está perjudicando e hiriendo a los miles de enfermos que en ese momento le puedan estar escuchando. ¿Que en sus manos está elegir entre la vida o la muerte? Mentira, mentira y mentira. Malditos seáis vosotros y vuestra palabrería.

Que no sepáis nunca lo que significa que a tu hijo le diagnostiquen una discapacidad y pongan límite a su calidad y esperanza de vida. Que no sintáis la punzada de dolor cada vez que llega triste, enfadado, frustrado y herido porque nadie ha querido jugar con él en el patio. Cada vez que veis como se sienta solo en el autobús, cómo queda relegado en los juegos del parque, cómo debe enfrentarse a miradas de recelo, a gestos de burla, cómo debe esforzarse el triple que cualquiera de sus compañeros para alcanzar la mitad que ellos, cómo se queda sin cuadrilla al llegar a la adolescencia, sin futuro laboral, sin vida de pareja. Que no se os rompa el alma cada vez que veáis pasear por el pueblo a adultos con discapacidad en las raras ocasiones en que salen del centro donde están internados y visualicéis el futuro de vuestro hijo cuando vosotros ya no estéis…

No sé muy bien cuál es el sentido del dolor. Un sentimiento tan poderoso en lo negativo y que tantas veces desgarra más que el sufrimiento físico. Quizás sea simplemente un pequeño descanso que nos da el mundo y que nos damos a nosotros mismos para recomponernos y volver a levantarnos.

Camino

Se supone que el objetivo teórico de esta nueva filosofía es el de ayudarnos a superar la adversidad y ser más felices. Bien, no quiero ser malpensada pero sospecho que su objetivo real es que nos olvidemos de esa construcción colectiva llamada “Estado de Bienestar” (que con tanto sacrificio levantaron los que llegaron antes de nosotros y que en los últimos años nos hemos cargado de un plumazo); convencernos, a base de repetírnoslo cada día de que, a partir de ahora, vamos a depender de nosotros mismos, de nuestra individualidad (se acabó buscar, alcanzar y construir metas colectivas) y, sobre todo, mucho me temo que esta corriente que se empeña en resaltar que nosotros somos los responsables de nuestro presente y nuestro futuro, acabará convenciéndonos también de que no hay culpables de la destrucción que en el campo social, sanitario y educativo estamos viviendo y, por tanto, tampoco responsabilidades que cumplir. No habrá castigo para la codicia, rapacidad y corrupción de unos pocos malnacidos, no habrá consecuencias para el saqueo, la depredación y la destrucción de una sociedad que no era perfecta, pero se le acercaba bastante. Nuestros hijos no podrán saberlo.