Cuando era niña, los veranos íbamos “de vacaciones” a casa de mis abuelos. Y lo entrecomillo, porque nada tenían que ver con las vacaciones que yo (o cualquier otra persona) disfruta ahora con su familia.
Esas “vacaciones” eran en realidad los pocos días al año que mis padres podían disfrutar de los suyos o de los hermanos que no habían cogido un tren para emigrar.
No se tumbaban a tomar el sol en la piscina, ni tomaban cañas en el chiringuito de la playa. Tampoco visitaban museos ni hacían rutas por parques naturales.
Sus vacaciones consistían en “apañar” patatas, podar tomateras, recoger pimientos, desbrozar leiras, recomponer las tejas, picar leña para aprovisionar a los mayores para el invierno, arreglar (o incluso construir) el cuarto de baño…
Mientras, sus hijos e hijas disfrutábamos acompañando a los primos con las vacas, escalando el interior de castaños centenarios o emulando las aventuras de “Los Cinco” solos por los montes.
Esas vacaciones eran lo mejor de nuestra infancia y provocaban la envidia de los (pocos) compañeros hijos de no-migrantes que, por tanto, no tenían pueblo. Nuestra única característica envidiable, en realidad.
El caso es que a mi vuelta recuerdo comentarles a mis amigas lo asombroso de que en Galicia hubiese muchas más estrellas que en Bilbao. Infinitamente más.
Me flipaba recostarme por las noches en un conjunto impresionante de rocas que sobresalía de la tierra (y que algún bestia dinamitó años después en nombre del progreso) que había junto a la casa de mi abuela. Podía mirar el cielo durante horas. O lo que a una niña le parecían horas. En esa época no había competencia de Netflix, ni de Instagram, ni de PlayStation, afortunadamente. Era un espectáculo impresionante. Me sentía tan pequeñita y tan grande a la vez.
Tardé años en enterarme de que en realidad las estrellas eran las mismas y que sólo el nivel de contaminación lumínica de cada lugar marcaba la diferencia.
Escribía el otro día Xacobe Pato: “Me gusta mucho que las fotos que le hacemos a la luna con el móvil sean una puta mierda comparadas con mirarla directamente.”
Y yo pensaba en el cielo espectacular que sigo viendo en Mariz, pero en la mierda de fotos que me salen siempre.
Me llevó a entender que, del mismo modo que una foto (por muy buena que sea la cámara o el móvil que una tenga), es una mierda pinchada en un palo y no refleja la belleza del cielo estrellado de Mariz o del reflejo de la luna sobre la ría de Sada, tampoco los testimonios que en los últimos días está recopilando Belén Jurado bajo el hashtag #YNoPasaNada reflejan ni siquiera un poco de la enorme cantidad de dolor, discriminación, desprecio y vulneración de derechos que viven tantas familias en las escuelas.
Anoche la luna estaba espectacular. Como siempre, la foto es una 💩



























































