2024 caracteres para recordar 2024

Este año nos ha traído de todo. Felicidad (o algo parecido) y tristeza. Paz y angustia. Amor y mezquindad. Cuidados y abandonos. Amistad y soledad. Vida y muerte.

En marzo volvimos a cruzar el océano. Esta vez para ver como nuestros hijos e hijas recogían un premio en Naciones Unidas por su activismo en favor de la Educación Inclusiva que, no nos cansaremos de repetir, es la única vía para alcanzar una sociedad respetuosa y acogedora con toda la variabilidad humana.

A principios de junio me senté en un escaño del Parlamento de Galicia para escuchar a Antón y su discurso reivindicativo. A finales de ese mismo mes, intentamos dar un golpe de estado (infructuoso) en un lugar que se sustenta con recursos públicos dirigidos a dignificar las vidas de personas como mi hijo (o eso creía), pero que ha acabado financiando un chiringuito de incompetentes capacitistas. Seguiremos intentándolo. El golpe de estado, digo.

El verano nos sorprendió con Luz y familia, y nos trajo a Paula y familia, a Concha y familia, a Alejandro y familia y a mi familia propia. No nos movimos de A casa do Bien, pero fue más maravilloso que haber dado la vuelta al mundo.

En septiembre quise hacer el CompostELA 2024 pero mi pie izquierdo me lo impidió. Creo que se confabuló con Antón para tener sinmigo una experiencia mucho mejor y más liberadora de la que hubiera tenido conmigo sobrevolándole.

Octubre me reencontró con compañeras y compañeros activistas en Barcelona, en unas jornadas que fueron todavía más espectaculares que todas las anteriores. Y eso que el listón estaba muy muy, pero que muy alto.

El 10 de noviembre nos trajo el regalo de Lidia y Chus en forma de una preciosa ballena. Tengo la esperanza de que iluminará no sólo la vida de Antón, sino muchas otras. To be continued

Diciembre nos regaló otra visita-sorpresa, esta vez la de Judith, que inundó nuestra casa de risas y alegría.

Este año he publicado treinta y tres posts en el blog que suman 18.755 palabras sin contar las 353 de éste.

2024 caracteres para recordar 2024.

Imagen de nuestro perro Koti. Un perro sin raza definida pero tan precioso por fuera como por dentro. Tiene el pelo de color canela y en la foto luce un gran lazo verde en el cuello.

Aquí Koti todo ghuapo para despedir el año.

30 años teimudos*

La asociación Teima Down Ferrol celebraba el pasado fin de semana los 30 años de su creación y para celebrarlos organizaron unas jornadas que llevaban por título: El camino de los Derechos Humanos: presente, pasado y futuro. Nada más y nada menos.

Podrían haber organizado un congreso donde invitaran a presentar sus charlas mil veces repetidas a profesionales y expertos de renombre o a algún conferencista motivacional de esos que pueblan ahora las redes y que tanto público concitan (lo que parece justificar las cifras de su caché). Pero no, Teima volvió a demostrar que no es una asociación al uso. Afortunadamente.

Cartel de las jornadas con su lema y destacadas las palabras INCLUSIÓN, DEREITOS, CAMIÑO

 

El encuentro se desarrolló a lo largo de la tarde del viernes y de todo el sábado. Es decir, que tanto las profesionales de la asociación como las familias asociadas, estuvieron dispuestas a ceder su tiempo de ocio y de descanso para este encuentro.

Yo, que no era ni trabajadora ni socia de Teima, me sentí un poco intrusa pero, al mismo tiempo y así lo expresé allí, también una especia de “observadora internacional”. Y lo que vi fue una organización que realmente funciona como una asociación. Explico esto.

En los veinte años que llevo en el mundo de la discapacidad, he podido constatar cómo los organismos públicos acaban derivando toda gestión y toda responsabilidad a las asociaciones, en el convencimiento de que son las más capaces y comprometidas dado que prácticamente todas ellas han sido creadas por familias de personas con discapacidad y por ellas son gestionadas. Pero, tristemente, la realidad me ha demostrado que muchas veces acaban siendo perpetuadoras del capacitismo, de la infantilización, y las primeras en poner palos a la autonomía y la independencia de las personas que justifican su existencia: aquellas en situación de discapacidad. Que, ojo, es exactamente lo mismo que hacen muchas, muchísimas familias respecto a sus hijos con diversidad funcional. Como este tema es largo y complejo (además de espinoso) y no es el objeto de este post, aquí lo dejo.

Pero el caso es que he observado que, por un lado, las asociaciones se convierten en proveedoras de servicios (que casi siempre quiere decir terapias) y, por otro, los asociados las perciben como empresas a las que pagan a final de mes o de año, pero en las que sienten que tienen la misma capacidad de decisión que en el Gadis de la esquina o la librería del barrio. Ninguna.

¿Por qué ocurre esto? Pues los responsables de las asociaciones (gestores y trabajadores) suelen expresar que las familias no se implican y éstas sienten que no se cuenta con ellas. Las dos cosas suelen ser verdad y las dos partes son responsables de que suceda.

Es una realidad parecida a la que he vivido en la escuela, donde los claustros se quejan de la poca implicación de los padres y de las madres y de que ni siquiera acuden a las reuniones. Y yo, como madre, he asistido a reuniones absurdas que se convocan porque así lo exige la administración. Recuerdo en concreto una que se convocó para las familias cuyos hijos e hijas pasaban aquel año de Infantil a Primaria, donde la orientadora nos leyó un power-point eterno que nos instruía a madres que llevábamos seis años criando a nuestros hijos e hijas, sobre el tipo de dieta más adecuada, el número de horas que debían dormir o la importancia de leerles cuentos por las noches, entre otras muchas obviedades que sentimos insultantes. Una madre a mi lado susurró: «Ni que nos hubieran caído los niños ayer». Lo que ocurrió es que en las reuniones posteriores, donde se seguían repitiendo perogrulladas, cada vez eran menos las madres que asistían. (Hablo en femenino, porque madres eran las que componían siempre el grueso de las reuniones). Y las que lo hacíamos, estoy segura que era casi en un cien por cien para que no se dijera que no nos importaban nuestros hijos y que no nos implicábamos en su educación. Al menos esa era mi motivación, hasta que también me harté.

Frente a esto, recuerdo los tres años de Educación Infantil, donde casi podría asegurar que nunca nadie, ninguna familia de la clase, faltó ni a las reuniones ni a las actividades que organizaba Daniela o en cualquier otra ocasión en que solicitara la participación de los padres y de las madres. (Allí sí que había tantos padres como madres). ¿Por qué? Porque nos sentíamos parte del proyecto y se nos tenía en cuenta. Y, sobre todo, porque éramos conscientes de que sin nuestra participación era imposible que la clase de Daniela funcionara como funcionaba. Así de sencillo.

Y esto que estoy describiendo es exactamente lo que creo que ocurre en el mundo asociativo: por una parte no cuentan con los asociados y, por otra, estos acaban sintiendo a la asociación como una empresa y actúan como se espera que actúe un cliente.

Fotografía donde aparezco con otros tres asistentes a la jornada. Detrás se ve el cartel de las jornadas donde puede leerse “O camiño dos Dereitos Humanos: presente, pasado e futuro”.

Así que, podríamos decir que Teima es la Daniela de las asociaciones y, por eso mismo, los usuarios y sus familias son realmente asociados. Eso explica que estuvieran dispuestos a dedicar un fin de semana a reunirse y debatir sobre su pasado, su presente y su futuro.

No hubo un panel de expertos que desde un estrado les enseñara el equivalente a qué dar de comer a un niño o cuántas horas debe dormir una niña, sino que las mesas que se organizaron contaron con representantes de las gerentes, las trabajadoras y las familias.

El programa también incluía la celebración de asambleas donde la voz de todas y todos era igual de valiosa. Lo expuesto y compartido en esos debates colectivos, era lo que decidía los temas que después se debatían en pequeños grupos. Finalmente, y de nuevo en asamblea, se compartían los análisis y las propuestas salidas de esos talleres grupales.

Hace falta ser muy valiente para organizar un formato así de jornadas donde te expones a escuchar voces críticas con tu gestión y con tu trabajo. Pero también es la única forma de conseguir que todos los socios y socias de Teima pudieran ser conscientes de que también ellos y ellas eran responsables de corregir o cambiar todo lo que no estaba funcionando tal y como desearían. Que no se puede esperar sentado a que las soluciones caigan de arriba, sino que hay que estar en primera línea de acción. Que se sintieran integrantes de una asociación y no clientes de una empresa.

En la mayoría de asociaciones impera la verticalidad. Así, la falta de comunicación (de una de las partes) y de implicación (por parte de la otra), lleva a confrontar en lugar de converger. Por un lado, gestores y trabajadores convencidos de que saben qué es lo mejor para usuarios y familias. Por otro, familias que pueden no ser conscientes de la complejidad y de las dificultades que implican sus demandas. Es decir, se está reproduciendo exactamente lo mismo que he observado en la escuela: Por un lado claustros que echan pestes de las familias y, por otro, familias que echan pestes de los docentes. Y en medio, los niños y las niñas, víctimas de estas dinámicas tan perversas.

Por eso me admira la horizontalidad que, desde la distancia, he venido observando en Teima y que he podido comprobar en primera persona durante estas jornadas. Ojalá sirva de modelo al mundo asociativo relacionado con la discapacidad.

Lo que este encuentro ha demostrado es que una asociación se debe construir desde lo participativo. Que lo analítico no está reñido con lo emocional. Y, sobre todo, que no hay que temer a la participación de la gente, porque es desde la participación desde donde las personas se responsabilizan.

En realidad, lo que me llevó a escribir este texto inicialmente era contar lo que viví en el taller donde participé. Viendo que me está quedando larguísimo, y aunque las que os pasáis por aquí sabéis que me voy exceder de los 280 caracteres de X y hasta de los 2.200 de Instagram, como ya me voy acercando a los ocho mil, creo que lo voy a dejar para otro día, antes de que salgáis huyendo 😊 

*TEIMA:

1. Idea fija y constante o costumbre rara en la que se persiste.

2. Actitud contraria a algo o alguien.

*TEIMUDO/A:

Que persiste en sus ideas o actitudes.

 

AZKENDAKARI

Vaya por delante que me he inventado la palabra. O eso creo. Si en euskera «lehen» significa «primero» y «lehendakari», «el primero entre los primeros» (y por eso mismo tiene el sentido de presidente), pues he pensado en añadirle ese sufijo a «azken», que se traduce como «último». Así, «azkendakari» bien podría hacer referencia a «el último entre los últimos». No existe un término en castellano para designar este concepto y como lo que no se nombra no existe, pues yo he decidido nombrarlo. 

Podría haber recurrido al gallego que me es más familiar y a su «derradeiro», que significa último, pero último de verdad. Es decir: derradeiro sería lo que va después de último. Sin embargo, es una palabra con connotaciones positivas y tiernas para mí e incluso festivas. En los conciertos y durante los bises, si el grupo nos gusta mucho, mucho, recurrimos al truco del almendruco que es pedir «a derradeira» después de que los músicos hayan jurado y perjurado que esa ya era «a última».

Derradeiro no me servía para nombrar una realidad que no es ni positiva, ni tierna, ni festiva. Así que he creado una palabra desde el euskera para describir una realidad que existe, pero para la que no tenemos nombre: el último entre los últimos en las aulas.

Hace unos años, mi hijo llegó un día especialmente triste del instituto. Y digo especialmente, porque triste llegaba todos los días durante aquellos cuatro cursos. Resulta que un profesor había mandado hacer grupos y él había sido elegido de último. Yo ignoraba que esta práctica perversa, la de elegir grupos, seguía presente en las aulas, pero la cuestión es que su tristeza no procedía del lugar que ocupó en la jerarquía social de la clase aquel día, porque me dijo (y eso sí que me entristeció a mí) que ya estaba acostumbrado a ser elegido el último-último. Ese día estaba hecho polvo, porque una de las que elegía era quien había sido su amiga del alma. Y digo había sido porque, después de ser uña y carne durante toda la primaria, por alguna razón, fue poner el pie en el instituto y alejarse automáticamente de él. Digo por alguna razón de forma retórica, porque la razón era que situarte al lado de alguien nombrado por la discapacidad como Antón, parece ser incompatible con ocupar un lugar social mínimamente decente en el ecosistema de secundaria.

El caso es que el día que J. fue una de las eligientes, Antón tuvo la esperanza de que todo lo que habían vivido juntos durante tantos años le garantizaría ser al menos el penúltimo. Los designados por el profesor para formar grupos fueron escogiendo entre sus compañeros y compañeras y, sin ninguna sorpresa, los dos últimos volvieron a ser F. y Antón. Como J. escogía primero, Antón estaba seguro de que diría su nombre. Pero no, dijo el del penúltimo oficial de la clase y Antón ocupó su lugar también aquel día: el último entre los últimos. Y sufrió por dentro durante toda esa clase, el recreo, las tres clases restantes, el comedor y el autobús. Cualquiera puede imaginar de qué forma explosionó al llegar a casa y cómo me partió a mí el corazón. Una vez más.

Yo justo tenía a aquel profesor como uno de los más razonables entre los de ese curso y mi decepción y desesperanza fueron por ello todavía mayores. Esa misma tarde decidí escribirle un correo. Quería que supiera el daño que causaban determinadas prácticas, por muy instauradas y normalizadas que estuvieran en las aulas.

En su mensaje de respuesta y después de lamentar que «Antón se sintiera tan afectado por esa situación de aula», el profesor alegaba que el modelo de organización de grupo que les había propuesto seguía «un formato heterogéneo y de autogestión» que consideraba que era «el más adecuado para ese objetivo y para potenciar destrezas de responsabilidad en el manejo de ese tipo de grupos». Aseguraba, además, que «la capacidad para organizarse entre iguales tiene una intención pedagógica».

Tuve además una reunión presencial con él donde volvieron a salir los consabidos argumentos de que en el mundo laboral futuro también tendrían que colaborar con compañeros que podrían ser afines a ellos o no y bla bla bla…

Pues bien, aunque en ese hipotético futuro les toque trabajar con personas con las que no encajen y puede que ni aguanten, chico… ¡haz tú los puñeteros grupos! Porque, no sé vosotros, pero yo nunca he trabajado en ningún lugar (ni conozco a quien lo haya hecho) donde se ponga en fila a toda la plantilla de la empresa y dos personas vayan escogiendo entre sus compañeros y compañeras para formar los grupos de trabajo.

Y en el caso de que así fuera y esas prácticas realmente existieran en el mundo laboral, ¿lo suyo no sería que desde la escuela se fueran moldeando prácticas laborales futuras más humanas y menos dañinas? ¿Es que va a ser siempre el mundo empresarial quien imponga los códigos de conducta a la escuela? ¿No debería ser al revés? Porque la escuela tiene la capacidad real de generar actitudes y modelos que más tarde tengan continuidad en el mundo adulto y laboral. Pero, con la manida excusa de la productividad futura, lo que está haciendo es crear normas de comportamiento atroces. Como la maldita elección de grupos que refuerza, todavía más, los roles asignados a cada alumno y alumna y de los que es casi imposible escapar. Ni dentro de la escuela, ni fuera de ella. Ni en el presente, ni en el futuro.

Hace unos meses mi hijo realizaba unos estudios postobligatorios y también allí volvió a ser el azkendakari. Volvió a ocupar el lugar que el sistema educativo le ha asignado casi desde que puso un pie en él. Da igual que cambien espacios, compañeros o profesores, él siempre será el último entre los últimos.

Da igual que ahora le reclamen para dar charlas en jornadas educativas, que le publiquen escritos en medios de comunicación de tirada nacional, que haya participado en el congreso de investigación educativa más importante del mundo o que acuda a Naciones Unidas a recoger un premio por su activismo en relación a la educación inclusiva. En un aula del sistema educativo español (y casi que en cualquier otro lugar del mundo) él es y será por siempre jamás el último entre los últimos.

Cuando me contó lo de aquella última vez, yo le dije: Antón, tienes que escribir a ese profesor para que entienda el daño que hacen esas prácticas y para que al menos un día seas tú quien elija grupo. Su respuesta me tiene todavía avergonzada. Me dijo que esa no era la solución, porque un día había tenido que elegir él y lo había pasado todavía peor. Porque hiciera lo que hiciera, siempre iba a quedar alguien de último y esa vez sería responsabilidad suya.

Hay quienes después de ser víctimas se acaban convirtiendo en verdugos. Hay quienes después de haber sufrido como alumnos determinadas prácticas del sistema educativo, cuando pasan a ocupar el rol de profesor parecen vengarse de alguna forma ejerciendo sobre otros lo que les hizo daño a ellos. Y así es como se reproduce y alimenta en las aulas este círculo infernal hasta el infinito y más allá.

También hay valientes, muchos y muchas, que cuestionan lo aprendido y sufrido para generar nuevas prácticas que construyan una escuela que eduque, acompañe y sane.

Estoy segura de que no serán pocos quienes digan que qué piel más fina la mía o que qué floja la chavalería de ahora. Los mismos comentarios que he escuchado mil veces en boca de tertulianos en los medios o de más de una persona durante reuniones familiares respecto al bullying, por ejemplo: «Nosotros también nos dábamos en el patio, pero bien, y aquí estamos, que nadie se ha muerto por eso». 

Pero es que resulta que quienes hablan son siempre los mismos: los que daban la colleja o los que eran elegidos entre los primeros. Que les pregunten a aquellos de quienes se han mofado por «la pluma», a quien recorría con miedo los pasillos esperando a ver por dónde caía la próxima colleja o a quien era elegido siempre de último. Qué fácil es relativizar todo desde el privilegio. Que les pregunten a quienes fueron los últimos entre los últimos la factura que pasa y lo que duelen todavía esas cicatrices años o décadas después.

Fotografía de un jarrón de cristal con tres rosas rojas marchitas. Está en la repisa interior de una ventana y fuera se ve un paisaje otoñal de árboles sin hojas.