Todo lo que he expresado en estos días acerca del mundo que gira en torno a la rehabilitación y las terapias, lo hecho desde mi perspectiva de madre. Esa perspectiva no es la de un profesional. No soy especialista en ninguno de los múltiples campos relacionados con el mundo de la discapacidad. Soy, simplemente, madre de un ser maravilloso que nació con diversidad funcional pero también con otras muchas y extraordinarias características.
Creo, sin embargo, que mi perspectiva pudiera también resultar aprovechable. Es cierto que carezco de los conocimientos científicos específicos, especializados y profundos de los profesionales que han tratado a mi hijo. A cambio, y a diferencia de ellos, disfruto de la ventaja de tener una visión global de todo este mundo. He observado como la mayoría de estos profesionales focalizan tanto su atención en determinadas partes de su cuerpo, o de funciones específicas, que acaban olvidándose de su alma y de su espíritu, de su ser. Somos mucho más allá de un órgano, un músculo o una función concreta. Somos, ante todo, seres completos definidos por multitud de aspectos. Algo que a menudo olvidamos respecto a las personas con diversidad funcional. La discapacidad, física o intelectual, lo ocupa todo y nos impide ver a la persona, al ser humano.
Esta distorsión nos llega a afectar a los propios padres. El diagnóstico nos desborda de tal manera, que llegamos a olvidarnos de que es un niño y le privamos de la vida propia de un niño. Perdemos la intuición y parecemos necesitar de indicaciones médicas y/o pedagógicas para absolutamente todo: desde cómo sentarle hasta la forma correcta de introducir una cuchara en la boca. Nos sumergimos en una espiral de terapias/consultas/intervenciones que les priva de la infancia. La etiqueta médica uniformiza a los niños de tal manera que olvidamos que, independientemente de su diagnóstico, tienen también una personalidad propia y única.
Afortunadamente para nosotros, mi hijo se ha empeñado desde el primer día en enseñarnos a ver y valorar el ser fantástico y excepcional que es. Ha conseguido que su personalidad, su fuerza, su tenacidad y su energía pesaran más que el nombre impronunciable con el que lo etiquetaron al nacer.
Me gustaría que este camino que hemos recorrido juntos, esta oportunidad de compartir todas las horas del día y todas las circunstancias de la vida, de la que normalmente carecen médicos, terapeutas o educadores, pudiera aportar una perspectiva diferente y útil a los profesionales que vayan a encontrarse en su camino a niños con diversidad funcional.
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He comentado anteriormente que cuando mi hijo tenía casi cuatro años, nuestro afán por lograr una escolarización lo más normalizada posible (algo difícil si faltaba a clase tres mañanas por semana), nos llevó a
Y lo sé porque yo también estuve allí. Durante los primeros años de la vida de Antón viví por y para las terapias. Con auténtica devoción. Ejercicios y rituales que también debían tener continuidad en casa.


Llegada a Holanda:
El factor que a mi entender influye más en los avances de un niño con diversidad funcional es una adecuada experiencia escolar/educativa. Estoy convencida de que la espectacular evolución de Antón fue obra de la metodología y actitud de la extraordinaria docente con la que contó en sus primeros años de escolarización. Fue una experiencia tan asombrosa, tanto para él como para la familia, que necesito dedicar a este tema el espacio y tiempo que merece en futuras entradas.

























































