Ayer estábamos en la playa y Antón me hizo una observación sobre los chicos de al lado: habían arrojado a la arena las colillas de los cigarrillos que acababan de fumar.
“Qué maleducados…”, dijo. Y, a continuación, se desarrolló la siguiente conversación:
– Pues sí, cariño. Además, si no están bien apagadas, alguien podría pisarlas y quemarse.
– Yo de mayor no voy a fumar.
– Pues haces bien porque es una porquería. Yo antes fumaba y siempre estaba malita: tosía, no podía respirar bien y me cansaba mucho cuando subía las escaleras.
– Pues yo no pienso fumar porque ya tengo una enfermedad y no quiero tener más.
(Y es en ese momento, cuando se me hace un nudo en la boca del estómago)
– ¿Qué enfermedad tienes tú, cariño?
– Una que no me acuerdo cómo se llama.
– Eso no es una enfermedad, mi vida, es una discapacidad. Significa que hay algunas cosas que las haces de forma distinta a otras personas, pero no es una enfermedad. Ya lo hemos hablado muchas veces. La tía Rosi no oye y habla con las manos. ¿A ti te parece que está enferma?
– No.
– Pues tú tampoco. Enfermedad es eso que tuviste con aquel nombre tan raro, mononucleosis, y que no pudiste ir al cole durante un montón de días. Estabas muy cansadito y te encontrabas mal, ¿te acuerdas?
– Sí.
– ¿Y lo entiendes ahora?
– Sí.
Pero mucho me temo que sólo durará hasta la próxima vez que escuche a alguien decir, refiriéndose a él, que “está enfermo” o “tiene una enfermedad”. Niños o adultos que emplean ese tipo de expresiones, casi siempre con la mejor de la intenciones, para justificar algunas de sus limitaciones. Ha escuchado estas frases tantas veces que, independientemente de lo que insistimos en transmitirle en casa, ha acabado convencido de que realmente es así.
Y hay quien sigue defendiendo que las palabras no son importantes si no se emplean con mala intención. Las palabras sí son importantes y hacen daño independientemente de la intención con que se utilicen.
Resulta paradójico que esta situación la viviéramos ayer, cuando fui a la playa buscando un poco de paz para olvidarme de la horrible situación que habíamos vivido un grupo de madres en Facebook, a raíz de las palabras utilizadas por una editorial. Una editorial especializada en Educación Especial que describía como “deficientes” a los niños con diversidad funcional, mientras que a los alumnos sin discapacidad los denominaba “niños normales».
Las palabras son importantes. Vaya si son importantes.
Los cumpleaños son, sin duda, uno de los acontecimientos más trascendentales en la vida social de nuestros hijos. Especialmente cuanto más pequeños son. No importa que falten 3 días o 7 meses para el acontecimiento, siempre está presente en sus conversaciones. La lista de invitados se amplia o reduce en función del devenir de sus relaciones en el patio. Los cumpleaños son una gran fuente de felicidad y emociones… pero también de dolor y frustración. Especialmente en el caso de los niños con diversidad funcional.
Hace unos días reflexionaba acerca de la preocupación que sentimos los padres de niños con discapacidad
Me preocupa un futuro donde mi hijo no tenga alguna obligación que le empuje a levantarse cada mañana. O que su única salida esté en algún taller ocupacional cuya materia no sea de su interés ni se adapte a sus habilidades. Es por ello que aplaudo inmensamente iniciativas como la realizada por 

Cuando los padres de niños con diversidad funcional pensamos en el futuro de nuestros hijos, nos preocupan grandes interrogantes que tienen que ver, principalmente, con su capacidad de autonomía e independencia en su vida como adultos. A medida que esta aspiración se evidencia más y más difícil, nuestra inquietud se centra en asegurarnos de que, una vez que nosotros no estemos, otros se ocuparán de quererles, cuidarles y protegerles.




























































