A pesar de que cuando Antón comenzó su escolarización ya tenía una hija mayor que entonces iniciaba 3º de Primaria, nunca antes había oído hablar de la Metodología Constructivista ni del Trabajo por Proyectos. En mi cabeza no existía otra forma de aprendizaje reglado que la visión de un grupo de niños trabajando con un mismo material, ya fueran libros de texto, en el caso de Primaria, o fichas para la etapa de Infantil.
Este novedoso e increíble mundo se abrió ante mí durante la primera reunión que mantuvimos con la que iba a ser la maestra de Antón, Daniela Rocha. Debo decir que salí absolutamente fascinada de aquel encuentro que duró dos horas pero que pasaron como un suspiro. Ya aquel día intuí que se abría ante mí, y ante Antón, un mundo nuevo que podía ser la solución a parte de sus limitaciones y a todos mis temores y miedos respecto a su escolarización. La realidad posterior no sólo no me defraudó, sino que excedió con creces todas aquellas expectativas iniciales.
La metodología tradicional no respeta la diferencia del alumnado. Actúa sobre una visión que contempla al conjunto de niños de una clase como un todo uniforme. Algo irreal porque en ese grupo de niños existen no sólo distintas capacidades y diferentes tiempos de maduración, sino también diferentes personalidades y circunstancias familiares, sociales y culturales enormemente variadas.
Soy conocedora de que existe cierta polémica respecto a esta metodología y de que algunos docentes, partidarios del método tradicional, se resisten a admitir las ventajas y beneficios del trabajo por proyectos. Pero quiero insistir en que la aplicación de esta metodología es la única manera en que ciertos niños puedan aprender y avanzar cognitiva y académicamente de forma efectiva y favorecer, además, una integración social real. Resulta muy difícil que un niño que trabaje con un material diferente al del resto de sus compañeros, pueda sentirse y ser percibido como parte real del grupo.
Este sistema respeta el ritmo de maduración y las competencias de cada alumno. Todos avanzan en el mismo sentido pero cada uno a su ritmo, sin stress, sin ansiedad, sin discriminaciones, sin prejuicios.
Si la clase de Antón hubiera trabajado con los clásicos libros de fichas, su experiencia en aquellos tres cursos no habría sido, ni de lejos, lo que fue, tanto en el aspecto académico como en el social y emotivo. No voy a explicar aquí donde estaríamos porque sería extensísimo pero lo cierto es que Antón no sería el niño que ahora es ni habría llegado a donde está.
Además, la filosofía constructivista permite una participación activa de las familias, tanto en la educación del niño como en la vida del centro. Facilita las relaciones entre las familias de los niños que comparten aula, permite a esos padres apreciar de cerca y valorar el inmenso trabajo del docente y ayuda a crear un vínculo muy especial tanto entre los niños, como entre los adultos vinculados a esa clase.
La labor de Daniela también incluía educarnos a nosotros, los padres de sus niños. Nos convocaba a reuniones con mucha frecuencia y en aquellas charlas siempre insistía en la idea de que la clase no era un todo homogéneo sino que estaba inundada de diversidad: ideas, experiencias y actitudes previas de cada alumno; estilos de aprendizaje; ritmos de maduración; intereses, motivaciones y expectativas; capacidades y ritmos de desarrollo; sin olvidar la gran variedad cultural, social e incluso lingüística que se daba entre aquellos niños.
En el enfoque constructivista el niño construye su propio aprendizaje, aprende significativa y reflexivamente y se respeta el ritmo de cada niño así como los momentos de desarrollo. Toda esta teoría se materializa a través de Proyectos de Investigación que buscan soluciones a los problemas, intereses o curiosidades que van surgiendo en el aula. Se respetan los intereses de los niños y parte, además, de sus experiencias y conocimientos previos. El objetivo es Aprender a Aprender. Y, en este sentido, los libros de texto no respetan los ritmos, la heterogeneidad del aula ni los distintos momentos del desarrollo.

Esta estrategia busca un cambio de mentalidad, donde se pase del individualismo que representan la metodología tradicional y el libro de texto a la cooperación entre iguales. Se fomenta la ayuda mutua, la solidaridad y el trabajo en equipo, al tiempo que se evitan las situaciones de competitividad. Ni que decir tiene lo que este punto supuso respecto a las circunstancias y características de Antón: aprendió a no avergonzarse ni sentirse de menos por el hecho de necesitar la ayuda de sus compañeros y estos tomaron conciencia de que “todos necesitamos de todos”.
Daniela buscó, además, infinidad de estrategias para que Antón pudiese hacer lo mismo que el resto de compañeros aunque los instrumentos o estrategias que utilizara fueran distintos. Lo importante era el objetivo y el resultado final y no tanto el camino para llegar a él.
La triste regla de tres que se nos ha venido transmitiendo en el tiempo defiende la idea que sólo se pueden resultados a través de trabajo duro, repetitivo y monótono (es decir, aburrido). Así, los detractores de la pedagogía constructivista sólo ven el aspecto lúdico de esta metodología y asocian diversión a pobres resultados académicos, olvidando que los niños a estas edades aprenden jugando.
Evidentemente, lo que menos me preocupaba a mí en esta etapa eran los resultados académicos de Antón y, aún así, terminó el ciclo de infantil leyendo con letras mayúsculas. Muchos de sus compañeros de clase sabían leer y escribir perfectamente tanto en mayúsculas como en minúsculas. Habían aprendido jugando y divirtiéndose. ¿Por qué esto tiene que ser por fuerza malo? Yo he vivido esta experiencia y soy conocedora de sus resultados en todos los aspectos. Es más, soy conocedora de ambas metodologías a través de la experiencia de mis dos hijos. Mi hija mayor (sin discapacidad), con su metodología clásica y sus fichas repetitivas en una especie de bucle insufrible (los convertimos en especialistas en otoño y másters en ejecutores de ondas), no reconocía más allá de unas pocas letras y algunos números. Repito que yo no doy ningún valor ni importancia a la precocidad en este terreno, pero con este ejemplo quiero refutar a quienes sí se la dan y demonizan el Trabajo por Proyectos con este argumento. También probar que esta metodología no sólo es positiva para el alumnado con diversidad, sino para todo el conjunto de la clase.
Y más allá del aspecto puramente académico y de los resultados en lectoescritura o numeración, debo decir que la experiencia en la clase de Daniela me fascinó también en otros aspectos como la autonomía, la solidaridad e incluso el civismo y la convivencia. Desde el inicio del ciclo, los niños aprendían a autogestionarse, no sólo respecto a sus actividades y rutinas (rotación por rincones de trabajo) sino también en cuanto a la resolución de conflictos y problemas que pudieran surgir en el aula. Cada vez que aparecía por la clase, me encontraba con algún reglamento o norma nuevos. “Tenéis más artículos que la Constitución”, le dije un día a Daniela. Se trabajaba el sentido de la justicia y la equidad: todos tenemos los mismos derechos. Eran los propios niños quienes detectaban situaciones que hicieran necesaria la elaboración de una norma y la elaboraban en conjunto. El objetivo de esas normas era garantizar una convivencia libre de conflictos y que todos los niños de la clase tuvieran los mismos derechos («diferentes pero iguales»), evitando privilegios y privilegiados: que los niños discutían por sentarse al lado de la profe durante la Asamblea, se recurría a un listado que permitiera a toda la clase rotar en este puesto; que Brais se empecinaba en llevarse una ardilla de juguete a casa, listado de las fechas en que el resto podía hacer lo mismo; incluso acompañar a Antón en el ascensor (propiciado desde siempre por Daniela para dejar constancia de que formaba parte de la clase aunque no bajara al patio por las escaleras) se convirtió en un privilegio que tuvo que ser regulado.
“No es justo” era una frase que se repetía casi a diario y que daba lugar a un foro de debate para solucionar determinada situación y desterrar la mínima injusticia que pudiera contener. Todo conflicto se debatía y reglamentaba y, lo que es aún más importante, las normas se cumplían y todos aquellos niños tomaron conciencia en esos tres cursos de lo importante que es para la convivencia y el buen funcionamiento de una sociedad dotarse de leyes y acatarlas. No sólo de una forma teórica, sino en la práctica. Es más, una vez integrado esto ya en el primer curso, a partir del segundo se trabajaron en la clase las “consecuencias” de incumplir las normas. No acatar determinada norma conllevaba para ese niño una “consecuencia” concreta (que no castigo).

También le agradeceré siempre a Daniela el haber transmitido al resto de padres la suerte que suponía para sus hijos compartir aula con un niño de las características del mío. Lamentablemente, nuestra experiencia previa con la hermana mayor de Antón había sido muy distinta. No nos faltaban experiencias donde alguna tutora había aludido a la diversidad de la clase (tanto en reuniones personales como de grupo), como justificación para el retraso con la programación o determinados problemas de conducta que habían surgido en la clase. Se escudaba en esa diversidad de su aula (funcional y social) para transmitir a las familias la idea de la enorme carga que debía soportar y de lo limitado del tiempo que podía dedicar al alumnado “ordinario”.
Nosotros tuvimos la enorme fortuna de que la tutora asignada a la clase de Antón defendiera y aplicara la metodología y filosofía constructivistas. El destino nos regaló a Daniela y su maravillosa fórmula de trabajo. Siempre me asombró, además, la naturalidad con la que Daniela se acercó y trató a Antón desde el primer día, a pesar de tratarse del primer alumno con diversidad funcional que había tenido en su aula. No era forzada ni fingida, era natural, le salía de dentro. Y puede parecer una tontería, pero es muy difícil tratar a un niño con discapacidad con naturalidad si no se le conoce ni se tiene contacto con el mundo de la diversidad. Nunca le puso limitaciones y siempre lo juzgó capaz de hacer lo mismo que el resto de sus compañeros. Centró su atención, imaginación y recursos en cómo conseguir que lo lograra. Una vez más, Gracias Daniela.
Todo lo que he expresado en estos días acerca del mundo que gira en torno a la rehabilitación y las terapias, lo hecho desde mi perspectiva de madre. Esa perspectiva no es la de un profesional. No soy especialista en ninguno de los múltiples campos relacionados con el mundo de la discapacidad. Soy, simplemente, madre de un ser maravilloso que nació con diversidad funcional pero también con otras muchas y extraordinarias características.
He comentado anteriormente que cuando mi hijo tenía casi cuatro años, nuestro afán por lograr una escolarización lo más normalizada posible (algo difícil si faltaba a clase tres mañanas por semana), nos llevó a
Y lo sé porque yo también estuve allí. Durante los primeros años de la vida de Antón viví por y para las terapias. Con auténtica devoción. Ejercicios y rituales que también debían tener continuidad en casa.


Llegada a Holanda:
El factor que a mi entender influye más en los avances de un niño con diversidad funcional es una adecuada experiencia escolar/educativa. Estoy convencida de que la espectacular evolución de Antón fue obra de la metodología y actitud de la extraordinaria docente con la que contó en sus primeros años de escolarización. Fue una experiencia tan asombrosa, tanto para él como para la familia, que necesito dedicar a este tema el espacio y tiempo que merece en futuras entradas.
Me cuesta desprenderme de cosas (aparentemente) inútiles. Mucho. Y como el espacio en nuestra casa es limitado, he acabado transformando la bodega de mis suegros en “la habitación de Diógenes”.











Lo queramos o no, es una evidencia que, en general, los gustos y aficiones de los niños difieren en función del género. Y por mucho que intentemos educarles de igual forma y les ofrezcamos las mismas posibilidades, en general y salvo raras excepciones, sus mundos se separan a partir de los 6 ó 7 años y no vuelven a reencontrarse hasta algún tiempo después.
Otra opción, bastante más excepcional, es la de acoplarse a las niñas. Este es el caso de Antón ya que, debido a las circunstancias derivadas de su discapacidad, también carece de la habilidad necesaria para atrapar bichos o abordar un barco imaginario. Cuando leí esa frase en el artículo de Roncagliolo, entendí que esa definición tan concisa y perfecta (“hablaban más y corrían menos”) resumía en cinco palabras el fundamento del mundo social de Antón: dadas sus dificultades en cuanto a la comunicación expresiva, se le da muy bien escuchar y el movimiento no es precisamente su fuerte.
Parecía misión imposible, hasta que a la maravillosa y tenaz mamá de Brais se le ocurrió probar con el mundo de los juegos de mesa. Aunque inicialmente ambos fueron reacios, la operación acabó resultando un éxito. Y ese ha sido el punto de inflexión que les está volviendo a reunir. Primero fue el parchís, después el Cadoo, el Quien es Quien, dominó, memory… Nuestro último descubrimiento ha sido el ajedrez.
Aunque las habilidades motrices y cognitivas de su amigo quizá siempre estén por encima de las suyas, lo importante es que jueguen y participen de la misma actividad. Han aprendido a asociar ciertos juegos a determinados amigos. Brais sigue jugando al fútbol con Jaime, “a luchas” con Mateo y a la Play con Santi. Y a Antón le sigue encantado jugar “a tiendas”, a “mamás y papás” o a disfrazarse con Yasmin, Manuela o Patri. Finalmente, han aprendido a adaptarse el uno al otro y a encontrar un lugar donde disfrutar juntos. Tenemos la esperanza de que eso les ayude a establecer puentes entre ellos, a afianzar lazos y consolidar una amistad que ojalá les lleve a encontrarse también en otros puntos y momentos de la vida.



























































