Ese día

Hoy es 6 de mayo de 2015. Hoy se cumplen 10 años de “ese” día.

En realidad hubo muchos de “esos” días durante los cinco meses anteriores pero ese, el 6 de mayo, fue el que con el tiempo sigo recordando con más fuerza. Y con más dolor.

diagnostico de nuestro hijo

Antón nació perfecto, sano y cumpliendo todos los requisitos del Test de Apgar. Fue así durante 24 horas. Antón fue un bebé corriente y moliente por un día. En la revisión que se le hizo en planta al día siguiente, al pediatra no le gustó aquella respiración tan rápida y errática que tenía e ingresó en Neonatología. Durante 17 días, 17 interminables días.

Yo fui dada de alta y mi bebé tuvo que quedarse allí. No quiero ni acordarme de lo que aquello supuso para mí, para nosotros, para toda la familia. Teníamos, además, muy limitado el tiempo de visita. Algo que a día de hoy no puedo por menos que ver completamente inhumano y espero de verdad que haya cambiado.

Le hicieron mil pruebas y le vieron mil especialistas, y siempre con la misma conclusión: no apreciaban nada raro en él, nada que comprometiera su salud, pero no lograban entender la causa de aquella hiperpnea. Nos fuimos a casa con él, con esa incógnita y con una cita con el neumólogo para unos días más tarde. Y esa cita fue el primero de “esos” días.

Para no extenderme ni aburrir, el neumólogo “decidió” (hoy lo veo más como una decisión intuitiva que como un diagnóstico con rigor científico, pero es también largo de explicar) que mi hijo tenía una Enfermedad Pulmonar Intersticial (EPI) que, resumiendo, significaba que los pulmones de Antón no funcionaban correctamente y que requeriría de un transplante en el futuro, con la dificultad de encontrar un donante compatible a esas edades y el escaso porcentaje de éxito de este tipo de trasplantes. Volvimos a casa con una máquina de oxígeno, un pulsioxímetro y el corazón destrozado.

No puedo explicar aquí lo que significa que, cuando tu hijo aún no ha cumplido el mes de vida, te digan que no va a estar contigo durante mucho tiempo. Es un dolor que va más allá de lo imaginable.

Apenas recuerdo nada de aquellos meses por increíble que parezca. No sé que hice con mi vida, no recuerdo qué fue de mi hija mayor o quién la atendió en aquel tiempo, ni cómo pude yo cuidar de Antón. Sólo recuerdo horas y horas infinitas mirando fijamente la pantalla del maldito pulsioxímetro, mirando a mi hijo y llorando. Llorando, llorando, llorando. También recuerdo las veces que sentí el impulso de ahogarle con una almohada para ahorrarle todo el sufrimiento que le esperaba. O de cogerlo en brazos y arrojarme con él por la ventana. Fueron unos meses horribles.

Y luego, en cada revisión con el pediatra de nuestro centro de salud, tenía que sufrir que Jesús (ahora es Jesús, nuestro Jesús, pero en aquellos días era “Bermúdez”) me dijera que notaba ciertas cosas que no le encajaban y que debería verle un neurólogo. Y yo salía de allí enfadada (como si mi hijo no tuviera suficiente) y lo comentaba con el neumólogo que me decía que Antón no tenía en absoluto ningún problema de tipo neurológico, y que entraba dentro de lo normal que, un niño con problemas respiratorios, tuviera retraso en su desarrollo psicomotor debido a la falta de estímulos (os recuerdo que se pasaba el día enchufado a una máquina de oxígeno).

En la revisión de los 5 meses, Jesús me lo volvió a decir y yo volví a salir más cabreada que nunca. Pero decidí acudir por mi cuenta a la consulta de un neuropediatra para darle con el diagnóstico en los morros.

Y tuvimos la suerte de caer en la consulta del Dr. Jesús Eirís (nuestro otro Jesús). A día de hoy, estoy convencida de que si no hubiésemos dado con él, Antón seguiría sin diagnóstico o maldiagnosticado. Porque resulta que a sus pulmones no les ocurría nada, sino a su cerebro, donde faltaba una pieza que impedía mandar la orden correcta a los pulmones para respirar con normalidad. Esa era una de las características del Síndrome de Joubert, que es el diagnóstico con el que salimos bajo el brazo. O más bien el diagnóstico que sospechaba el Dr. Eirís porque, para saberlo seguro, era necesario hacerle una resonancia magnética y comprobar así si el cerebelo de Antón tenía o no vermis.

informe diagnostico calido

Y fue esto lo que nos llevó a la “especialista” de nuestro hospital de referencia. Fue el día 6 de mayo de 2005. El Dr. Eirís no había querido decirme en qué consistía el Síndrome de Joubert hasta haber confirmado el diagnóstico. Le transmití entonces mi miedo de que mi curiosidad me llevara a internet y fue sólo entonces cuando me dijo que el rango de afectación era muy amplio: desde pacientes sin apenas secuelas hasta otros con la funcionalidad tremendamente comprometida, pasando por niños con rasgos del espectro autista. Me hizo prometer que no miraría nada en internet y yo lo cumplí. Pero hete aquí que esta señora decidió, antes siquiera de hacer la resonancia que confirmara el diagnóstico, ser mi propio Google. En esa consulta me dijo que mi hijo no andaría, ni hablaría y que tendría que acabar alimentándose mediante una sonda nasogástrica.

Quiero ahora que os pongáis en mi piel: si te dicen que tu hijo de 23 días se va a morir y meses después cambia el diagnóstico y el nuevo pronóstico dice que no andará ni hablará, ¿crees que te va a importar? Lo único que yo quería es que Antón siguiera en mi vida, así que recibí el diagnóstico del Joubert como un regalo, como una bendición. Y eso debió ser algo que aquella señora no lograba entender. Seguramente no le encajaran ni mi actitud, ni mi expresión, ni mi reacción ante sus palabras (o más bien sentencia). Pero si se hubiera molestado en conocer nuestra historia de los últimos cinco meses (ya no digo mis sentimientos ni mis lágrimas), no le habría resultado tan difícil de comprender.

El caso es que seguramente estaba acostumbrada a recibir otro tipo de reacciones en las familias tras sus anuncios y debió decidir que yo no me estaba tomando aquello como debería hacerlo. Quizás hasta pensó que no era sano para mí… manda narices. Aunque ya digo que todo esto no son más que suposiciones mías porque llevo todos estos años tratando de entender su conducta y sus palabras de aquel día: justo cuando yo estaba sola con Antón, mientras le practicaban un electroencefalograma, insistió en saber si yo había entendido bien sus palabras. Le dije que sí pero, al verla mirándome tan seria, le pregunté entonces lo único que en ese momento me preocupaba: si el Joubert iba a afectar a sus expectativas de vida. Y me contestó que sí de manera contundente. Y entonces me hundí: no sólo mi hijo iba a tener una discapacidad muy grave, sino que además iba a “seguir muriéndose”, después de todas las esperanzas que yo me había creado durante aquellos días. Me desvanecí. Ella salió y le dijo a mi marido (que esperaba fuera porque dos padres parecen “molestar” demasiado en las pruebas): “Entre, que su mujer está algo compungida”. Compungida, esa fue la palabra que empleó según me contó él después. No se me olvidará en la vida. Y juró que estoy contando las cosas como fueron. No necesito exagerar nada porque la realidad fue mucho peor que nada que se pueda imaginar.

Por suerte, también se encontraba dentro de aquella consulta la neurofisióloga que estaba practicando el electro. Fueron ella y su enfermera quienes me atendieron tras aquella bomba. Y aquí y ahora (aunque ni siquiera sé si lo leerá), quiero darle las gracias por abrazarme y consolarme, por intentar amortiguar las palabras de su compañera y transmitirme que, a veces, las cosas en medicina no se desarrollaban tal y como los médicos imaginan. Gracias, infinitas gracias. Por ser mi salvavidas “ese” día y por seguir abrazándome, a mí y a Antón, cada vez que nos hemos encontrado por los pasillos del hospital en todos los años que han seguido. Gracias por interesarte por mi niño (al que llamas “mi Antón”), por alegrarte de sus progresos y celebrarlos, por raptarle y llevarlo a tu consulta para regalarle chuches. Gracias infinitas, Catia.

Gracias por todas esas cosas que tu colega nunca se molestó en hacer ni decir. Porque a ella también nos la hemos cruzado desde entonces por los pasillos: sólo miradas furtivas, ni una palabra, ni una disculpa, ni una muestra de cuánto-me-alegra-haberme-equivocado. Nada.

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Después de aquel 6 de mayo, vino una semana de pesadilla. Vinieron varios más de “esos” días. El lunes, al hacerle el ingreso, la enfermera que me había atendido en mi compungimiento, me cogió de la mano y me aseguró que la doctora iba a suavizar sus palabras del viernes anterior. Pero no lo hizo, sino que se atrevió a afinar sus predicciones y poner fecha a sus vaticinios: sería muy difícil que Antón llegara al año de vida y de ninguna manera superaría nunca los cinco. Aún no sé de dónde saqué las fuerzas para volver a mi casa (mi marido se quedó con Antón) ni cómo lo hice. Cogí el teléfono y les pedí a mis padres, que vivían a 600 kilómetros, que por favor vinieran, que les necesitaba porque no tenía fuerzas para cuidar de mi niño. Me metí en la cama y no recuerdo nada de los días siguientes. Tan sólo el viernes, cuando le daban el alta a mi hijo, conseguí salir de allí esperando que, esta vez sí, me transmitieran un mensaje más positivo. Pero tampoco fue así.

Volví a hundirme y a esconderme en mi cama, hasta que un día decidí salir de allí para volver a la consulta del Dr. Eirís. Recuerdo que, por el camino, mi marido me decía que no me hiciera ilusiones, que no iba a escuchar nada nuevo. Pero no fue así, aquel 24 de mayo lo marqué en verde en mi calendario porque se abrió una puerta a la esperanza. Eirís no desautorizó ni desacreditó a su colega pero me habló de lo que él conocía del Síndrome de Joubert, que en nada se parecía a lo que a mí me había transmitido ella. Hizo además algo que no olvidaré jamás: me habló de una de sus pacientes, una niña con Síndrome de Joubert que andaba, hablaba y hasta escribía y… ¡estaba viva! Tenía 10 años, así que había doblado las expectativas de vida que a mí me daban para Antón.

Y, respecto al miedo que me habían transmitido sobre las patologías renales, me confirmó que sí, que la amenaza de la nefronoptisis estaba allí pero que, por suerte, en el momento y en el lugar del mundo donde vivíamos, teníamos a nuestro alcance el tratamiento que era un trasplante de riñón y que aunque ojalá no llegáramos a eso, era un escenario muy distinto al de la muerte.

No dejamos de ir inmediatamente a la consulta de la agorera. Seguimos visitándola porque el sistema funciona así y no nos quedó más remedio, pero su actitud tampoco cambió en aquellas revisiones. Recuerdo salir de allí con la sensación de que lo único que le interesaba de mi hijo era comprobar si se cumplían sus predicciones e incluso subestimaba o restaba importancia a cada logro o avance que yo le describía o le mostraba.

No recuerdo muchos más detalles de aquellas consultas pero sí recuerdo, como si fuera hoy, la última. Gracias a ese maravilloso mundo que es internet, descubrí la existencia de la Joubert Syndrome Foundation (ya he hablado de ella en este post). Me hice socia y me empapé de información, datos y emociones en el foro de Yahoo Groups donde se reunían familias de todo el mundo. Me remitieron un dossier con información rigurosa y actualizada sobre el Síndrome de Joubert, del que nos aconsejaban hacer copias y entregar a todos los médicos y terapeutas de nuestros hijos. Así lo hice: se lo entregué al neumólogo y al médico rehabilitador sin problema, el Dr. Eirís incluso me lo agradeció (cuando estoy segura de que aquella información no le iba a aportar absolutamente nada) y entonces llegó el turno de ella. Se negó a aceptar aquella carpeta y me dijo: “Ya sé todo lo que tengo que saber sobre el Síndrome de Joubert”.

Pero no lo sabía todo. En realidad, no tenía ni puñetera idea.

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Por suerte, la inmensa mayoría (sino la totalidad) de estas que yo llamo “profecías”, no se han cumplido. Pero eso es algo que por aquel entonces nosotros no podíamos saber, así que su impacto es nuestras vidas fue tremendo. Y aquí me gustaría aprovechar para gritar que nunca, jamás, tengáis en cuenta el futuro que os puedan describir para vuestros hijos, porque eso es algo que ningún médico ni especialista puede saber de ninguna manera. Eso no es medicina, ni siquiera ciencia, pertenece a otra categoría y recibe múltiples nombres: cartomancia, astrología, clarividencia… Un médico puede realizar un diagnóstico pero nunca dictaminar lo que va a ser la vida de vuestro hijo ni cómo se va a desarrollar.

Una de las cosas que más desearía en este mundo, es poder retroceder en el tiempo hasta ese mes de mayo de 2005, pero sabiendo todo lo que ahora sé y sintiendo todo lo que ahora siento. Y no me refiero tan sólo a que esos pronósticos y expectativas sobre la funcionalidad de mi hijo, sobre su salud o sobre sus expectativas de vida, no se hayan cumplido. Me refiero a saber y sentir que la discapacidad no es una tragedia ni una condena, sino una forma diferente de ser y estar, que en el mundo debería haber cabida para todos y que nadie, absolutamente nadie, puede establecer cuál será el techo de nuestros niños.

Si supiera entonces todo lo que sé ahora, nadie podría haberme robado el derecho a disfrutar de mi bebé. Porque a mi Antón bebé no lo disfruté, sólo lo lloré.

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Sobre vacunas y falta de sentido crítico (sensato)

Comparto en mi página de Facebook esta noticia [enlace aquí] sobre la polémica generada entorno a la administración de la vacuna de la varicela. En los comentarios se genera una cierta polémica entre provacunas y antivacunas que me hace reflexionar no sólo sobre el tema de las vacunas, sino también sobre nuestra falta de sentido crítico razonable.

Las vacunas han salvado, salvan y salvarán millones de vidas. Esto es así y es indiscutible.

polemica sobre vacunasCierto es, que existe un grupo cada vez más numeroso de familias que secundan unas teorías que demonizan las vacunas y las consideran incluso responsables del autismo. Esta teoría fue lanzada hace años por Andrew Wakefield en la revista científica The Lancet. Desde entonces se han publicado decenas de artículos más que desmontan la teoría de Wakefield e incluso demuestran como manipuló y distorsionó los datos. Tanto es así, que The Lancet retiró este artículo y Wakefield perdió su licencia para ejercer la medicina en el Reino Unido por mala praxis (lamentablemente, creo que ahora ejerce en Estados Unidos). Increíblemente y a pesar de todas estas evidencias, siguen surgiendo cada día personas que apoyan esta teoría.

No hay nadie más partidario que yo de las vacunas. Y tanto es así, que a Antón no sólo le puse las vacunas obligatorias, sino también algunas otras de las que se comercializaban, entendiendo que los controles a que se someten los medicamentos en nuestro país las hacen buenas, seguras y fiables. Incluida la dichosa Varivax. De ahí mi enorme enfado ante todo lo que se concluye de la noticia arriba referida, que no aporta una mera opinión de quien la redacta y de su entrevistado, sino estadísticas y datos objetivos. Y sabiendo de las (malas) prácticas (cuasi mafiosas) de las grandes farmacéuticas, los creo capaces de esto y de mucho más. Teniendo en cuenta, además, que de las políticas de esas multinacionales no conocemos más que la punta del iceberg.

Cuestionar UNA vacuna no implica cuestionar todo el sistema de vacunación. Siento que muchos de los que vieran esta noticia sólo se quedaran con el título y no leyeran a fondo, ni mucho menos analizaran, su contenido. Siento también que compartir la noticia en mi muro sirviera a muchos contrarios a la vacunación para esgrimirlo como argumento de sus locas, y sobre todo egoístas, teorías.

Y desde aquí digo y afirmo que ese grupo de padres y madres antivacunas pone en peligro la salud de todos, que renuncian a un avance médico vital para el aumento de la esperanza de vida en las sociedades occidentales y que ojalá fuera posible que madres y padres de los países empobrecidos (eso que llamamos «tercer mundo») pudieran beneficiarse de su renuncia, esos que ven morir a sus hijos de enfermedades que aquí son sólo un recuerdo como la polio o la tuberculosis. Y repito, comprometen la salud colectiva.

La conducta de estas familias me recuerda a lo que yo llamo Efecto tío Pepe: un tío mío presumía orgulloso de que él nunca quitaba las luces largas al cruzarse con otro coche cuando conducía de noche porque “ya las quitan los demás”. Evidentemente, él no sufría el deslumbramiento de los faros de los vehículos que le venían de frente porque el resto de conductores no mantenía las luces largas sino que cambiaba a cortas, como obliga el código de circulación. Su conducta le permitía una conducción nocturna segura (y enormemente cómoda) pero suponía un riesgo para el resto de conductores responsables y cumplidores de las normas. No sólo ejercía una conducta imprudente, sino que además se jactaba de ello.

A mi modo de ver, las familias antivacunas actúan exactamente igual: pueden permitirse no vacunar a sus hijos porque ya lo hacemos los demás. Y encima se enorgullecen de velar por la salud de sus niños y niñas de una forma más activa y comprometida que el resto de familias (que debemos ser unos completos imbéciles). Que sepan los grupos antivacunas que es la inmunidad de grupo, obtenida a través de la vacunación colectiva, la que proporciona protección a los miembros no vacunados de ese grupo (es decir, a sus hijos e hijas). Y eso es intolerable además de indecente.

Hay cuestiones en las que no se puede esgrimir la libertad personal, la libertad de elección. No se puede vivir en sociedad queriendo aprovecharse de los beneficios que entre todos hemos conseguido, sin cumplir con los deberes que eso conlleva.

Precisamente el éxito de la vacunación colectiva ha permitido que dejemos de percibir en nuestra sociedad el peligro de enfermedades que hasta hace muy poco significaban una muerte casi segura (tuberculosis) o que tenían efectos terribles (poliomielitis). A esos padres y madres antivacunas les aconsejaría que echaran un vistazo a un pasado no tan lejano, aún quedan abuelas que sienten escalofríos ante la mención de la palabra tisis y personas que tienen alguna discapacidad como consecuencia de la polio.

Gran parte de los siete millones de niños que mueren cada año en el mundo por causas que se podrían prevenir o curar, se deben a la carencia de políticas de salud pública que garanticen el acceso a las vacunas. Y miles de familias que no se pueden permitir esas vacunas contra las que pelean muchos de quienes viven entre nosotros, deben sufrir viendo las terribles consecuencias de la polio sobre sus niños.

poliomielitis

No, no existe ya la poliomielitis aquí y ahora. Pero seguro que si se diera un rebrote de esta enfermedad, muchos de los que se manifiestan con tanta vehemencia contra la vacunación obligatoria no tendrían piernas para correr a vacunar a sus hijos.

Mientras a esta infancia se le complican las posibilidades de subsistir por no tener acceso a las vacunas que a nosotros nos regalan, nosotros entramos en pánico con la palabra ébola. Por cierto, yo me pregunto: si acaso se descubriera una vacuna para el ébola, ¿estas familias vacunarían a sus hijos? ¿y para el Sida? Seguro que sí.

La tuberculosis es la segunda causa mundial de mortalidad (sólo superada por el VIH): casi dos millones de fallecidos cada año. Para que nos hagamos una idea, equivale a la suma de las poblaciones de Valencia, Coruña, Oviedo, Vitoria, Santander, León y Huelva!! Casi dos millones de familias enterrando a uno de sus miembros. Y muchos de ellos son niños, niños que no han recibido ni la vacuna ni el tratamiento que hace tiempo que ya existen. Sus madres no se han podido permitir renunciar a este derecho.

En nuestra sociedad, y gracias precisamente a las políticas de vacunación que han logrado una mínima incidencia de la tuberculosis en nuestro país, nos hemos podido permitir eliminar esta vacuna del calendario de vacunación obligatoria (creo que sólo se sigue administrando en el País Vasco). También la viruela, el virus más mortífero que ha conocido el ser humano (300 millones de fallecidos sólo en el siglo XX), es ya sólo un recuerdo gracias a un programa de vacunación masiva impulsado por la OMS.

Resulta muy fácil que la salud de tus hijos no corra riesgos gracias a los esfuerzos del resto y hasta a su sacrificio porque, evidentemente, aunque está claro que las vacunas salvan y salvarán millones de vidas, a veces y en determinadas personas tienen riesgos y producen efectos adversos. También conlleva riesgos la sedación y no veo yo a estos padres diciendo: “no, a mi hija no me la operen de apendicitis que hay gente que ha muerto por culpa de la anestesia”.

El éxito de la vacunación masiva nos ha hecho perder el sentido del riesgo ante determinadas enfermedades pero esa amenaza existe. Espero y deseo que se siga exigiendo la cartilla de vacunación a la hora de matricular a un niño en un centro escolar porque no podemos permitir que haya personas que se beneficien de sus derechos sin cumplir con sus deberes. El ejercicio de la libertad personal es incuestionable pero, ojo, mientras no entre en conflicto con los derechos (en este caso la salud) del resto. Una sociedad jamás podrá funcionar si sus miembros incumplen las normas con las que se ha dotado. Y deben cumplirlas TODOS.

niño vacunaCreo que queda demostrado que no existe nadie más partidario que yo de las vacunas. Y, precisamente porque defiendo el sistema público de vacunación, debería estar libre de cualquier sospecha que pueda dar argumentos a los grupos antivacunas. Del mismo modo que la transparencia de nuestro sistema de trasplantes permite que nuestro país sea pionero en el mundo. Habría que considerar la polémica sobre la vacuna de la varicela como una excepción. Aunque no logro entender que ese laboratorio consiguiera superar los estrictos controles que existen y colocar en el mercado una vacuna con una calidad tan precaria desde el punto de vista inmunológico y cuya generalización siembra tantas dudas entre los expertos. Y mucho menos entiendo que se consienta que haya utilizado recursos legales y presiones paralegales en nuestro país, con el fin de enriquecerse más allá de lo razonable (el coste de esta vacuna en España es el más caro de toda Europa: 71 euros)

Como digo, no quiero que se desprenda que cuestionar esta vacuna en concreto suponga poner en entredicho la totalidad del calendario de vacunación. Pero lo cierto es, que todo lo que gira en torno a la vacuna de la varicela es muy oscuro. Deberíamos aplicar el pensamiento crítico y el hecho de cuestionar esta vacuna en concreto, con estos datos, no es incompatible con la defensa de la vacunación, sino todo lo contrario.

Siento mucho que el haber compartido públicamente la información contenida en el citado artículo, haya dado argumentos a gente contraria a la vacunación de sus hijos. No es eso lo que en él se dice y expresa.

No se puede adoptar una postura firme respecto a algo sin haber analizado antes información abundante y diversa respecto al tema. No deberíamos quedarnos con lo primero que nos llega, ya sea porque está redactado de una forma atractiva que entra muy directamente (muchas teorías conspirativas son enormemente fascinantes pero esto no puede ser un criterio científico para creer en algo) o porque están formuladas por personas en cuyo criterio confiamos y, a ver, el hecho de estar de acuerdo con alguien en muchos, muchísimos temas, no implica que no podamos cuestionarnos nada de lo que cree, defiende y opina. No funciona así.

Cierto que las prácticas perversas de muchas multinacionales de la industria farmacéutica (los pleitos contra los genéricos de bajo coste que se fabrican en países del tercer mundo son sólo un ejemplo), unido a la poca confianza (con motivos) que tenemos en la honradez de los gestores políticos de nuestro país, constituyen el caldo de cultivo ideal para dar credibilidad a este tipo de teorías o para, al menos, llegar a plantearnos dudas sobre el tema de las vacunas. Sin embargo, los datos estadísticos sobre los millones de vidas que salva este poderoso avance médico están ahí.

Yo misma, hace años, me dejé seducir durante un tiempo por estas teorías conspirativas. Pero entonces nacieron mis hijos, y su salud y su vida me importaron lo suficiente como para informarme más a fondo sobre el tema y preguntar a cuanto conocido en este campo tenía a mano. Se me disiparon todas las dudas en cuanto tuve oportunidad de preguntarle a uno de mis amigos de cuadrilla, que llevaba años errando por el mundo desde que se incorporara a Médicos sin Fronteras nada más terminar la carrera de Medicina. Me dio mucha vergüenza su respuesta.

polio africa

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