UNO MÁS, NADA MENOS

Después de más de un año recopilando, seleccionando, descartando y revisando entre la inmensa producción de textos escritos por Antón, hoy podemos anunciar que la maqueta de su libro ya está, por fin, lista para entrar en imprenta.

Por diversas razones, nos hemos decantado por la autoedición y ahora toca decidir el número de ejemplares que se imprimirán. Para ello, hemos creado un formulario para la preventa. Nos permitirá saber el número de personas que puedan estar interesadas en adquirir el libro y, a partir de ahí, decidir el número final de esta edición que, ojalá, sea la primera de muchas.

En el libro se incluyen textos ya publicados por Antón en sus redes, así como muchos otros inéditos y, para estos últimos, mi doble condición de editora y madre han entrado en conflicto. La editora tenía claro que todos sus escritos eran importantes y necesarios para conocer de primera mano el sufrimiento provocado por la opresión que viven las personas nombradas por la discapacidad.

Como madre, mi función ha sido mucho más difícil. Hubo un momento en la vida de Antón en que tracé una línea entre la despreocupación y la sobreprotección y he procurado caminar siempre por ella. Para su vida, el peligro siempre ha sido cruzarla hacia el lado de la sobreprotección. Para su escritura, me preocupaba mucho más caer en el de la despreocupación.

El primer borrador, que recogía todas las publicaciones y textos de Antón, ocupaba el equivalente a 400 páginas en formato libro. 104.670 palabras. 560.175 caracteres. Medio millón de teclas pulsadas para contar una (corta pero desgraciadamente intensa) vida. La versión final del libro es de 232 páginas que ha maquetado nuestra amiga Marigel López con talento y profesionalidad pero, sobre todo, con todo su infinito amor hacia nosotros y hacia la obra que tenía en sus manos.

Los escritos de Antón van más allá del diario de un adolescente. Muchos, muchísimos de ellos han tenido una función terapéutica para él. Especialmente durante los cuatro años de soledad e invisibilidad (que en realidad son formas de maltrato) que pasó en el instituto. El inicio de sus publicaciones coincide, precisamente, con parte de esa etapa. Así que muchos de sus textos son catárticos. Funcionaban para él como un purgante del dolor. Leyéndolos, una casi visualiza al protagonista del cuadro de Munch. Esos textos son gritos ahogados. Porque expresamos el dolor físico con voces esforzadas, elevadas, agudas, pero la ansiedad, la angustia, el vacío o la soledad no van acompañadas de ningún sonido. Sin embargo, en muchos de los párrafos de Antón pueden escucharse sus gritos.

Mi papel como editora (o, más bien, como editora-madre) ha sido intentar protegerle y saber qué, cuánto y hasta dónde podía exponer públicamente. Hasta qué punto le iba a ayudar a él —como individuo particular, pero también como parte del colectivo oprimido al que pertenece— exponer determinadas situaciones y sentimientos. Y dónde se cruzaba la línea en la que ese “compartir” se convertía en “sobreexposición” y pudiera conllevar un daño para él. 

Los textos abarcan desde que tiene 14 años hasta el día en que cumple 18. Están recogidos en orden cronológico. Así, el lector puede ver crecer a Antón a lo largo del tiempo y observar su evolución. No sólo en su escritura sino, sobre todo, como ser humano y dentro del mundo y del activismo.

Todo este proceso lo hemos realizado juntos y no siempre hemos estado de acuerdo. Hay textos que yo no hubiera incluido, pero no hay ninguno que él no quisiera publicar. La lucha entre la editora y la madre ha sido titánica y creo que ha ganado la primera. Porque creo que la labor de una editora es acompañar, pero nunca imponer. Y porque una madre debe respetar las decisiones de un hijo que ya es adulto.

Tengo la confianza de que todas las personas que leáis este libro lo vais a hacer desde el amor y desde el deseo de cambiar la mirada. A través del testimonio de un adolescente que se siente una persona más del mundo, en una sociedad que le ha visto y tratado desde su nacimiento como una persona menos.

 

Como editora, deseo que disfrutes este libro. 

Como madre, te pido que cuides a su autor.

CARMEN SAAVEDRA

Editora-madre

Imagen de la portada del libro. En ella aparecen unas escaleras entre dos paredes y en lo alto de esas escaleras una silueta que es la de Antón. Sobreimpresionado en esta imagen aparece el título del libro: ANTÓN (letras color naranja) UNO MÁS, (letras color negro) NADA MENOS (letras color negro) DIARIO DE UNA RESISTENCIA IGNORADA (letras color naranja)

Puedes conseguir el libro a través del siguiente enlace: 

UNO MÁS, NADA MENOS

Eres libre también de compartirlo entre las personas y espacios que creas puedan estar interesados en este libro. 

GRACIAS 🧡

 

Congreso de Ciencia Inclusiva que excluye

El pasado 28 de abril tuvo lugar la jornada inaugural del II Congreso de Ciencia Inclusiva organizado por el CSIC.

Nuestro amigo Dabiz Riaño fue invitado a dar la ponencia inaugural. Cuando excedía cinco minutos del tiempo concedido, fue apercibido para que terminara. Dabiz es una persona con ELA que estaba haciendo un esfuerzo titánico para poder hablar. Sin embargo, a los organizadores de un congreso de ciencia “inclusiva” no se les debió ocurrir que la flexibilidad en el tiempo es un recurso de accesibilidad y que sin accesibilidad no puede haber inclusión.

Dabiz alegó que ya le faltaba poco para acabar y que no iba a tener otra oportunidad como aquella, por lo que no obedeció la indicación de terminar su exposición. Fue entonces cuando Carmen Fernández Alonso, siguiendo las órdenes de la presidenta del CSIC, Eloísa del Pino, —y lo sé porque me sentaba justo detrás de ellas y fui testigo del proceso— subió al estrado y comenzó a hablar encima de Dabiz como si él no existiese. Aprovechó la capacidad que tiene una persona sin ELA para silenciar, invisibilizar y humillar. Me pregunto si hubiera procedido de igual forma si quien estuviera en ese estrado hubiera sido Pedro Sánchez o Pérez Reverte o Ángel Carracedo.

Comparto aquí el vídeo de ese momento. La voz que se escucha protestando por la situación es la de Eva Riaño, consciente del esfuerzo que había hecho su hermano para estar allí y ofrecer aquella charla.

Con enorme tristeza expongo cómo Carmen Lafuente (vicepresidenta adjunta de Cultura Científica y Ciencia Ciudadana y persona ella misma con discapacidad) fue una de las que mostró mayor empeño en sacar a Dabiz del estrado. Y cómo Jesus Martín (presidente del real Patronato sobre Discapacidad y también persona nombrada por la discapacidad) no hizo nada, sentado en aquella primera fila, por impedir que las responsables del CSIC hicieran lo que hicieron.

Tengo el convencimiento de que ninguno de ellos estaba escuchando a Dabiz realmente. En este enlace se puede acceder al vídeo de su charla (o más bien de lo que le dejaron) donde exponía las situaciones de discriminación, exclusión y el maltrato que sufren cada día las personas con diversidad funcional en múltiples espacios. No sólo eso, sino que además ofrecía alternativas y posibles soluciones a muchas de esas situaciones. Pero a las organizadoras del congreso les dio igual.

Aquí el vídeo-denuncia que grabé aquel día y en aquel momento:

Cuando quien tiene que creer es el resto

Esta semana la ministra de Educación, Pilar Alegría, ha acompañado al rey a hacer entrega del Premio Princesa Girona a Escuela del Año a un centro de educación especial. Es decir, la máxima responsable de educación en nuestro país avala que se segregue a los niños y a las niñas en base a determinadas características.

La Educación Inclusiva es un derecho recogido en la «Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad» (CDPD) de Naciones Unidas, que España firmó en 2008. Esta Convención tiene el mismo rango jurídico que la Constitución. Por lo tanto, puede decirse que el Estado español comete ilegalidades y ampara políticas anticonstitucionales. De la ética, ya mejor no hablar.

Imagen del estreno del documental "Educación inclusiva. Quererla es crearla", donde aparecen algunos de sus protagonistas junto a la ministra de Educación, Pilar Alegría.

Hace cuatro años, la ministra tuvo la oportunidad de reunirse con los chicos y las chicas de Estudiantes por la Inclusión y pudo escuchar de primera mano el sufrimiento que la exclusión genera en el alumnado y sus familias. Esta foto recoge el momento de una emocionada y conmovida Pilar a quien ahora vemos no sólo sancionando, sino incluso premiando la segregación y la exclusión, la vulneración de derechos y el incumplimiento de la legalidad, recogida en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) que España ratificó en 2008.

A pesar de todo, voy a seguir creyendo que la gente es lo que parece y que cree en lo que me dice. Al menos en ese momento. Pero me produce una enorme tristeza y desesperanza comprobar que ni el ministerio de Educación, ni el Gobierno (progresista y de “izquierdas”) van a ayudar siquiera un poco a acabar con nuestra cultura capacitista, que empieza en la escuela segregada y se perpetúa desde la exclusión en la vida adulta.

Como dice mi amiga Ruth, nuestra manera de entender la educación es muy subversiva. Lo mismo que subversivas eran las sufragistas contra quienes también se esgrimían argumentos desde la política, la filosofía y hasta la biología. El mundo se iría a pique si se permitiera votar a las mujeres.

Ahora mismo parece que el mundo también se va a pique si se le reconocen sus derechos, y hasta la humanidad, a las personas nombradas por la discapacidad.

Nosotras seguiremos disintiendo y resistiendo. Espero que la historia juzgue a quienes no.

Hoy Indira y Anton han recordado las palabras con las que la ministra les animaba a que nunca dejarán de creer en ellos mismos.

Pero si nosotros ya creemos en nosotros, ha dicho rotunda Indira.

Efectivamente, sólo hace falta que también crea el resto.

Puedes ver el documental completo en este enlace: Educación inclusiva. Quererla es Crearla.

Para que no pasen lo mismo que nosotros

Pensar e investigar la educación: desafíos sociales y líneas emergentes es un libro recientemente publicado por Octaedro y coordinado por varias personas, entre ellas nuestra compañera de Quererla es Crearla, Tere Rascón.

Antón figura como coautor, junto a Luz Mojtar, Tere Rascón y Nacho Calderón del capítulo 3, que lleva por título «”Para que no pasen lo mismo que nosotros”. Educación inclusiva, lucha colectiva y resiliencia en la vida de Antón Fontao».

«Se trata de un capítulo publicado junto al protagonista, en el que reflexionamos sobre la importancia de la lucha colectiva en la construcción de la identidad. La lucha política tiene un amplio impacto en el modo en que la propia persona se concibe y es concebida.

Gracias, Antón, por la oportunidad de aprender contigo durante los últimos años. Estudiar las exclusiones que la escuela genera requiere dejarse guiar por los análisis y experiencias de las personas que lo sufren. Y aprender junto a ti y junto al grupo de estudiantes nos está permitiendo buscar nuevos caminos. El que hemos explorado contigo está cargado de generosidad, bondad y deseo genuino de hacer una escuela en la que todo el alumnado pueda disfrutar. La educación es esto que plasmas en la frase del título y que destacaba el profesor José Manuel Esteve hace años: un compromiso con la memoria. Solo tengo palabras de agradecimiento.»

(Nacho Calderón)

Imagen de la portada del libro.

Transcribo aquí uno de los fragmentos de este capítulo:

«Circunscribir el problema de Antón que hemos dibujado en estas páginas al síndrome que porta es una bobada. El rechazo o la exclusión son realidades sociales que sufre Antón, y que tienen su justificación en la discapacidad. Sin embargo, hablamos aquí de la discapacidad como una forma desequilibrada de relación, y no hay tratamiento clínico individual que pueda solucionar eso.

De la misma forma que el problema nunca estuvo en las personas homosexuales, por ejemplo, aunque se las tratara como enfermas; el problema, evidentemente, siempre ha estado en la concepción y las prácticas de las personas heterosexuales, que ostentan la hegemonía. Tampoco el problema estuvo nunca en el cuerpo de las mujeres, sino en la opresión machista. Ni en el color de piel de determinadas personas, sino en el racismo.

Han sido estas colectividades las que, en distintos momentos de la historia, fueron capaces de reconocer sus situaciones fuera del marco epistemológico socialmente compartido, desarrollando, así, un movimiento social y político que amplía los derechos. Es lo que Antón encontraría en un grupo de estudiantes que comenzó a reunirse con la simple idea de construir una guía para hacer las escuelas más inclusivas a partir de sus experiencias.

Ese grupo trascendía los límites de una opresión concreta (por ejemplo, la discapacidad entendida como relación), porque estaba constituido por una enorme diversidad interna: de clase social, capacidades, etnia, nacionalidad, raza, estado de salud, orientación sexual, género, entorno rural/urbano, rendimiento académico, etc. Se formó un grupo humano que tuvo la oportunidad de compartir experiencias y, con ello, de reconocerse en los demás.»

Puedes leer el capítulo completo en el siguiente enlace: ”Para que no pasen lo mismo que nosotros”. Educación inclusiva, lucha colectiva y resiliencia en la vida de Antón Fontao.

Y comprar el libro aquí: Pensar e investigar la educación: desafíos sociales y líneas emergentes.

Fotografía de una de las páginas del capitulo con un párrafo resaltado con rotulador amarillo y verde.

AZKENDAKARI

Vaya por delante que me he inventado la palabra. O eso creo. Si en euskera «lehen» significa «primero» y «lehendakari», «el primero entre los primeros» (y por eso mismo tiene el sentido de presidente), pues he pensado en añadirle ese sufijo a «azken», que se traduce como «último». Así, «azkendakari» bien podría hacer referencia a «el último entre los últimos». No existe un término en castellano para designar este concepto y como lo que no se nombra no existe, pues yo he decidido nombrarlo. 

Podría haber recurrido al gallego que me es más familiar y a su «derradeiro», que significa último, pero último de verdad. Es decir: derradeiro sería lo que va después de último. Sin embargo, es una palabra con connotaciones positivas y tiernas para mí e incluso festivas. En los conciertos y durante los bises, si el grupo nos gusta mucho, mucho, recurrimos al truco del almendruco que es pedir «a derradeira» después de que los músicos hayan jurado y perjurado que esa ya era «a última».

Derradeiro no me servía para nombrar una realidad que no es ni positiva, ni tierna, ni festiva. Así que he creado una palabra desde el euskera para describir una realidad que existe, pero para la que no tenemos nombre: el último entre los últimos en las aulas.

Hace unos años, mi hijo llegó un día especialmente triste del instituto. Y digo especialmente, porque triste llegaba todos los días durante aquellos cuatro cursos. Resulta que un profesor había mandado hacer grupos y él había sido elegido de último. Yo ignoraba que esta práctica perversa, la de elegir grupos, seguía presente en las aulas, pero la cuestión es que su tristeza no procedía del lugar que ocupó en la jerarquía social de la clase aquel día, porque me dijo (y eso sí que me entristeció a mí) que ya estaba acostumbrado a ser elegido el último-último. Ese día estaba hecho polvo, porque una de las que elegía era quien había sido su amiga del alma. Y digo había sido porque, después de ser uña y carne durante toda la primaria, por alguna razón, fue poner el pie en el instituto y alejarse automáticamente de él. Digo por alguna razón de forma retórica, porque la razón era que situarte al lado de alguien nombrado por la discapacidad como Antón, parece ser incompatible con ocupar un lugar social mínimamente decente en el ecosistema de secundaria.

El caso es que el día que J. fue una de las eligientes, Antón tuvo la esperanza de que todo lo que habían vivido juntos durante tantos años le garantizaría ser al menos el penúltimo. Los designados por el profesor para formar grupos fueron escogiendo entre sus compañeros y compañeras y, sin ninguna sorpresa, los dos últimos volvieron a ser F. y Antón. Como J. escogía primero, Antón estaba seguro de que diría su nombre. Pero no, dijo el del penúltimo oficial de la clase y Antón ocupó su lugar también aquel día: el último entre los últimos. Y sufrió por dentro durante toda esa clase, el recreo, las tres clases restantes, el comedor y el autobús. Cualquiera puede imaginar de qué forma explosionó al llegar a casa y cómo me partió a mí el corazón. Una vez más.

Yo justo tenía a aquel profesor como uno de los más razonables entre los de ese curso y mi decepción y desesperanza fueron por ello todavía mayores. Esa misma tarde decidí escribirle un correo. Quería que supiera el daño que causaban determinadas prácticas, por muy instauradas y normalizadas que estuvieran en las aulas.

En su mensaje de respuesta y después de lamentar que «Antón se sintiera tan afectado por esa situación de aula», el profesor alegaba que el modelo de organización de grupo que les había propuesto seguía «un formato heterogéneo y de autogestión» que consideraba que era «el más adecuado para ese objetivo y para potenciar destrezas de responsabilidad en el manejo de ese tipo de grupos». Aseguraba, además, que «la capacidad para organizarse entre iguales tiene una intención pedagógica».

Tuve además una reunión presencial con él donde volvieron a salir los consabidos argumentos de que en el mundo laboral futuro también tendrían que colaborar con compañeros que podrían ser afines a ellos o no y bla bla bla…

Pues bien, aunque en ese hipotético futuro les toque trabajar con personas con las que no encajen y puede que ni aguanten, chico… ¡haz tú los puñeteros grupos! Porque, no sé vosotros, pero yo nunca he trabajado en ningún lugar (ni conozco a quien lo haya hecho) donde se ponga en fila a toda la plantilla de la empresa y dos personas vayan escogiendo entre sus compañeros y compañeras para formar los grupos de trabajo.

Y en el caso de que así fuera y esas prácticas realmente existieran en el mundo laboral, ¿lo suyo no sería que desde la escuela se fueran moldeando prácticas laborales futuras más humanas y menos dañinas? ¿Es que va a ser siempre el mundo empresarial quien imponga los códigos de conducta a la escuela? ¿No debería ser al revés? Porque la escuela tiene la capacidad real de generar actitudes y modelos que más tarde tengan continuidad en el mundo adulto y laboral. Pero, con la manida excusa de la productividad futura, lo que está haciendo es crear normas de comportamiento atroces. Como la maldita elección de grupos que refuerza, todavía más, los roles asignados a cada alumno y alumna y de los que es casi imposible escapar. Ni dentro de la escuela, ni fuera de ella. Ni en el presente, ni en el futuro.

Hace unos meses mi hijo realizaba unos estudios postobligatorios y también allí volvió a ser el azkendakari. Volvió a ocupar el lugar que el sistema educativo le ha asignado casi desde que puso un pie en él. Da igual que cambien espacios, compañeros o profesores, él siempre será el último entre los últimos.

Da igual que ahora le reclamen para dar charlas en jornadas educativas, que le publiquen escritos en medios de comunicación de tirada nacional, que haya participado en el congreso de investigación educativa más importante del mundo o que acuda a Naciones Unidas a recoger un premio por su activismo en relación a la educación inclusiva. En un aula del sistema educativo español (y casi que en cualquier otro lugar del mundo) él es y será por siempre jamás el último entre los últimos.

Cuando me contó lo de aquella última vez, yo le dije: Antón, tienes que escribir a ese profesor para que entienda el daño que hacen esas prácticas y para que al menos un día seas tú quien elija grupo. Su respuesta me tiene todavía avergonzada. Me dijo que esa no era la solución, porque un día había tenido que elegir él y lo había pasado todavía peor. Porque hiciera lo que hiciera, siempre iba a quedar alguien de último y esa vez sería responsabilidad suya.

Hay quienes después de ser víctimas se acaban convirtiendo en verdugos. Hay quienes después de haber sufrido como alumnos determinadas prácticas del sistema educativo, cuando pasan a ocupar el rol de profesor parecen vengarse de alguna forma ejerciendo sobre otros lo que les hizo daño a ellos. Y así es como se reproduce y alimenta en las aulas este círculo infernal hasta el infinito y más allá.

También hay valientes, muchos y muchas, que cuestionan lo aprendido y sufrido para generar nuevas prácticas que construyan una escuela que eduque, acompañe y sane.

Estoy segura de que no serán pocos quienes digan que qué piel más fina la mía o que qué floja la chavalería de ahora. Los mismos comentarios que he escuchado mil veces en boca de tertulianos en los medios o de más de una persona durante reuniones familiares respecto al bullying, por ejemplo: «Nosotros también nos dábamos en el patio, pero bien, y aquí estamos, que nadie se ha muerto por eso». 

Pero es que resulta que quienes hablan son siempre los mismos: los que daban la colleja o los que eran elegidos entre los primeros. Que les pregunten a aquellos de quienes se han mofado por «la pluma», a quien recorría con miedo los pasillos esperando a ver por dónde caía la próxima colleja o a quien era elegido siempre de último. Qué fácil es relativizar todo desde el privilegio. Que les pregunten a quienes fueron los últimos entre los últimos la factura que pasa y lo que duelen todavía esas cicatrices años o décadas después.

Fotografía de un jarrón de cristal con tres rosas rojas marchitas. Está en la repisa interior de una ventana y fuera se ve un paisaje otoñal de árboles sin hojas.

Cuando eres parte del problema

Escucho una conversación entre Julia Louis-Dreyfus y Debbie Allen. En cierto momento, gira entorno a la segregación racial y en como sigue presente en su país aunque sea más sutil que cuando estaba regulada legalmente durante la infancia de Debbie. Dice entonces Julia: «Mira alrededor en tu comunidad. Pregúntate quién está en esa comunidad. Si todo el mundo se parece a ti, tú eres parte del problema».

En nuestro país y en nuestra sociedad también hay formas de segregación sutiles que aplican a la etnia, el género o la clase social. Lo que ya no es sutil es lo que ocurre con las personas nombradas por la discapacidad y, en particular, lo que ocurre en las escuelas.

Hay niños y niñas que entran por otra puerta, que pasan toda su etapa escolar en una clase distinta, que no salen al recreo o lo hacen en otro patio, que no comen en el comedor, que no van a las excursiones, que no cuentan en las fiestas de fin de curso ni en cualquier otra actividad lúdica del centro. Si esto no es segregación, que venga dios y lo vea.

Si estas fotos del pasado nos escandalizan y horrorizan, ¿por qué no ocurre lo mismo con esa clase del colegio de nuestros hijos donde se aparta a ciertos niños y niñas? Y, sobre todo, ¿por qué nos creemos mejores que esas madres que gritaban a la puerta de las escuelas cuando niños y niñas negras empezaron a compartir pupitre con sus hijos?

¿Qué van a decir de nosotros en el futuro, cuando echen la vista atrás y miren las fotos de nuestro presente? Las imágenes de esa segregación para la que no tenemos ni nombre. Y, de nuevo, lo que no se nombra no existe. Pero existe, vaya si existe.

Lo que realmente ocurre es que hay cosas a las que no damos nombre porque no nos importan.

Si nuestros niños y niñas no tienen compañeros con discapacidad, si entre nuestros colegas de trabajo no hay nadie con discapacidad, si nunca hemos tenido un amigo con discapacidad, si no nos escandaliza que las personas con discapacidad entren por otras puertas o estén confinadas en espacios específicos, entonces somos parte del problema.

#SegregaciónFuncional

#SegregaciónCapacitista

Todos esos “es que”…

«Es que se aísla.» 

«Es que no tiene los mismos intereses que el resto.»

«Es que se autoexcluye.»

«Es que es muy infantil.»

«Es que le gusta estar solo.»

«Es que es más inmadura que el resto

«Es que no se entera.»

«Es que no escucha.»

«Es que vive en otro planeta.»

«Es que lo vives tú peor que él.»

Todas las personas que hemos asistido al Workshop Cataliza, hemos visto cómo han saltado por los aires todos esos argumentos que nos han dado en las escuelas para justificar la soledad y el aislamiento de nuestros hijos e hijas.

Lo más triste es que, a veces, hasta nos han llegado a convencer. Y nos lo hemos creído. Y nos hemos convertido en cómplices del maltrato que convierte a las víctimas de la exclusión en responsables de vivirla. Entonces, lo que vives en otros espacios te revela lo que esas frases eran en realidad: excusas para tranquilizar la conciencia de quien, pudiendo hacer, no hace nada; excusas para que no pidas lo imposible.

No, la soledad y el aislamiento no son inevitables. Lo que parece inevitable es lo poco que importan los derechos y la salud emocional de nuestros hijos e hijas en las escuelas.

¿Qué otras #excusas habéis tenido que soportar?

Os animo a que las compartáis en los comentarios 👇🏽

¡Se equivocó!

Calle San Andrés, 36.

13:27 horas.

Una mujer pasea junto a quien debe ser su marido. Pasa junto a otra apoyada en una pared a quien le da un vuelco el corazón al verla.

Con ese corazón saliéndosele del pecho, no se lo piensa dos veces y sigue sus pasos. No sabe si, desfasada por las treinta horas que lleva sin dormir, o pletórica por los dos días de testimonios de madres, padres y profesionales que luchan por los derechos de los niños y niñas en exclusión, el caso es que ni se lo piensa y decide abordarla.

— Se equivocó!

La primera mujer se detiene, se gira e intenta ubicarla. 

— Que se equivocó. 

Sigue confusa sin acabar de saber si se está dirigiendo a ella.

— Me dijo que mi hijo se iba a morir antes de los 5 años y que nunca llegaría a los 10 y se equivocó. Tiene 19 años y está ahí dentro. Está ensayando una obra de teatro porque es actor.

Ahora empieza a entender. Lanza un «ah» despectivo y vuelve a girarse para retomar su camino.

— Se ha equivocado con muchísima gente — tiene que elevar la voz porque ahora ya le da la espalda y se va alejando — No ha sido sólo mi hijo… Usted no sabe el daño que ha hecho!

Continúa andando y se ríe con chulería. Pero está claramente incómoda. Es muy valiente en su consulta, donde tiene el poder sobre la vida y la muerte de quienes quieres por encima de ti misma, pero no tanto en la calle donde todos somos iguales. La calle, donde tan cobardes son los miserables.

La madre ha tardado 18 años y cinco meses en decírselo. Se lo va a seguir diciendo cada vez que se la encuentre en la ciudad. Un lugar donde su jubilación debería ser de todo menos plácida. Aunque la incomodidad que pueda vivir lo que quiera que le quede de vida, jamás va a compensar la violencia que ella ha ejercido y el dolor que ha provocado.

Antón en medio de la calle, con unos folios en la mano y los dedos en señal de victoria.

📸 Descripción de la imagen: Antón (con su libreto) en el lugar de los hechos.

— Antón, ponte ahí y pon cara triunfal.

— ¿Por qué?

— Luego te lo cuento.

— Pero no puedo hacerlo si no sé por qué

— Pues esmérate tío, que para algo eres actor.

~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ 

Para entender algo mejor los precedentes de este teatro de la vida, que supera todas las ficciones ⟹ ESE DÍA 

 

Cuestionar lo incuestionado

Fue hace cuarenta años y yo tenía quince. La última victoria del Atleti. El último paseo de la gabarra por la ría hasta el de ayer. Mi primera juerga y mi primera resaca. El momento que conocimos a la sección masculina de lo que acabaría siendo nuestra cuadrilla. Una de nuestras amigas conocía a uno de los chicos del grupo que también gritaba “¡Aupa Atleti!” junto a nosotras delante del ayuntamiento de Bilbao. Acabamos compartiendo kalimotxo y mistela. Y hasta hoy también vida. Aunque hemos crecido, nos hemos multiplicado y además esparcido por el estado y por el mundo, la kedada anual es sagrada y nos volvemos anguilas en su mar de los Sargazos.
 
Me pasaron muchas cosas ese año, o más bien ese curso. Y la fiesta del Atleti quizás fue la celebración de esa nueva persona en la que yo me estaba convirtiendo.
 
Alguien muy religiosa y con una profunda fe tras muchos años de colegio de monjas, abrazó ese año el ateísmo. Porque después de escuchar al profesor de Lengua era imposible para mí utilizar la lógica y la razón y seguir siendo creyente al mismo tiempo.
 
Alguien a quien en su casa se le decía constantemente que no se metiera en política y a quien convencieron de que era la actividad más maligna y peligrosa del universo, se convirtió (por obra y gracia de su profesor de Historia) en activista de eso que ahora se llama “memoria histórica”, pero que entonces era casi “historia presente”, porque hablaba de las vidas de mis padres y de mis abuelos. Y en miembro activo de “Gesto por la paz”, en un momento en que casi daba más vergüenza que miedo sujetar una pancarta después de cada asesinato junto a cuatro colgados más. El miedo, en todo caso, era por si me pillaban allí mis padres o se enteraban gracias a algún vecino delator que pudiera verme.
 
Alguien que asumía que por el hecho de ser chica debía realizar ciertas labores en casa de las que estaba exento su hermano, se convirtió en feminista después de escuchar a la profesora de Literatura, a la de Euskera, a la de Griego y a casi todas las que me daban clase aquel curso.
 
Se podría decir que ese 2º de BUP me adoctrinaron en mi instituto. Y bendito adoctrinamiento. Porque exactamente veinte años después, me sirvió para cuestionar los prejuicios sociales y culturales que me habían llevado a considerar la etiqueta con la que nació mi hijo pequeño como una absoluta desgracia y una tragedia que venía a destruir nuestras vidas.
 
Podría decirse que una vez que empiezas a cuestionar algo aprendido, y en mi caso fueron varios algos (religión, ideología y machismo), ya no paras de hacerlo con cada nueva situación de injusticia irracional —que conlleva casi siempre una opresión— que se presenta en tu vida.
 
A partir de aquel curso, dejé de ir a misa y me negué a hacer la Confirmación.
 
Conseguí que mi hermano pasara la aspiradora y, con el tiempo, mi padre acabó haciendo la cena muchas noches, cosiéndose los botones, planchando los pantalones y hasta limpiando los cristales. Un día que mi madre tendía la ropa en el balcón, escuché desde mi habitación como una vecina le reprochaba desde su ventana que pusiera a mi padre a limpiar los cristales el fin de semana después de pasarse toda la semana en la obra. Mi madre le contestó que también ella se pasaba la semana limpiado casas de 7 a 7 y con tiempo sólo para un bocadillo. Habían pasado ya cuatro o cinco años desde el inicio de mis protestas intrafamiliares casi diarias, pero ese día me di cuenta de la importancia de disentir y cuestionar no sólo para una, sino también para quienes quiere.
 
Y han sido el ateísmo, el feminismo y la política los que me han enseñado a cuestionar y no aceptar la opresión sobre mi hijo y a dar la brasa cada día y en cada espacio, hasta conseguir que alguien decida por sí mismo algún día que debe limpiar los cristales.
 
Qué pena que hayan desaparecido de las escuelas mis profesores de Lengua, Historia, Euskera, Literatura y Griego. Desde aquí les doy las gracias, porque gracias a Lucinio, Escudero, Miren, Begoña o Herminia la vida de mi hijo no será esa a la que le habían condenado al nacer.

 

Campequé?

Inés Rodríguez es logopeda especializada en daño cerebral. Y además hace un fantástico trabajo en redes para romper estereotipos y derribar prejuicios.

Puedes seguirla en Instagram: @inusu_al

Sobre la potestad de interrogar/inquirir/husmear desde la mirada paternalista y capacitista

Comparto este extracto de una reciente entrevista a Inés Rodríguez (@unusua_al) porque me ha dado la clave del porqué a las personas nombradas por la discapacidad se les hacen ciertas preguntas que jamás nos atreveríamos a hacer a alguien con una funcionalidad acorde a la media estadística.

He perdido la cuenta de las veces que alguien me ha preguntado qué le pasaba a mi hijo. Muchas, muchísimas veces, esas preguntas han procedido incluso de absolutos extraños. Cuando era pequeño, tan empecinada estaba yo con «normalizar» la situación y tan guay me creía hablando de ello con cualquiera, que daba todas las explicaciones habidas y por haber. Más adelante, tuve la infinita suerte de leer «Disability is natural» de Kathie Snow. Seguramente ya aburra de las veces que hago referencia a la importancia de esta lectura en mi vida, pero es que para mí fue como ver la luz y me causó el mismo impacto que pueda provocar en otros la biblia. Bien, pues entre las muchas «iluminaciones» de esta lectura, hubo una que fue como un bofetón (o más bien una hostia con la mano abierta): lo terrible de hablar de detalles del historial clínico de nuestros hijos y además delante de ellos. Por dos cuestiones: primero, porque es algo que pertenece a su intimidad y es una situación que jamás toleraríamos respecto a nuestros hijos sin discapacidad o a cualquier otra persona de nuestra familia. Y segundo, porque ese niño crece escuchando como continuamente se hace referencia a su salud, o más bien a su funcionalidad tratada como un problema de salud, de forma que implica que algo está «mal» en él y es necesario «curarle».

Recuerdo perfectamente cuando fue la primera vez que no respondí a esa pregunta. O, para ser más exactos, la detuve brevemente. Había acompañado a Anton a una actividad extraescolar y estábamos junto a la puerta esperando a que saliera el grupo anterior. Una de las madres que también esperaba con su hija y estaba junto a mí, alguien a quien no conocía más que de verla en esta situación un día a la semana, me preguntó mirando a Antón: «¿Qué es lo que le pasa?». Delante de mi hijo y, además, también delante de la suya. Yo le dije por lo bajito y con cierta incomodidad: “Después te lo digo”.

Y eso hice, esperar a que su hija y el mío entraran a la actividad y no pudieran escucharnos. Ni ellos, ni el resto de niñas y niños y madres que esperaban junto a nosotras. Le dije entonces el nombre de la etiqueta de Antón y le hice un breve resumen de sus características. Y ella, como quizás había percibido cierto malestar al realizarme la pregunta, va y me dice que es que ella se había educado en otro país y que allí estas cosas se hablaban con naturalidad. Y ahí sí que me enfadé. Pero sólo por dentro, claro. Porque yo sí respeto los convencionalismos que nos impiden ir diciendo lo primero que nos pasa por la cabeza y también porque no tenía nada apropiado con que contestar semejante idiotez. Era la coartada que además me culpabilizaba por haber manifestado mi incomodidad en su mínima expresión, haber dejado su pregunta botando y no rematarla hasta que nadie más pudiera escuchar algo que debería pertenecer a nuestra intimidad.

No son preguntas que se deban hacer a quien no conoces más que de vista, ni explicaciones que haya obligación de dar a un absoluto desconocido.

En el caso de Anton, percibo que esa pregunta se debe a la curiosidad por saber en qué cajón meterle. A veces entramos en sitios donde las miradas se centran en él al unísono y que más que mirar, le examinan. Hay veces en que casi puedo escucharles pensar: Down no, que no tiene los rasgos, parálisis cerebral tampoco parece… Es decir, que es una cuestión de curiosidad y la curiosidad sobre la vida e intimidad de los demás nos la guardamos. Yo no voy preguntándole a nadie cuánto dinero tiene en el banco, ni cuántas relaciones sexuales ha mantenido en el último mes. Es algo que sólo puedes hacer si sales por la tele en horario de máxima audiencia y, a veces, ni así.

Expresaba Antón en uno de sus posts: 

«No me acuerdo del día exacto en que supe que tenía una discapacidad, aunque en realidad desde pequeño, en cierto modo, ya me di cuenta por las miraditas. Y es que hay dos cosas que no llevo nada bien, que son las miradas y, ahora, los tratos infantilizadores. Las miradas son algo que tuve que sufrir desde bien pequeño. Las típicas escenas en las que niños me señalaban sin ningún tipo de pudor y después decían, aunque yo les oyera, que tenía un párpado caído o que veían algo raro en mí. Para mí no era, ni es, nada agradable, pero entiendo que son niños pequeños y aún no saben las “normas” de la sociedad en la que vivimos y todavía les queda mucho por aprender.»

Así es, la infancia aprende por imitación o a base de preguntas. Pero llega un momento, en que descifran los códigos culturales del entorno que les ha tocado —y que son distintos en Murcia que en el Kalahari— y así llegan a ser conscientes de que las preguntas, o ciertas preguntas, no se hacen. Bien, pues esto parece valer para todas las personas, excepto para aquellas en situación de discapacidad. Esa circunstancia parece que les convierta en personajes públicos y, por tanto, se ve que con la obligación de satisfacer nuestra curiosidad.

El problema no es una pregunta ni una mirada. El problema son varias al día, todos los días de tu vida, desde que naces hasta que mueres. Haced la suma para entender lo que puede molestar y hasta doler.

Quizás aquel día, junto a aquella puerta, debería haber dicho:

¿Le ha venido ya la regla a tu hija? ¿Ese sofoco que te está entrando es por la menopausia?

Por supuesto, nunca lo voy a hacer. Porque respeto los códigos sociales que otros se saltan con nosotros.

Una joven subnormal vive atada a un limonero

En 1985 andaba yo por 3º de BUP. Aquel año estaba en la única clase —de las nueve que había en ese curso— que agrupaba en “letras puras” a los parias huidos de las matemáticas. Los dieciséis de aquella clase ni siquiera nos sentábamos por parejas, sino que formamos dos hileras: ocho delante y ocho detrás. Puede no parecer un número tan bajo, pero es que veníamos de cursos donde el último de la lista llevaba el número cuarenta y pico. Éramos además los que elaborábamos la revista del insti, “El vuelo de la corneja”, y algún día aquella clase se parecía más a la redacción de un periódico que a un aula de secundaria. Nos dirigía el de Lengua, que también parecía más tu jefe que tu profesor. Tanto, que a final de curso me ofreció un trato y me hizo prometer que obligaría a mi hermano (dos cursos más abajo) a estudiar su asignatura durante el verano, a cambio de no dejarle para septiembre. Lo acepté por la estabilidad emocional de mi madre pero, por supuesto, no me hizo ni caso. Mi hermano, no el de Lengua.

Aquel año no pudimos sacar la gabarra, como el anterior o el otro más. De hecho, no hemos vuelto a sacarla y seguimos esperando a que ocurra un milagro en la Catedral. Pero pesar de no iniciar el verano celebrando el triunfo del Atleti como acostumbrábamos, fue aquel un verano arrebatado. Casi todos en la cuadrilla libramos de ir a septiembre y “un día es un día” se convirtió en nuestro mantra.

Fui a un concierto de Kortatu que me confirmó que lo mío eran más Wham o Bananarama que el ska vasco. Nos despendolamos tanto la noche que acampamos para asegurarnos sitio para la txozna de “paellas”, que al día siguiente el arroz ni siquiera salió del paquete. Fue también el verano que Paty casi se despeña desde la cornisa por la que nos colamos en “Casa Franco”, un palacete ruinoso y abandonado donde se decía que había veraneado el caudillo. Le organizamos una fiesta de despedida a Ignacio G. que se iba a vivir su aventura americana en COU. Iñaki se pasó medio verano castigado porque la hicimos en su casa y no tuvimos energía para limpiarla como era debido antes de que volvieran sus padres. 

Grupo de adolescentes tumbados de espaldas viendo el atardecer en la play

Escuchábamos cintas de Les Luthiers en la playa y nos quedábamos allí hasta ver cómo se escondía el sol por detrás del mar. Volvíamos a casa para ducharnos y cuando nos reencontrábamos en el fotomatón de la estación para ir a las fiestas, o lo que se terciara esa noche, lucíamos todos un rojo fosforito. Esto llevó a Ignacio U. a desarrollar la teoría de que lo que en realidad ponía moreno era la ducha. Tuve que volver tres veces andando desde Plencia. Las mismas que la Ertzaintza me pilló de paquete y sin casco en la vespino de Ana.

En el momento en que yo vivía todo esto —y más de lo que ya ni me acuerdo— una chica de mi misma edad y hasta de mi mismo nombre, pasaba sus días atada a un árbol.

“UNA JOVEN SUBNORMAL DE 15 AÑOS VIVE ATADA A UN LIMONERO EN LAS AFUERAS DE CASTELLÓN” (Enlace a la noticia publicada en El País en 1985 pinchando en la imagen)


 

Pampa García Molina @pampanilla me hizo llegar ayer el podcast elaborado a partir de esta noticia que tanto me ha impactado.

Llevo todo el día preguntándome si podría haber sido yo la chica atada a ese árbol, de haber sido otros mis genes.

Porque eso era seguramente casi lo único que separaba nuestros presentes de entonces y nuestros destinos de ahora: la genética. Y la complicidad de la cultura capacitista, claro está

En un momento del podcast se escuchan los testimonios de algunos de los vecinos de entonces: 

«La tenían que tener atadita.”

“Estaba muy bien cuidada.”

«Pero vamos, eran gente normal, eh.”

Me dice Pampa que le gusta la parte en que Belén Remacha se pregunta si dentro de veinte años el discurso actual será válido.

Las dos sabemos que no. Que seguimos normalizando el maltrato, la exclusión y la falta de derechos en base a la etiqueta “discapacidad” que le ponemos a algunas personas. Y que seguramente hagan falta más de veinte años, muchos más, para que quienes vienen detrás cambien su percepción, su mirada, sus palabras y su actitud. Para que las personas en situación de discapacidad dejen de estar oprimidas por aquellos que nos consideramos “normales”.

Podéis escuchar este episodio del podcast “Hoy en El País” en el siguiente enlace: «De “una niña subnormal” a la dignidad: un viaje de 40 años por las palabras»

Subnormales: ayúdenos a hacerlos felices

Portada de un calendario antiguo con el dibujo de un niño sobre el que aparece resaltada la palabra SUBNORMALES. Pueden leerse también estos textos: ASPAPROS. Asociación Protectora de Subnormales // Ayúdenos a hacerlos felices // Feliz año 1976 // Una buena acción en favor de un subnormal // Ejemplar 100 pesetas.

Este calendario es real. Los adultos de mi infancia normalizaron estos productos. A muchos de los de ahora nos sangran los ojos viéndolo.

Quizás hayamos superado estas formas, sin embargo, el fondo de estas iniciativas sigue siendo el mismo: pensar que determinadas personas son objetos de caridad y no sujetos de derechos.

Sigo encontrándomelos cada año por estas fechas y, de entre las imágenes de todos esos niños-ángel o niños perpetuos (a pesar de sus treinta, cuarenta o cincuenta años), escucho lo mismo que lanzaban las de 1976: pena, caridad, lástima… 

Cada vez que afeo a alguien que utilice la palabra subnormal como insulto (sólo me atrevo a hacerlo con quien tengo confianza y siento aprecio) siempre, siempre, siempre me responden lo mismo: que no lo hacen pensando en personas con discapacidad. Y seguro que es cierto. Pero ese insulto, venir viene de ahí. Porque esa era no hace tantos años la denominación oficial y hasta médica del colectivo. Y, precisamente porque hacía referencia a esas personas, es por lo que se acabó convirtiendo en insulto. Lo mismo que retrasado o mongol*.

Así que, cada vez que sueltas un subnormal, estás contribuyendo a la estigmatización y deshumanización de un grupo de personas que, le pese a quien le pese, son tan humanas y normales como tú.

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*Hace algunas semanas, una política le llamó mongola a otra en la Asamblea de Madrid. La que recibió el insulto días después llamó hijodep**a al presidente del gobierno y se lió. A la que dijo lo de mongola la han convertido en ministra de Sanidad. El capacitismo y la discafobia de la izquierda es tan atroz como el de la derecha.

Por un Camino de Santiago ACCESIBLE

Un grupo de personas usuarias de silla de ruedas está estos días recorriendo el Camino de Santiago con el objetivo de reivindicar la accesibilidad de una ruta que desde hace cientos de años ha venido conectando a la humanidad, pero que sigue sin ser transitable para una parte de ella.

El propio destino del Camino, Santiago de Compostela, es una de las ciudades más maravillosas que existen en el mundo, pero una auténtica pesadilla para quien no pueda desplazarse con las piernas. A muchos nos emocionó el reciente discurso de investidura de su nueva alcaldesa, Goretti Sanmartín, al manifestar que una de las prioridades de su gobierno sería la accesibilidad de la ciudad. 

Pareciera que para el colectivo de personas nombradas por la discapacidad las únicas reinvindicaciones aceptables deben ser cuestiones relacionadas con la salud y, como mucho, con la educación. Sin embargo, poder estar en un concierto de Tanxugueiras o realizar el Camino de Santiago sin jugarse la vida, también son reivindicaciones importantes. Porque suponen poder estar en la sociedad que es la única forma de pertenecer realmente a ella.

Escribo este post para animar a todas las personas que puedan, a acudir mañana a la Praza do Obradoiro para recibir a este grupo y reivindicar así un Camino de Santiago en el que quepa toda la Humanidad. Toda.

🗓 Jueves, 7 de septiembre

📍 Praza do Obradoiro

⏰ 12:30 aprox.

Gracias infinitas a Dabiz Riaño por hacerlo posible, por tejer redes humanas humanas increíbles por donde quiera que va y por no conformarse con el rincón minúsculo, oscuro e insignificante donde se empeñan en relegarle.

Gracias también a las fuerzas de seguridad, por ser fuerza y seguridad de verdad para este grupo. 

Y, sobre todo, gracias a la vida por ponerme en este camino que casi siempre es tan difícil, pero que tiene momentos y personas tan tan tan maravillosos ❤️ 

¿Y tú, en qué escalón de la ignorancia estás?

Cada vez que nos encontramos con ciertas situaciones de falta de respeto hacia nuestros hijos e hijas y a sus derechos, lo situamos en relación a la mirada capacitista. 

A la ignorancia respecto a esta realidad, precisamente por la falta de convivencia.

Entonces intentamos ser tolerantes y recordar todos los “escalones de la ignorancia” que nosotras mismas hemos ido subiendo desde que nuestros hijos e hijas forman parte de nuestras familias.

Cada vez que compartimos alguna situación, normalmente en relación a personal de la escuela, siempre asoma esta pregunta:

— ¿En qué escalón de la ignorancia está?

Y a partir de ahí, empezamos a elaborar posibles soluciones. Porque si esa persona está en el 2, resulta imposible plantearle estrategias que requieran haber llegado al 8.

Y ahí estamos muchas familias: casi llegando a lo alto de la escalera, mientras el resto del mundo ni siquiera ha empezado a subirla.

Foto donde se ve a tres mujeres y un adolescente, de espaldas todas ellas, ascendiendo por unas escaleras.

 

📸 Autora de la fotaza y 💡 de la Teoría del escalón de la ignorancia: la maravillosa Paula Verde Francisco (Mi mirada te hace grande)