Congreso de Ciencia Inclusiva que excluye

El pasado 28 de abril tuvo lugar la jornada inaugural del II Congreso de Ciencia Inclusiva organizado por el CSIC.

Nuestro amigo Dabiz Riaño fue invitado a dar la ponencia inaugural. Cuando excedía cinco minutos del tiempo concedido, fue apercibido para que terminara. Dabiz es una persona con ELA que estaba haciendo un esfuerzo titánico para poder hablar. Sin embargo, a los organizadores de un congreso de ciencia “inclusiva” no se les debió ocurrir que la flexibilidad en el tiempo es un recurso de accesibilidad y que sin accesibilidad no puede haber inclusión.

Dabiz alegó que ya le faltaba poco para acabar y que no iba a tener otra oportunidad como aquella, por lo que no obedeció la indicación de terminar su exposición. Fue entonces cuando Carmen Fernández Alonso, siguiendo las órdenes de la presidenta del CSIC, Eloísa del Pino, —y lo sé porque me sentaba justo detrás de ellas y fui testigo del proceso— subió al estrado y comenzó a hablar encima de Dabiz como si él no existiese. Aprovechó la capacidad que tiene una persona sin ELA para silenciar, invisibilizar y humillar. Me pregunto si hubiera procedido de igual forma si quien estuviera en ese estrado hubiera sido Pedro Sánchez o Pérez Reverte o Ángel Carracedo.

Comparto aquí el vídeo de ese momento. La voz que se escucha protestando por la situación es la de Eva Riaño, consciente del esfuerzo que había hecho su hermano para estar allí y ofrecer aquella charla.

Con enorme tristeza expongo cómo Carmen Lafuente (vicepresidenta adjunta de Cultura Científica y Ciencia Ciudadana y persona ella misma con discapacidad) fue una de las que mostró mayor empeño en sacar a Dabiz del estrado. Y cómo Jesus Martín (presidente del real Patronato sobre Discapacidad y también persona nombrada por la discapacidad) no hizo nada, sentado en aquella primera fila, por impedir que las responsables del CSIC hicieran lo que hicieron.

Tengo el convencimiento de que ninguno de ellos estaba escuchando a Dabiz realmente. En este enlace se puede acceder al vídeo de su charla (o más bien de lo que le dejaron) donde exponía las situaciones de discriminación, exclusión y el maltrato que sufren cada día las personas con diversidad funcional en múltiples espacios. No sólo eso, sino que además ofrecía alternativas y posibles soluciones a muchas de esas situaciones. Pero a las organizadoras del congreso les dio igual.

Aquí el vídeo-denuncia que grabé aquel día y en aquel momento:

EL BUS

El transporte es un tema de todxs

Hace unos meses tuve la suerte de poder asistir a unas jornadas que organizó la asociación Teima Down Ferrol para celebrar su 30 aniversario. Lo contaba aquí: 30 años teimudos.

Lo que no conté en aquel post fue lo que ocurrió en uno de los talleres en los que participé. El primer día de las jornadas escogí uno que nos reunió, sobre todo, a madres que sentíamos que «La vida es una sopa y yo soy un tenedor», tal y como decía el título del taller. Apenas me había sentado, cuando entró Nacho para decirme que había un taller que intuía iba a ser muy potente y que sería interesante que yo participara en él. Vamos, que venía a sacarme de allí sin decirlo.

Confieso ahora que me fui un poco contrariada, porque dejaba un taller que me apetecía mucho (aunque, en realidad, llevaba veinte años hablando con otras madres de lo que era comer sopa con tenedor) para ir a otro que, sinceramente, en aquel momento me parecía el menos sustancioso y apetecible de los que se habían organizado.

La temática de los talleres se decidía en función de lo que surgía durante el desarrollo de la asamblea, que reunía a todas las personas participantes en las jornadas. Un chico, Toni, había hablado del problema que para él suponía el transporte público, ya que ninguna línea de bus unía su lugar de residencia con el de trabajo y, de hecho, se dejaba gran parte de su sueldo en taxis para poder ir a trabajar. Como hubo más personas que volvieron a incidir en el tema de los autobuses y, especialmente, de los efectos de la huelga que se había desarrollado en los últimos meses, se decidió que uno de los talleres se ocupara de esta problemática. Y ese era el taller al que me había arrastrado Nacho: «El transporte es un tema de todxs».

Lo primero que me sorprendió al llegar es que, mientras en el resto de talleres la proporción de personas con y sin discapacidad (familiares y profesionales) era similar, en este eran absoluta mayoría los chicos y las chicas, los hombres y las mujeres nombrados por la discapacidad. Todos y cada uno de ellos hablando en primera persona y exponiendo la forma tan brutal en que la falta de líneas de autobús y la escasez de frecuencias trastocaba sus vidas para absolutamente todo: ir a trabajar, a su centro de estudios, al médico, a la propia asociación, a hacer deporte, de compras, al cine, quedar con amigos… 

No sólo no podían hacer todo lo que querían o necesitaban, sino que se veían dependiendo de que sus familiares pudieran llevarles y traerles, y condicionados a cuándo y de qué manera podían hacerlo. Todos y todas manifestaban lo poco que les gustaba tener que depender de otras personas y la forma en que dejaban de hacer cosas por culpa del transporte. Además, ir en autobús no sólo les permitía ser independientes y autónomos, sino que además les hacía sentirse parte del mundo. Ver y ser vistos. 

Existía la opción del transporte adaptado, pero no todas las personas reunían los requisitos para que se lo concediesen. Sólo una de aquellas personas, una mujer en la treintena, disponía de esta opción y, sin embargo, manifestó cuánto le desagradaba y horrorizaba porque «Las del 065 me dan la mano, me ponen el cinturón… Me tratan como a una niñas pequeña». Es decir, mientras a cualquier normaloide podría parecernos un lujo que un coche nos fuera a recoger a la puerta de casa y nos dejara justo en nuestro destino, aquella usuaria lo vivía como una forma de infantilización y una humillación. De nuevo, significaba estar segregado y apartado del mundo.

Cuatro fotografías que captan distintos momentos de las jornadas de Teima.

EL 47

Un par de meses después, me senté con Antón a ver una de las películas que más me ha gustado y emocionado de los últimos tiempos, El 47. Nuevamente, aparecía el autobús como reivindicación de clase y como derecho. La película transcurría en una España de muchas décadas atrás y, sin embargo, en mi aquí y ahora tenía al lado a personas que estaban viviendo exactamente la misma circunstancia que los vecinos de Torre Baró en la Barcelona de los años 70. Entre ellas, las chicas y los chicos de Teima. Y, también, mi propio hijo.

Nuestro pueblo tiene un tamaño medio, tirando a pequeño, así que pequeñas son también las posibilidades formativas para Antón más allá de la educación obligatoria. Vivimos a 20 kilómetros de una ciudad grande con mayor oferta y fue viendo El 47 que caí en la cuenta de que, salvando las distancias de espacio y tiempo, también la vida de Antón está ahora condicionada por el autobús. O, más bien, por su ausencia. De hecho, cada vez que valoramos las actividades formativas que encontramos (y de otro tipo, como las clases de teatro, ir al cine o quedar a comer con sus tíos), tenemos que abrir Google Maps, seleccionar la opción de “transporte público” y ver la viabilidad de que pueda asistir en función del horario de los autobuses y de las conexiones disponibles. Por no hablar de todas las circunstancias que pueden darse (y se dan) y de todo lo que puede salir mal (y sale) y acabar donde no quieres, a pesar de haber valorado, preparado y practicado la ruta con anterioridad. Léase, un corte por una carrera popular que hace que te bajen abruptamente del bus en no sabes dónde. O que unas obras de remodelación de la calle rodeen de zanjas la parada en la que te bajas y no haya forma humana (accesible) de salir de allí cuando tienes dificultades motrices y de equilibrio. Y así, hasta el infinito.

 

El asiento de Rosa

La posibilidad de acceder al transporte público es el símbolo de equidad más básico. No es casualidad que una de las espoletas del movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos en Estados Unidos tuviese que ver también con el autobús y, en concreto, con la prohibición de sentarse en los asientos delanteros, reservados sólo para los pasajeros blancos.

El 1 de diciembre de 1955, una mujer llamada Rosa Parks fue detenida, encarcelada y juzgada en Montgomery, por negarse a cambiar de asiento cuando se lo exigió el conductor del autobús en el que viajaba, para que pudiera sentarse allí un hombre blanco. La detención de Rosa acabó provocando una huelga de más de un año en aquella ciudad. La población negra se organizó por sus propios medios y dejó de utilizar el transporte público hasta lograr el fin de la segregación racial en los autobuses. Este suceso se contagió a otras ciudades y a otras prácticas segregacionistas y Rosa Parks se convirtió, junto a Martin Luther King, en un icono del movimiento por los derechos civiles. En 1999 recibió de manos del presidente Clinton la Medalla de Oro del Congreso y en 2013 Barack Obama inauguró una escultura que la representaba a tamaño real en la Sala Nacional de las Estatuas del Capitolio. Allí comparte espacio con otros prominentes estadounidenses como Thomas Edison, Hellen Keller, George Washington o Eisenhower.

Imagen en blanco y negro donde aparecemos Antón y yo junto a la estatua de Rosa Parks en el Capitolio de Washington.

ADAPT

En 1983 se fundó en Estados Unidos ADAPT, acrónimo de American Disabled for Accesible Public Transit, que podría traducirse como Estadounidenses con discapacidad por el transporte público). Muchos de los activistas que habían iniciado la lucha por los derechos de las personas con discapacidad y el movimiento de vida independiente, se habían cansado de pelear por leyes que, después y en la práctica, nunca se cumplían. Así que los miembros de ADAPT decidieron llevar a cabo acciones más contundentes: protestas, manifestaciones, encierros, cortes de tráfico y otros actos de desobediencia civil. En una ocasión, por ejemplo, se inscribieron en una visita guiada por el Capitolio cuyo objetivo era, en realidad, tomar la rotonda de aquel edificio (un lugar simbólico, ya que estaba decorado con un mural gigante de la firma de la Declaración de Independencia), hacer una sentada (es una forma de hablar, porque la mayoría de las 150 personas allí concentradas eran usuarias de sillas de ruedas) y reclamar poder hablar con los líderes de la Cámara de Representantes para exponerles sus reivindicaciones.

La contundencia de sus reivindicaciones y acciones hicieron que fueran percibidos —incluso, y sobre todo, por las propias organizaciones de la discapacidad— como elementos incómodos y hasta violentos. La misma acción que en una persona “normativa” se entiende como reivindicativa, si proviene de alguien asociado a la caridad, la compasión y la pena, por oposición (y por estupor), se interpreta como violenta. A una persona objeto de favores y no sujeto de derechos, se le supone docilidad y agradecimiento.

El caso es que no fueron pocas las ocasiones en que los activistas de ADAPT acabaron detenidos y teniendo que comparecer ante un juez. También es una forma de hablar, porque la mayoría de juzgados eran inaccesibles y más de una vez se encontraron con que no podían siquiera acceder a su interior.

Aunque el objetivo inicial de ADAPT cuando se creó había sido el de empoderar a las personas con discapacidad y lograr que participaran de forma activa en acciones de protesta para reivindicar sus derechos, se fijó como prioridad conseguir que todos los autobuses urbanos dispusiesen de plataformas elevadoras. De nuevo, el autobús no sólo como símbolo, sino como necesidad y urgencia.

Treinta y cinto años después de que Rosa Parks se negara a ceder su asiento, y en el marco de una de aquellas protestas, el activista Mark Johnson dijo: «Las personas negras lucharon por el derecho a sentarse en la parte delantera del autobús. Nosotros estamos luchando por el derecho a poder subirnos al autobús.» 

Cuenta Joseph P. Shapiro en su libro No Pity (pág. 128): «En los ochos años [desde su creación] se habían producido cientos de detenciones de miembros de ADAPT durante actos de protesta de desobediencia civil por todo el país. El grupo boicoteaba cada convención nacional que se celebraba de la American Public Transit Association (APTA), la asociación de la red de autobuses públicos. Exponiéndose a detenciones masivas, obligaron a todas las ciudades, desde San Luis a San Antonio, a reflexionar sobre la injusticia de excluir a las personas con discapacidad de los autobuses. Sin embargo, fue una batalla en solitario. Incluso Rosa Parks les falló. ADAPT le había pedido al símbolo del boicot a los autobuses en Montgomery que marchara junto a ellos cuando fueran a Detroit, donde Parks vivía entonces. Aunque en un principio ella accedió, tras la presión del alcalde de Detroit, Coleman Young, que buscaba complacer a los visitantes de la convención de APTA, envió una carta retirando su apoyo y en la que condenaba a ADAPT por sus métodos de desobediencia civil, que provocarían incomodidad al “invitado” de la ciudad.» 

No puedo explicar lo que me apenó saber que un símbolo de la lucha por los derechos civiles como Rosa Parks, mostró tan poca empatía y solidaridad cuando se trató de apoyar a otro grupo humano igualmente oprimido.

El 12 de marzo de 1990, ADAPT convocó una marcha sobre Washington (Wheels of Justice March) de la misma forma que había hecho Martin Luther King el 28 de agosto de 1963, cuando pronunciara su famoso discurso «I had a dream». Si la marcha en favor de los derechos de los afroamericanos reunió a un cuarto de millón de personas, las setecientas y pico que congregó ADAPT no le hizo merecedora siquiera de una mínima reseña en el Washington Post. Los números parecen modestos, pero resultan asombrosos teniendo en cuenta las dificultades respecto al transporte para aquellas personas (la mayoría usuarias de sillas de ruedas), no digamos ya para encontrar hoteles accesibles. 

La marcha culminó con el famoso (para mí, para nuestro activismo) Capitol Crawl.

Imagen en blanco y negro de la marcha sobre Washingto organizada por ADAPT. La fotografía retrata la primera línea de la manifestación formada por personas usuarias de sillas de ruedas.

Wheels of Justice March (marzo 1990)

El sesgo de normalidad

Un día discutía con un muy buen amigo acerca de las modalidades de educación, en esta ocasión relacionadas con la escuela pública y la concertada. Su hija, por proximidad a su domicilio, por horario y por servicios, estaba matriculada en un colegio concertado. Yo había ido a recogerla varias veces y me pasmaba la absoluta uniformidad del alumnado de aquel centro. No sólo referida a la vestimenta, sino también a las circunstancias sociales, económicas y culturales de sus familias. Por supuesto, no había entre sus compañeros y compañeras ni un sólo niño o niña nombrado por la discapacidad. Y, como las familias compraban en el centro los libros y el material escolar, hasta sus estuches eran todos exactamente iguales!

Le hice a mi amigo un comentario sobre la completa ausencia de diversidad en el colegio de su hija, no sólo en cuanto a funcionalidad, sino también en lo referido al extracto socieconómico. Si el precio de la vivienda en la zona donde se ubicaba el centro no era suficientemente disuasorio, la cuota “voluntaria” que estaban obligadas a pagar las familias funcionaba como barrera de acceso. Mi amigo alegaba que la cuota era ridícula, porque no llegaba a los 30 euros. Yo le decía que eso era mucho dinero para algunas familias, que Antón había tenido compañeros que no iban a las excursiones porque sus familias no podían aportar 3 euros para el autobús. Ahí mi amigo ya me llamó exagerada y se negó a creerme, con lo cual se zanjó el tema.

La tendencia a pensar que todas las personas tienen y viven nuestras mismas circunstancias se denomina egocentrismo cognitivo, pero yo he preferido llamarlo sesgo de normalidad aunque, por lo visto, se aplica a otra circunstancia. El caso es que es algo que nos ocurre no sé si a todas, pero sí a muchísimas personas. Incluso a aquellas que, como yo aquel día, nos creemos absolutamente conscientes de toda la diversidad humana que nos rodea.

Vivo en un pueblo pequeño, y 15.000 habitantes no dan para un colegio concertado, no digamos para uno privado. Así que, todo el alumnado escolarizado en nuestro ayuntamiento lo está en las tres escuelas públicas con que contamos. Esto ha hecho que las aulas de nuestro municipio sean enormemente diversas. Mis hijos han tenido compañeros de distintos extractos socioculturales, de familias migrantes, cultura gitana, diferentes religiones, viviendo en familias de acogida o incluso procedentes de un centro de protección de menores cercano. Y prácticamente en cada clase había un alumno (cuando no varios) de los etiquetados como «con necesidades especiales». También las diferencias en el poder adquisitivo de las familias eran enormes: desde quien tenía residencia de verano en Sanxenxo, hasta quien no podía pagar los 3 euros que costaba el autobús de la excursión a la Casa de los Peces o a la Domus, al concierto del Palacio de la Ópera o la obra de teatro del Rosalía. Todas ellas actividades organizadas, ofertadas y financiadas por una administración que, sin embargo, olvidaba que para llegar hasta allí hacía falta un autobús y que quizás no todo el alumnado pudiera costearlo. Si mi amigo se negaba a creerlo, ¿cómo iba a hacerlo un conselleiro, un director general o un jefe de servicio?

Pues de la misma forma que yo, bípeda privilegiada, con permiso de conducir y con coche propio, tampoco había sido consciente de la realidad de todas las personas que dependen del transporte público. Creía que la problemática del resto era igual a la mía y que se reducía a qué desesperación de atasco, cuánto ha subido la gasolina o cómo leches voy a encontrar aparcamiento en tal sitio. No imaginaba lo que significa que el transporte público sea deficitario, y cuente con pocas líneas y frecuencias. Tampoco conocía la ansiedad que puede generar la convocatoria de una huelga de conductores de autobús. Y si yo no he sido capaz hasta ahora, ¿cómo lo van a ser los gestores y responsables de lo público? Aquellos que cuentan con coche oficial y chófer.

No sólo ellos. Tampoco quienes copan (copamos) las voces en la opinión pública viven el autobús como una urgencia y una necesidad, así que me temo que seguirá contemplándose como una cuestión menor, o ni siquiera se contemplará. Al fin y al cabo, sólo afecta a personas de renta baja (las que no pueden permitirse mantener un coche) y a todos aquellos que no pueden conducir: adolescentes, personas de edad avanzada y personas con discapacidad. Es decir, a aquellos que apenas tiene voz en los espacios públicos, ni incidencia política.

Sin embargo, el transporte público debería ser un tema de todos y un símbolo de equidad. Es una cuestión que, además, lo atraviesa todo: clase, edad, funcionalidad, ruralidad, medio ambiente… Ojalá algún día lleguemos a ser conscientes y elijamos a responsables de lo público que creen, gestionen y mantengan un transporte público eficiente y digno.

 

Derecho a la accesibilidad comunicativa

Me suscribo a un periódico de forma muy sencilla a través de un formulario online. Por escrito.

Ahora quiero anular esa suscripción, pero sólo me permiten hacerlo por vía telefónica.

Encuentro un correo específico para suscripciones y solicito la baja por escrito.

Me responden (por escrito) diciendo que tengo que hacerlo por teléfono.

Les contesto a ese mismo correo electrónico:

Buenos días,

Sólo recordarles que la suscripción no la realicé por vía telefónica, sino por un canal de comunicación ESCRITA.

¿Han pensado que entre sus suscriptores puede haber personas sordas o con formas de comunicación no verbales, a quienes les resulte imposible o complejo utilizar el teléfono como vía de comunicación? ¿Que están convirtiendo en dependientes a personas que pueden ser completamente autónomas?

Me remiten al punto 9.2 de las condiciones generales de la suscripción digital. Yo también me permito sugerirles que revisen la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas (vigente en España desde 2008) que establece la accesibilidad universal como un DERECHO, y toda la legislación nacional y autonómica vigente respecto a la accesibilidad comunicativa.

Una estrategia de marketing que establece la telefónica como única vía para anular esa suscripción (entiendo que con objeto de hacer más compleja esa gestión y con ello desincentivar las bajas), no puede estar por encima de leyes nacionales y tratados internacionales.

Convivo con una persona a quien le resulta muy complejo y frustrante comunicarse por teléfono, precisamente porque al otro lado nunca hay personas habituadas a escuchar a quienes fonan de forma no normativa. Y la ansiedad y la vergüenza las sufre él.

Recibe de la administración púbica y de entidades privadas comunicaciones importantes a través del correo electrónico a las que nunca puede contestar por esta vía, sino que se le remite a un teléfono o varios, sin que tampoco el wasap sea una opción.

Creo que ya es hora de que la frustración, la ansiedad y la vergüenza cambien de lado y que los derechos de TODAS las personas, también aquellas nombradas por la discapacidad, sean respetados.

Atentamente,

Carmen Saavedra

Poster de fondo rosa y letras blancas donde se lee: EL ARTE DE CONVERTIR EN DEPENDIENTES A PERSONAS COMPLETAMENTE AUTÓNOMAS

 

AZKENDAKARI

Vaya por delante que me he inventado la palabra. O eso creo. Si en euskera «lehen» significa «primero» y «lehendakari», «el primero entre los primeros» (y por eso mismo tiene el sentido de presidente), pues he pensado en añadirle ese sufijo a «azken», que se traduce como «último». Así, «azkendakari» bien podría hacer referencia a «el último entre los últimos». No existe un término en castellano para designar este concepto y como lo que no se nombra no existe, pues yo he decidido nombrarlo. 

Podría haber recurrido al gallego que me es más familiar y a su «derradeiro», que significa último, pero último de verdad. Es decir: derradeiro sería lo que va después de último. Sin embargo, es una palabra con connotaciones positivas y tiernas para mí e incluso festivas. En los conciertos y durante los bises, si el grupo nos gusta mucho, mucho, recurrimos al truco del almendruco que es pedir «a derradeira» después de que los músicos hayan jurado y perjurado que esa ya era «a última».

Derradeiro no me servía para nombrar una realidad que no es ni positiva, ni tierna, ni festiva. Así que he creado una palabra desde el euskera para describir una realidad que existe, pero para la que no tenemos nombre: el último entre los últimos en las aulas.

Hace unos años, mi hijo llegó un día especialmente triste del instituto. Y digo especialmente, porque triste llegaba todos los días durante aquellos cuatro cursos. Resulta que un profesor había mandado hacer grupos y él había sido elegido de último. Yo ignoraba que esta práctica perversa, la de elegir grupos, seguía presente en las aulas, pero la cuestión es que su tristeza no procedía del lugar que ocupó en la jerarquía social de la clase aquel día, porque me dijo (y eso sí que me entristeció a mí) que ya estaba acostumbrado a ser elegido el último-último. Ese día estaba hecho polvo, porque una de las que elegía era quien había sido su amiga del alma. Y digo había sido porque, después de ser uña y carne durante toda la primaria, por alguna razón, fue poner el pie en el instituto y alejarse automáticamente de él. Digo por alguna razón de forma retórica, porque la razón era que situarte al lado de alguien nombrado por la discapacidad como Antón, parece ser incompatible con ocupar un lugar social mínimamente decente en el ecosistema de secundaria.

El caso es que el día que J. fue una de las eligientes, Antón tuvo la esperanza de que todo lo que habían vivido juntos durante tantos años le garantizaría ser al menos el penúltimo. Los designados por el profesor para formar grupos fueron escogiendo entre sus compañeros y compañeras y, sin ninguna sorpresa, los dos últimos volvieron a ser F. y Antón. Como J. escogía primero, Antón estaba seguro de que diría su nombre. Pero no, dijo el del penúltimo oficial de la clase y Antón ocupó su lugar también aquel día: el último entre los últimos. Y sufrió por dentro durante toda esa clase, el recreo, las tres clases restantes, el comedor y el autobús. Cualquiera puede imaginar de qué forma explosionó al llegar a casa y cómo me partió a mí el corazón. Una vez más.

Yo justo tenía a aquel profesor como uno de los más razonables entre los de ese curso y mi decepción y desesperanza fueron por ello todavía mayores. Esa misma tarde decidí escribirle un correo. Quería que supiera el daño que causaban determinadas prácticas, por muy instauradas y normalizadas que estuvieran en las aulas.

En su mensaje de respuesta y después de lamentar que «Antón se sintiera tan afectado por esa situación de aula», el profesor alegaba que el modelo de organización de grupo que les había propuesto seguía «un formato heterogéneo y de autogestión» que consideraba que era «el más adecuado para ese objetivo y para potenciar destrezas de responsabilidad en el manejo de ese tipo de grupos». Aseguraba, además, que «la capacidad para organizarse entre iguales tiene una intención pedagógica».

Tuve además una reunión presencial con él donde volvieron a salir los consabidos argumentos de que en el mundo laboral futuro también tendrían que colaborar con compañeros que podrían ser afines a ellos o no y bla bla bla…

Pues bien, aunque en ese hipotético futuro les toque trabajar con personas con las que no encajen y puede que ni aguanten, chico… ¡haz tú los puñeteros grupos! Porque, no sé vosotros, pero yo nunca he trabajado en ningún lugar (ni conozco a quien lo haya hecho) donde se ponga en fila a toda la plantilla de la empresa y dos personas vayan escogiendo entre sus compañeros y compañeras para formar los grupos de trabajo.

Y en el caso de que así fuera y esas prácticas realmente existieran en el mundo laboral, ¿lo suyo no sería que desde la escuela se fueran moldeando prácticas laborales futuras más humanas y menos dañinas? ¿Es que va a ser siempre el mundo empresarial quien imponga los códigos de conducta a la escuela? ¿No debería ser al revés? Porque la escuela tiene la capacidad real de generar actitudes y modelos que más tarde tengan continuidad en el mundo adulto y laboral. Pero, con la manida excusa de la productividad futura, lo que está haciendo es crear normas de comportamiento atroces. Como la maldita elección de grupos que refuerza, todavía más, los roles asignados a cada alumno y alumna y de los que es casi imposible escapar. Ni dentro de la escuela, ni fuera de ella. Ni en el presente, ni en el futuro.

Hace unos meses mi hijo realizaba unos estudios postobligatorios y también allí volvió a ser el azkendakari. Volvió a ocupar el lugar que el sistema educativo le ha asignado casi desde que puso un pie en él. Da igual que cambien espacios, compañeros o profesores, él siempre será el último entre los últimos.

Da igual que ahora le reclamen para dar charlas en jornadas educativas, que le publiquen escritos en medios de comunicación de tirada nacional, que haya participado en el congreso de investigación educativa más importante del mundo o que acuda a Naciones Unidas a recoger un premio por su activismo en relación a la educación inclusiva. En un aula del sistema educativo español (y casi que en cualquier otro lugar del mundo) él es y será por siempre jamás el último entre los últimos.

Cuando me contó lo de aquella última vez, yo le dije: Antón, tienes que escribir a ese profesor para que entienda el daño que hacen esas prácticas y para que al menos un día seas tú quien elija grupo. Su respuesta me tiene todavía avergonzada. Me dijo que esa no era la solución, porque un día había tenido que elegir él y lo había pasado todavía peor. Porque hiciera lo que hiciera, siempre iba a quedar alguien de último y esa vez sería responsabilidad suya.

Hay quienes después de ser víctimas se acaban convirtiendo en verdugos. Hay quienes después de haber sufrido como alumnos determinadas prácticas del sistema educativo, cuando pasan a ocupar el rol de profesor parecen vengarse de alguna forma ejerciendo sobre otros lo que les hizo daño a ellos. Y así es como se reproduce y alimenta en las aulas este círculo infernal hasta el infinito y más allá.

También hay valientes, muchos y muchas, que cuestionan lo aprendido y sufrido para generar nuevas prácticas que construyan una escuela que eduque, acompañe y sane.

Estoy segura de que no serán pocos quienes digan que qué piel más fina la mía o que qué floja la chavalería de ahora. Los mismos comentarios que he escuchado mil veces en boca de tertulianos en los medios o de más de una persona durante reuniones familiares respecto al bullying, por ejemplo: «Nosotros también nos dábamos en el patio, pero bien, y aquí estamos, que nadie se ha muerto por eso». 

Pero es que resulta que quienes hablan son siempre los mismos: los que daban la colleja o los que eran elegidos entre los primeros. Que les pregunten a aquellos de quienes se han mofado por «la pluma», a quien recorría con miedo los pasillos esperando a ver por dónde caía la próxima colleja o a quien era elegido siempre de último. Qué fácil es relativizar todo desde el privilegio. Que les pregunten a quienes fueron los últimos entre los últimos la factura que pasa y lo que duelen todavía esas cicatrices años o décadas después.

Fotografía de un jarrón de cristal con tres rosas rojas marchitas. Está en la repisa interior de una ventana y fuera se ve un paisaje otoñal de árboles sin hojas.

Todos esos “es que”…

«Es que se aísla.» 

«Es que no tiene los mismos intereses que el resto.»

«Es que se autoexcluye.»

«Es que es muy infantil.»

«Es que le gusta estar solo.»

«Es que es más inmadura que el resto

«Es que no se entera.»

«Es que no escucha.»

«Es que vive en otro planeta.»

«Es que lo vives tú peor que él.»

Todas las personas que hemos asistido al Workshop Cataliza, hemos visto cómo han saltado por los aires todos esos argumentos que nos han dado en las escuelas para justificar la soledad y el aislamiento de nuestros hijos e hijas.

Lo más triste es que, a veces, hasta nos han llegado a convencer. Y nos lo hemos creído. Y nos hemos convertido en cómplices del maltrato que convierte a las víctimas de la exclusión en responsables de vivirla. Entonces, lo que vives en otros espacios te revela lo que esas frases eran en realidad: excusas para tranquilizar la conciencia de quien, pudiendo hacer, no hace nada; excusas para que no pidas lo imposible.

No, la soledad y el aislamiento no son inevitables. Lo que parece inevitable es lo poco que importan los derechos y la salud emocional de nuestros hijos e hijas en las escuelas.

¿Qué otras #excusas habéis tenido que soportar?

Os animo a que las compartáis en los comentarios 👇🏽

Lamine y Nico

No me gusta el fútbol. Pero le guardo un gran respeto desde que mi hermano se sentaba en aquellos últimos días de mi padre, agonizante por el dolor y desorientado por la morfina, y le ponía al día de los últimos fichajes y la clasificación de esa liga que él ya no podía ver, ni jamás vería. Ojalá nunca en mi vida vuelva a ser testigo de una escena tan bestialmente conmovedora. Durante esos minutos, mi padre volvía a centrar su mirada y por un momento volvía a ser él y dejaba de ser la persona moribunda. Desde entonces, siento un gran respeto por el fútbol aunque siga sin gustarme.

Imagen de Lamine Yamal y Nico Williams celebrando un gol con la selección española de fútbol.

Durante estos últimos días, el fútbol ha vuelto a salirse de lo deportivo. Y me ha vuelto a conmover la imagen de estos dos chavalitos. Dos niños todavía, en un mundo de buitres. Se les ha utilizado como contrapeso ante todo el patrioterismo que siempre suscitan los triunfos de la selección española. Un triunfo que hubiera sido imposible, dicen, sin estos dos chicos negros e hijos de migrantes. De esos migrantes que cruzan el Sáhara descalzos y saltan la valla de Melilla.

Y me recordó a aquel día, cuando mi hijo era un bebé de seis meses, y dos especialistas no se ponían de acuerdo en si necesitaba la máquina de oxígeno o no. Estábamos en la consulta del que sí era partidario de hacerlo y empezó a darnos explicaciones extrañas que nada tenían que ver con lo médico y que me desconcertaron. En un momento dado, pronunció el nombre de Stephen Hawking y ahí ya sí entendí qué trataba de decirnos y qué marcaba la diferencia de criterio entre él y su compañera.

Hoy, casi veinte años después, miro a estos dos chicos y pienso que qué mierda de sociedad, que hasta los más progres hacen una lectura tan peligrosa de sus triunfos. Esa que nos empuja a creer que, para que les hagamos un sitio entre nosotros, deben realizar algo extraordinario. Lo mismo que mi hijo, cuyo derecho a la vida se mide en proezas científicas o artísticas que el 99,9% de los llamados normales jamás haremos.

Nacer mal

Pues primera noticia de la mañana que abro y ya empiezo la semana fibrilando…

Captura de pantalla del texto de la noticia donde una investigadora habla de una enfermedad poco frecuente y para describir la evolución de la misma dice: "Nacen bien pero... "

Imagino que lo contrario a NACER BIEN debe ser NACER MAL.

¿Cómo puede construirse una persona que escucha / lee / percibe sobre sí misma y durante toda su vida que ha nacido mal?

Señores y señoras profesionales de la medicina y de la investigación y de todas esas consultas que pueblan: por favor, aprendan a HABLAR BIEN.

Estoy segura de que pueden conseguirlo. Han aprendido ustedes miles de palabras que las familias no somos capaces de entender cuando nos las sueltan en sus despachos.

Desgraciadamente, a veces sólo emplean el lenguaje llano para soltar cosas como NACER MAL. Eso sí que lo entendemos.

Y el problema es que nos lo creemos. Al menos por un tiempo.

Menos mal que están nuestros hijos y nuestras hijas para enseñarnos que ningún ser humano nace mal.

Las palabras hacen daño. Y destrozan. Y condenan. De por vida.

La mirada de las familias se construye a partir de la de quienes ponen una etiqueta médica a nuestros hijos. Y el puñetero modelo médico-rehabilitador todavía se mezcla entre esos profesionales con el de prescindencia. Y si no, que se lo pregunten a todas esas madres a las que algún médico ha llamado irresponsables por negarse a abortar.

Pitas novas 🐓

Tenemos cinco gallinas. El otro día un vecino nos regaló tres más. Le habían dado como treinta en una granja que, por no sé qué normativa comunitaria absurda, debía deshacerse de todas las que pasaran del año. Que esa es otra, las normas comunitarias absurdas que han hecho tirarse a las carreteras a miles de tractores. Quizás no sean tan absurdas en realidad sino necesarias pero, claro, si luego te encuentras en el súper con cien mil productos a mitad de precio porque no deben seguirlas, pues no sé si absurdas, pero injustas seguro. Y claro, como la izquierda y su urbanocentrismo miran de espaldas al rural, pues toda esta peña ha acabado echándose en brazos de los fascistas, que de tontos no tienen un pelo.

Bueno, a lo que íbamos, a las tres pitas novas. La primera noche me costó diosyayuda meterlas en el gallinero. Menos mal que conté con la inestimable colaboración de Coti, porque emprendieron la huída en tres direcciones distintas las muy capullas. Al día siguiente, cuando fui a encerrarlas antes de que oscureciera, me encontré con que las recién llegadas se habían escapado por un agujero que había en la valla y que nunca habíamos detectado porque las veteranas jamás habían llevado a cabo ningún plan de fuga. De nuevo, Operación “Mema de ciudad contra gallinas”. Y, de nuevo, la imprescindible ayuda de Coti que, en esta ocasión, se tomó demasiado a pecho su función y casi se carga a una.

Me dio por pensar que quizás habría alguna razón para esta conducta. No tenía sentido que se escaparan teniendo en su espacio toda la comida del mundo y sin demasiado esfuerzo. Es más fácil picotear pienso y restos de comida, que andar buscando bichería por el mundo y más en invierno que casi no hay. Además, las gallinas nativas nunca lo habían hecho. Así que durante unos días, en vez de marcharme nada más abrirles y disponer su comida, me quedé observándolas. Y lo que he averiguado es atroz. Las gallinas viejas, o veteranas, o nacionales, no les dejan tocar la comida. Da igual cuánta haya, ni cuánto la esparza yo para que esté lo suficientemente distanciada como para que les dejen comer en paz. Nada, las viejas están más preocupadas por que no coman las recién llegadas, que por comer ellas. Y no es una en concreto o dos. ¡Son las cinco! Es como si tuvieran ojos en el culo y en cuanto perciben que una de las nuevas está comiendo, allá van a picotearla y machacarla.

He seguido varias estrategias y ninguna ha funcionado. Así que hoy me he cabreado tanto, que he vuelto a encerrar a las matonas y he dejado fuera a las acosadas. Libres, tranquilas y comiendo.

Todos hemos sido pitas novas en algún lugar. En un país, en un trabajo, en una escuela.

Seamos amables con los que llegan, porque también nosotros (o los nuestros) seremos recién llegados a algún lugar y no nos gustaría encontrarlo repleto de pitas vellas.

Lo más triste, es que en un tiempo estas tres de la foto estarán reproduciendo las mismas conductas que ahora sufren sobre las que lleguen.

Fotografía donde se ve a las tres gallinas de las que habla el texto comiendo restos esparcidos por el suelo. De fondo campos verdes y con árboles sin hojas.

La soledad es una forma silenciosa de bullying

Este curso mi hijo abandonó el sistema educativo de forma presencial. Y no porque académicamente fuera un esfuerzo brutal para él -que lo era y aún así lo realizaba-, sino porque enfermó de soledad.

Durante los cuatro años que cursó Educación Secundaria estuvo completamente solo.

La soledad es una forma silenciosa de bullying.

Todos los que estáis leyendo este texto habéis pasado por el sistema educativo. Así que me gustaría que retrocedierais a esos años e imaginarais pasarlos en la más absoluta y completa soledad. Que nadie hable contigo en clase, ni en los pasillos, que pases los recreos completamente solo, durante cualquier celebración que implique que ese día no haya clase. Siempre. Así durante cuatro cursos, uno detrás de otro.

Cuatro años durante los cuales no paré de darle vueltas a la cabeza para intentar encontrar alguna solución, alguna salida, alguna brecha por donde poder colarme para acabar con esta situación. Pero todo lo que se me ocurría o era imposible de poner en práctica o fracasaba.

El curso pasado, en mi desesperación, mandé un correo dirigido a toda la comunidad educativa del centro, a todas las patas de ese banco que es la escuela: tutoría, departamento de orientación, equipo directivo y Anpa (de la que además yo formaba parte, pero lo hice así porque quise escribir como madre de un alumno y no como vocal de la asociación).

Apenas se hizo nada. Al menos de lo que yo tuviera conocimiento o que a mí se me comunicara. Y no porque fueran malas personas, que no lo eran en absoluto, sino seguramente porque no sabían qué hacer y cada uno de ellos esperaba que fuera el otro quien asumiera aquel ruego (que era casi una súplica) y le diera solución. Intuyo que se miraron unos a otros, pensando cada uno de ellos que la responsabilidad era del de al lado.

Y puede también que el problema sea que este tipo de situaciones, el de la soledad en la escuela, no se perciban con la gravedad que tienen. Estoy casi segura de que si hubiese denunciado una agresión a mi hijo, se habrían activado todas las alarmas y se habrían puesto en marcha todos los mecanismos para acabar con esa situación.

Así que me parece indispensable y urgente dar visibilidad a la soledad en la escuela y hacer ver al mundo lo grave que es, las consecuencias que tiene (y no sólo para esa etapa de la adolescencia, sino para el resto de la vida) y la necesidad de actuar, de hacer algo para que nadie se sienta solo en esos espacios.

Debemos conseguir que deje de ser considerado como un asunto individual y casi que privado. Porque lo mismo ocurría con el maltrato. Recuerdo cómo en mi infancia el maltrato era considerado como un asunto particular, privado, doméstico. De ahí también el peligro de ese adjetivo (“intrafamiliar”) que algunos están empeñados en asignarle últimamente. Cuidado.

Todos en mi barrio sabíamos perfectamente quiénes eran los hombres que pegaban a sus mujeres. Ellas nos daban pena, pero ellos no nos producían rechazo, ni eran socialmente aislados. Creo que mi generación logró hacer ese cambio y hemos conseguido educar a la infancia y a la adolescencia de ahora para que vean el maltrato como lo que es: un delito y un delito intolerable con el que sólo se puede acabar entre todos.

Así que, por favor, démosle a la soledad en la escuela la preocupación que merece para, a partir de ahí, buscarle solución y desterrarla de esos entornos que deben ser de aprendizaje, pero también de acompañamiento. Resulta difícil aprender si uno se siente infeliz. Y eso, infelicidad, una infelicidad absoluta e insoportable, es lo que provoca la soledad no deseada en la escuela.

jarrón de cristal transparente con un ramo de flores silvestres marchitándose.

 

Que el diagnóstico no tape a tu alumno

En un post anterior hablaba de la necesidad de utilizar la metodología y herramientas adecuadas -las que se adapten a la forma de funcionar de cada alumno- para no convertir el aprendizaje de muchos niños y niñas en una tortura que, además, les lleve a resistir y desistir en dicho proceso.

En aquella entrada hablaba de nuestra experiencia en Educación Primaria. Hoy voy a abordar una de las experiencias de nuestro paso por Secundaria.

Ya he comentado anteriormente que las dificultades de mi hijo respecto a la motricidad fina le impiden poder escribir a mano y que necesita hacerlo mediante un teclado. Así que las principales dificultades con que se encontró Antón en esta nueva etapa de su escolarización obligatoria fue respecto a las matemáticas. A la complejidad de entender la materia se añadió la dificultad de ejecutar las operaciones en los ejercicios y, especialmente, en los exámenes. Os podréis imaginar lo tremendamente difícil que resulta realizarlo con un procesador de textos y empleando un solo dedo. Su esfuerzo, su trabajo, su aprendizaje nunca se reflejaban en las pruebas que decidían si había alcanzado o no lo que el sistema exigía y que determinaban casi la totalidad de la nota final.

Durante la etapa de Educación Primaria se había encontrado con la misma dificultad, pero se había solventado gracias a la asistencia de su profesora de Pedagogía Terapéutica (PT). Sus tutoras (a excepción de una de las que tuvo) programaban el examen de matemáticas coincidiendo con la hora en que esta profesora de apoyo entraba en el aula. Antón le dictaba las respuestas y ella escribía por él.

El profesor de matemáticas en su primer curso de ESO nos transmitió en una reunión que era consciente de que Antón sabía más de lo que demostraba en los exámenes, pero que se veía sin recursos para solventar el problema. Yo le había planteado a la PT al inicio de curso la posibilidad de que le diera apoyo a Antón en los exámenes de matemáticas de la forma en que se había hecho en Primaria, pero su respuesta fue que resultaba imposible tal y como estaban organizados los horarios. Que era muy difícil que pudiera coincidir el examen con la hora que tenía asignada en ese aula. Dado que era nuestro primer curso allí y no quería que me pusieran la etiqueta de madre conflictiva nada más poner un pie en el centro, no insistí. Y Antón nunca pudo demostrar en los exámenes lo que realmente sabía.

El curso siguiente fue todavía peor. La nueva profesora de esa materia tenía una mirada y una actitud tan absolutamente capacitistas respecto a Antón, que di por imposible todo tipo de colaboración y ni siquiera comunicación con ella. Vio a Antón (lo vio, no lo miró) y lo primero y único que debió pensar fue que qué demonios pintaba aquel niño en aquel centro, en aquella clase y sin adaptación curricular. No le dio jamás la menor oportunidad. Tampoco ayudó la nueva PT con la que Antón no tenía la menor sintonía y que sólo sabía decirle que hiciera las cosas más rápido. Como si sus tiempos fueran una cuestión de voluntad.

Aquel curso hubo incluso una sustituta de esta PT que por no molestarse, ni siquiera se molestaba en sentarse junto a él cuando entraba en clase a hacer el apoyo. Se quedaba de pie junto a la puerta. Si a quien lea esto le deja atónito, no voy a contar cómo me dejó a mí. Llegué a dudar de lo que me contaba mi hijo y tuve que confirmarlo con el testimonio de un compañero de clase. Lo inconcebible no era sólo el hecho de que no hiciera nada y permaneciese toda la clase de pie junto a la puerta, sino que la profesora de matemáticas no hiciera nada por corregir esta situación. Pero claro, no era precisamente la persona que más confiaba en la capacidad de Antón para aprender la materia. No sé si le había contagiado su mirada o aquella sustituta ya la traía puesta.

Aquel curso había decidido, casi nada más iniciarse, que ya no podíamos más, ni mi hijo ni yo. El curso anterior había sido tan agotador que yo estaba completamente sobrepasada. Sólo pensar en otra nueva ronda de conversaciones con los nuevos profesores… en toda la energía necesaria para convencerles de que vieran a Anton y no a un síndrome… me generaba una angustia paralizante y aquel curso no me sentía con fuerzas para seguir resistiendo y disintiendo. Así que ni siquiera llegué a hablar con aquella profesora de matemáticas ni con aquella PT, que ni un sólo día le dio a mi hijo el apoyo por el que le pagaban. A día de hoy sigue pareciéndome increíble que se hubiera producido aquella situación, que hagamos el esfuerzo como sociedad para emplear a una persona en un centro educativo para que se quede de pie junto a una puerta.

Aquí surge otra cuestión respecto a los profesores de apoyo en Secundaria: que muchos no están preparados para dar apoyo a alumnos que siguen el currículo ordinario y no tienen adaptaciones curriculares. Esto es especialmente sangrante en materias como matemáticas o física y química. Y esa creo que es la explicación a la nula calidad de las PTs y profesoras de refuerzo educativo que ha tenido mi hijo en esta etapa: que estaban preparadas para enseñarle a restar con llevadas, pero no para resolver ecuaciones de segundo grado.

Y seguramente sea también la razón por la que para cierto alumnado (ese al que se le pone la pegatina de “necesidades educativas especiales”) no se plantee otra estrategia que la adaptación curricular significativa. Su diagnóstico les adjudica de manera automática un techo para sus aprendizajes. Y así, se les tiene curso tras curso realizando las mismas fichas que llevan haciendo desde que pusieron un pie en la escuela: colorea de rojo los círculos y de azul los cuadrados, repasa los números, 2 + 2, 6 — 3, rodea con un círculo las prendas de invierno, ma me mi mo mu…

Recientemente me compartía una compañera que a su hijo, que cursa 1º de ESO, le habían mandado unas fichas para trabajar su “pésima caligrafía”. Y las fichas de marras contenían frases como: “Isa – sapo – sopa. Susi pasea. Susi asea a su oso. Mi mamá me ama. Mi tita toma tomate. moto – pito – tele – pato. Pepa toma té. Mamá pela la patata.

¿De verdad no hubiera sido posible incluir en ese trabajo frases que no atentaran contra la dignidad de un chico de trece años? ¿En un curso donde ese alumno está estudiando las partes de la célula eucariota o las características de los textos argumentativos, no era posible haber ideado otro tipo de frases? ¿A algún otro de sus compañeros o compañeras no nombrados por la discapacidad se les infantilizaría de esa manera?

Ya no entro a analizar la necesidad de martirizar con el tema de la caligrafía a ciertos alumnos con enormes dificultades motrices, cuando la tecnología nos ha regalado ordenadores y teclados que permiten que ese alumnado se centre en el contenido de lo que escribe y no en la estética de lo escrito. Me parece algo tan absolutamente demencial, que me sigue impresionando curso tras curso la cantidad de compañeras que tienen a sus hijas e hijos sufriendo por este tema.

Volviendo a la incapacidad de los profesores de refuerzo y de pedagogía terapeútica -qué escalofríos me produce esa denominación, ese adjetivo que señala y medicaliza- que no han sabido ayudar a mi hijo a resolver ecuaciones, yo tampoco sabía hacerlo. Con la diferencia de que yo debería ejercer de madre-madre y no de madre-profesora. Con dieciséis años escapé a letras puras para poder decir adiós para siempre a las matemáticas. Y, sin embargo, tuve que volver a ellas para enseñar a mi hijo el aprendizaje que el sistema le negaba. Su derecho a aprender. Así que tuve que aprender a resolver operaciones combinadas, descomponer números, averiguar el mínimo común múltiplo y el máximo común divisor, operar con potencias y con fracciones… Pero profesionales más jóvenes que yo y formados específicamente para dar apoyo a alumnado con dificultades de aprendizaje, no estaban capacitados para ello. Para enseñar matemáticas de 7º y 8º de EGB. Porque quiero recordar que los dos primeros cursos de la actual ESO (Educación Secundaria Obligatoria) equivalen a los dos últimos de la antigua EGB (Educación General Básica).

Bien, no pasa nada, ya se lo enseñamos en casa. El primer curso lo asumí yo y los siguientes, profesores particulares que pudimos permitirnos contratar. Porque yo ya no podía más y tampoco Antón podía más conmigo. No sólo eso, quería saber si realmente era yo la que “veía más capacidades en Antón de las que realmente tenía”, tal y como le había comentado un profesor a otro en ese segundo curso, o al menos eso fue lo que nos comentó en una reunión ese segundo profesor para justificar todo lo que no le enseñaba a nuestro hijo. Así que fue como contratar a una agencia de control de calidad: ahí tenéis a Antón, decidme si es capaz o no de seguir el currículo oficial ordinario. Y coincidieron en que sí. No sólo eso, sino que se indignaban tanto como yo con cada suspenso en Física y Química y Matemáticas que eran las materias que le impartían. En la primera materia eran suspensos raspados (4 ó 4,5) pero acabó superando la materia en septiembre y con un 6. Pero es que en Matemáticas no pasaba del 2 con aquella profesora que permitía que la PT se quedara junto a la puerta.

Así que le enseñamos en casa pero, ¿de qué valió si luego no pudo demostrar en el examen lo que sabía? Si tenía que someterse a la tortura de ejecutar ejercios de matemáticas en un archivo de word. Haced la prueba: intentad resolver una ecuación o cualquier otro ejercicio de matemáticas en un procesador de textos, para entender la pesadilla que supone. La energía y el tiempo que requieren la ejecución, apenas deja nada para dedicar a su resolución.

Imagen de la pantalla de un ordenador con un texto de word donde se está resolviendo una ecuación.

Lo único que tenía que haber hecho aquella profesora era haberle facilitado la ejecución del examen, pero ni en eso se molestó. Porque nunca se le pasó por el pensamiento que Antón pudiese hacer algo.

Adiosgracias aquella señora se fue del centro y el siguiente curso apareció un profesor de matemáticas nuevo y también una nueva PT. Y aquel profesor vio enseguida el potencial de Antón y que “sabía de qué iba aquello” (casi me echo a llorar cuando le escuché esta frase), que tenía nociones, sino extradordinarias sí básicas de su materia y que por supuesto merecía la misma oportunidad de aprender que el resto de sus compañeros y compañeras.

También la nueva especialista de apoyo se molestó en conocer a Antón, en llegar a él, en crear un clima de confianza y cariño con él. Y no sólo eso, sino que dominaba (o aprendió a dominar) el currículo que exigía la asignatura aquel curso. Y, rizando el rizo, obrándose el milagro de los milagros, el profesor y la PT se dieron cuenta de las extraordinarias dificultades de Antón para hacer el examen y decidieron que los realizaría con el apoyo de esa profesora: Antón se podría centrar en resolver los ejercicios y la PT escribiría lo que él le dictaba. Aquellos dos profesionales demostraron que no era tan difícil, que no hacía falta reorganizar todo el cuadro del horario del profesorado como se alegaba el primer curso. Era tan sencillo como esto: programar el examen de matemáticas en el día y hora que tenía asignada la PT. Porque, ¿qué más daba hacer el examen un martes que un viernes?

Y todo cambió. Y Antón empezó a dejar de decir que era malo en mates porque así se lo habían hecho creer (ya sabemos del poder de la indefensión aprendida). Y Antón no sólo aprobaba matemáticas, sino que lo hacía con un 6.

Así de sencillo era. Pero duró poco. Exactamente hasta el 13 de marzo de 2020 en que el dichoso coronavirus les mandó a todos a casa.

Pero F. y R. quedarán para siempre en nuestro albúm de buenos recuerdos de la escuela como ejemplo de que lo único necesario para enseñar a un alumno como Antón es verle a él, ver su humanidad y no una etiqueta médica andante. Ver en él exactamente la misma potencialidad que en cualquiera de sus compañeros y compañeras. 

Lo único necesario en este caso de éxito que hoy comparto, fue que llegaran al centro personas que le quitaran de encima ese techo que, en el caso de Antón, no era de cristal sino de cemento.

Autor pictogramas: Sergio Palao. Origen: ARASAAC. Licencia: CC (BY-NC-SA). Propiedad: Gobierno de Aragón (España)

Antón, ni más ni menos que Antón (por A. Fontao)

El pasado 11 de diciembre elDiario.es publicó en su sección “En primera persona” un artículo de Antón que hoy traslado a Cappaces. Para tenerlo guardado y a mano entre toda la maraña de información que a veces se me esconde en la red.

El título con que apareció ese escrito era: Antón Fontao, adolescente con síndrome de Joubert: «Me sentí tan solo en la Secundaria que acabé dejando el instituto»Sin embargo, en este post aparece con el título original, el que había elegido su autor y que imagino que los editores entendieron como poco periodístico. Lo he recuperado porque me parece maravilloso y porque no se puede decir tanto sin necesitar siquiera de un verbo.

Quiero agradecer a Lucía M. Quiroga su sensibilidad y su interés por la historia de vida de Antón, así como su empeño en que fuera escuchado por mucha más gente. Grazas, Lucía ❤️ 

ANTÓN, NI MÁS NI MENOS QUE ANTÓN

Me llamo Antón, tengo 17 años y vivo en Sada (A Coruña). Entre las cosas que más disfruto está pasar tiempo con mi familia, escuchar música, jugar a juegos de mesa, ver series y pelis y muchas otras cosas. Soy un chaval con síndrome de Joubert y, se quiera o no, nacer con cualquier tipo de discapacidad te marca. Más o menos, pero lo hace. Te impide muchas cosas, pero no por la discapacidad, sino por la sociedad. No entiendo que por tener discapacidad te traten o te hablen diferente, solo por tener un historial médico o cierto diagnóstico. Según la sociedad en la que vivimos, si «te faltan capacidades» eres menos y hay que tratarte diferente. Pues no. El valor de las personas no depende de las capacidades que tengan.

Yo no lo tuve, ni lo tengo, ni lo tendré fácil. Sí, tengo un entorno en el que me encanta vivir. Disfruto de mi vida, mi familia, mis amigos y la gente que he ido encontrando últimamente en mi camino. En ese sentido no puedo ser más afortunado, pero también en mi vida hubo muchos altibajos, aunque para mí pesa más todo lo bueno. Pero, por desgracia o por fortuna, al igual que no me olvido de lo bueno, tampoco de lo malo. Esos malos momentos, a pesar de que es difícil de creer, de una manera u otra me ayudaron a ser una persona más fuerte.

Mi paso por el sistema educativo ha sido muy complicado. Algunos profesores han sido muy buenos, pero otros me han tratado mal. Siempre me he sentido solo, especialmente en mi última etapa del instituto. Así que este año he dejado las clases presenciales porque sobre todo el último curso para mí fue un infierno. No solo por algunos profesores, sino también por mis compañeros y por cómo pasaba el recreo: completamente solo. Ahora estoy estudiando en casa y voy a Santiago solo a hacer los exámenes. La diferencia es buena en comparación con las clases presenciales porque ya no sufro las cosas que sufría antes. Tampoco es que me entusiasme lo de este año, pero si tengo que elegir me quedo claramente con estudiar en casa.

No me acuerdo del día exacto en que supe que tenía una discapacidad, aunque en realidad desde pequeño, en cierto modo, ya me di cuenta por las miraditas. Y es que hay dos cosas que no llevo nada bien, que son las miradas y, ahora, los tratos infantilizadores. Las miradas son algo que tuve que sufrir desde bien pequeño. Las típicas escenas en las que niños me señalaban sin ningún tipo de pudor y después decían, aunque yo les oyera, que tenía un párpado caído o que veían algo raro en mí. Para mí no era, ni es, nada agradable, pero entiendo que son niños pequeños y aún no saben las «normas» de la sociedad en la que vivimos y todavía les queda mucho por aprender.

Pero ahora a las miradas se le suman también los tratos infantilizadores, y esto no lo hacen los niños, sino los adultos. Me tratan como a un niño pequeño. Eso me molesta mucho y es inadmisible, pero es que yo soy muy tímido y eso puede que influya en este trato porque con determinada gente casi ni me atrevo a hablar, y también estoy seguro de que no lo hacen con maldad. No saben cómo hacer para tratar o acercarse a una persona con discapacidad. No saben, por decirlo de algún modo, los pasos que hay que dar o el comportamiento que hay que tener. A mí me gustaría poder ayudar a cambiar esto y conseguir que las personas con discapacidad reciban el mismo trato que el resto, tirando los prejuicios al fondo del mar.

A veces por la discapacidad la gente acude a ayudarte con buena intención pero sin que tú se lo pidas. Una de las situaciones más humillantes que viví fue un día en Ikea. Nunca me había pasado tal cosa, pero esta vez sí. Yo estaba esperando a mi madre cerca ya de la salida, porque estaba cansado de andar de aquí para allá, cuando se me acercó una empleada que, aunque era muy maja, a mí en ese momento no me gustó nada que viniera. Bueno, ni en ese momento ni nunca. El caso es que como me vio solo, se acercó y me preguntó por cómo iba vestida mi madre y entonces, por el walkie talkie, empezó a avisar a sus compañeros y vino más gente. Me dijeron que avisara a mi madre con el móvil y me hicieron quedarme esperando con las chicas de un sitio de información. Lo pasé fatal. Quizás yo también tuve culpa por no decir que no pasaba nada y que me podía quedar yo solo, pero no me esperaba todo esto y no supe reaccionar. Al final apareció mi madre y nos fuimos. Yo me sentí muy humillado como persona de 16 años que tenía. No creo que a mi hermana cuando tenía 16 años o a otro chico de esa edad le hubiera pasado eso.

También me molesta cuando voy solo por la calle y me encuentro a algunos conocidos por el camino que me preguntan que cómo es que ando solo. Y con esto digo que solo porque se vea una discapacidad en una persona no significa que siempre necesite ayuda o no pueda ir sola por el mundo. Lo mejor sería esperar a que yo pida ayuda o preguntar primero si la necesito, no darlo por hecho. Al hacer eso no se piensa en que para la otra persona puede ser una humillación o una falta de respeto. Las personas que utilizan silla de ruedas están hartas de que les empujen la silla sin ni siquiera preguntar. O personas ciegas que les cogen del brazo desconocidos para cruzar la calle y hasta les pegan sustos haciendo esto. De verdad que está bien ayudar, pero primero hay que asegurarse de que esa ayuda hace falta porque si no quizás estemos haciéndole sentir mal a esa persona. Tampoco se puede pensar que porque una persona tenga una discapacidad no pueda hacer nada ni pueda andar sola por el mundo.

Mi futuro lo imagino quizás mejor de lo que realmente me vaya a pasar. Pero ojalá se cumplan todas las cosas que deseo. De mayor me gustaría ser actor. Soy un amante del teatro, el cine y las series y me gustaría trabajar en ese mundillo. Voy a clase de teatro desde que tengo cuatro años y, aunque soy muy tímido, cuando estoy en un escenario me crezco más. Si no consigo ser actor me gustaría ser guionista o director, porque también me gusta mucho escribir. En mi imaginación mi futuro lo pinto como yo quiero que sea, y es que creo y siento que la vida me debe una. También me gustaría ser columnista.

Y, sí o sí, voy a ser activista a favor de los derechos de las personas con discapacidad y contra todo tipo de injusticias. Me gustaría que la sociedad tratara a las personas con discapacidad de igual forma que a las personas sin discapacidad. Y es que esto no lo tendría que estar pidiendo. ¿Por qué según cómo has nacido se te trata de una manera u otra? Esto no tendría que pasar. Sé que la sociedad no lo hace por maldad, pero habría que solucionar la ignorancia que hay respecto a este tema.

Adolescente con una camisa negra con letras rojas que imita la clásica de "Los Ramones" pero que lo cambia por "Raciones". Al fondo se ve una isla con un castillo y un cielo rojo sobre el mar que anuncia la puesta del sol.

Publicado originalmente el 11 de diciembre de 2021 en elDiario.es: Antón Fontao, adolescente con síndrome de Joubert: “Me sentí tan solo en la Secundaria que acabé dejando el instituto”

Hit The Nigger Baby

Tengo un amigo de facebook estadounidense al que conocí en una de las conferencias que reúne a personas con Síndrome de Joubert y sus familias. Son cuatro días (más, si lo estiras los días antes y los de después de las fechas oficiales) indescriptibles. Porque esa semana y en ese hotel, la normalidad del mundo es la de nuestras familias. No hay miradas que se claven en tu familia cuando entras en el restaurante, ni preguntas incómodas (no por su contenido, sino porque vienen de personas a las que no conoces absolutamente de nada y que entienden que el historial médico de tu hijo debe ser de dominio público).

Bueno, el caso es que conocimos a este padre una noche en una fiesta donde las familias nos estábamos conociendo. Unas niñas se acercaron a nosotros picadas por la curiosidad a causa nuestro acento y, seguramente, por la fascinación que mi hija mayor ejerce en niñas y preadolescentes a lo largo del mundo.

– ¿De dónde sois? – nos preguntaron.

– De España.

– Mi padre habla español – nos dijo una de ellas.

Nos cogieron del brazo y nos arrastraron hasta donde se encontraba aquel padre con otras personas. La experiencia también nos había enseñado que a lo que algunos le llamaban “hablar español” era decir señorita, buenos días y hasta la vista, baby. Pero, sorprendentemente, el español de aquel hombre era perfecto. Había estado en España varios años como misionero. Era un hombre muy agradable y, sin embargo, se encendieron todas las alarmas de nuestros prejuicios de familia atea.

Creo que nadie es capaz de escapar a los prejuicios, por mucho que estemos convencidos de que carecemos de ellos. Y cada cual, aunque veamos y condenemos los de los demás, tenemos los nuestros propios. Y, a ver, no es que yo desprecie o tema (que es a lo que realmente empujan los prejuicios: al temor) a quienes profesen una religión y crean en cosas que mi lógica encuentra incomprensibles. Entiendo perfectamente lo que es la fe y yo misma intenté encontrarla en un momento ya lejano de mi vida, pero no hubo manera. 

Lo que nos pasó con esta persona, lo que me pasó, es que ese perfil de misionero yanquee, que va trajeado y con una carpeta bajo el brazo llamando de puerta en puerta por nuestras ciudades, pues lo asociaba a alguien con el cerebro completamente lavado. Y lavado en muchas direcciones, entre ellas el de la negación de derechos de muchos colectivos oprimidos.

El caso es que, después de aquel encuentro, seguimos manteniendo contacto por Facebook. Y en estos años he aprendido a conocerlo por sus publicaciones, cuando lo suyo hubiera sido intentarlo aquella noche, en un ambiente relajado y estupendo y con una cerveza en la mano. Me ha dado con la puerta de los prejuicios en todos los morros porque, alguien a quien yo situaba por defecto en el lado del “America First”, ha resultado ser una de las personas más demoledoras que yo conozco contra Trump y todo lo que representa su discurso represor y de odio. No importa cuánto le aticen, él siempre se compromete públicamente. No sólo contra el trumpismo, sino contra todo tipo de movimientos políticos y sociales que impliquen la opresión y vulneración de derechos de otros.

El caso es que el verano pasado publicó esta imagen en su muro:

Texto que acompaña a la imagen: «En los primeros años del s. XX, uno de los juegos más populares en las ferias era “Hit the nigger baby” [algo así como Golpea al bebé negrata]. Estas ferias solían colocar a un bebé o niño de corta edad negro y la gente blanca pagaba para arrojarles pelotas de béisbol tan fuerte como pudieran. El momento culminante de este juego llegaba cuando la madre negra tenía que amamantar a su bebé y así, cuando la persona que lanzaba la pelota golpeaba el estómago del bebé haciéndole vomitar la leche de la madre. El público aplaudía entusiasmada y esa persona se llevaba un premio. Muchos justo acababan de “alabar al señor” en su iglesia antes de dirigirse a la feria para “golpear al bebé negro”.

Las reacciones de mucha, muchísimas personas, en los comentarios de la publicación iban en el sentido de “¿Qué necesidad había de esto?”.

Su respuesta fue clara: saber de las atrocidades cometidas en el pasado para identificar las que se están cometiendo en el presente.

Además de las personas racistas, tenemos otro problema y son los tenues, los que dicen no compartirlo pero justifican, los que miran desde la barrera y no toman partido. Una masa enorme (muchísimo mayor que la de los racistas) que es la verdadera responsable de la injusticia. Porque los ejecutantes de las aberraciones son casi siempre minoría y si pueden hacer lo que hacen, es gracias a quienes deciden no tomar partido. No tomar partido siempre es elegir una de las opciones. La del fuerte, la del poderoso, la del opresor, la del matón.

Uno de los museos que más me han impactado en mi vida ha sido el Museo del Holocausto. También a Antón. Tenía apenas un par de nociones sobre el holocausto y aquella visita sirvió para adentrarle en este capítulo tan terrible de la historia de la humanidad.

Y como todo lo llevo a mi terreno (digo mío porque es el que condiciona, afecta y perjudica la vida de mi hijo), el post de David me hizo preguntarme cuántos episodios igual de vergonzantes que este Hit the nigger baby se habrían producido en la historia en relación a las personas con diversidad funcional. Y aunque creo que conozco muchos, seguro que si buceo un poco, encontraré hechos que crecerán exponencialmente en horror y terror. Y entonces pienso en los museos dedicados a la esclavitud y al holocasto y me doy cuenta de cuánto necesitamos uno dedicado a la historia de la discapacidad. 

Respecto al hecho que protagonizaba esa publicación, he estado buscando información sobre ese juego y, efectivamente, es real. No he podido confirmar, sin embargo, que se utilizaran bebés, tal y como describe el texto y como sugiere el nombre de la atracción de feria. Lo que no implica que no haya sido así, ni que lo haga menos brutal y despiadado, porque sí se utilizaban niños y chicos jóvenes.

La imagen del post es real y he podido documentar que pertenece a un folleto de YMCA de 1942, concretamente el Campamento Minikani, un campamento de verano para niños en Wisconsin.

Las primeras evidencias sobre este juego se remontan a los años 80 del siglo XIX y las últimas están documentadas en los 50 del XX. Era uno de esos juegos de tiro al blanco de las ferias. Sólo que en esta variante, el blanco (qué ironía) era un ser humano de carne y hueso. Un ser humano con piel oscura.

El divertimento consistía en lo siguiente: la cabeza del chico negro asomaba por el agujero de una sábana y se le lanzaban objetos (normalmente huevos, pero también pelotas). Se le ofrecían al jugador tres oportunidades para acertar.

Evidentemente y como cabe esperar, este juego ocasionaba muchas veces lesiones en las personas utilizadas como diana e incluso más de una muerte, especialmente cuando se utilizaban pelotas en lugar de huevos. Los jugadores de béisbol eran muy aficionados a esta atracción de feria y ejercían especial violencia. De hecho, una noticia aparecida en el Philadelphia Record en 1908 describe cómo un equipo de jugadores de béisbol se había turnado arrojando pelotas a la cabeza de Willian White quien “fue sometido a un tiroteo de pelotas pero asumió el castigo con gran coraje”. La noticia termina diciendo, como si de un simple añadido se tratara, que William White “tuvo que retirarse al poco tiempo con lesiones internas que resultaron ser fatales”. Y ya. Cero preocupación, inquietud, desagrado o remordimiento respecto al desenlace.

La verdadera justicia ha acabado siendo esta:

Que los nietos, bisnietos y tataranietos de quienes se divertían con este juego, acudan ahora a manifestaciones gritando que las vidas negras importan.

La verdadera revolución ocurre cuando parte del colectivo opresor toma conciencia de su posición y se convierte en aliado.

La verdadera revolución tiene lugar cuando quien se limita a mirar desde la barrera, decide dejar de callar y posicionarse del lado de la justicia.

 

 

 

 

 

Debemos tomar partido. La neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima. El silencio alienta al torturador, nunca al torturado. Hay ocasiones en que debemos inmiscuirnos. Cuando la vida humana está en peligro, cuando la dignidad humana está en riesgo, las fronteras nacionales y las sensibilidades se vuelven irrelevantes. Donde quiera que hombres y mujeres sean perseguidos por su raza, religión o creencias políticas, ese lugar debe convertirse -en ese momento- en el centro del universo.

Elie Wiesel, “Trilogía de la noche”

Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor. Si un elefante le pisa la cola a un ratón y tú dices que eres neutral, el ratón no apreciará tu neutralidad.

Desmon Tutu

Recuerdos de una niña de barrio

Me crié en un barrio del extrarradio de un pueblo vizcaíno.

Casi todos los barrios que brotaban en los años 70 en el margen de ciudades y pueblos industriales se parecían entre sí: los mismos ladrillos caravista, ultramarinos muy parecidos (para atender las demandas del día a día, que es como se compraba entonces), el mismo descampado donde se jugaban los juegos parecidos (que seguramente hoy estarían prohibidos) y los mismos conflictos entre vecinos (pero que eran infinitamente menores que esa solidaridad creada entre gentes desarraigadas de sus tierras y familias y que tuvieron que crear lazos de ayuda y hasta de cariño entre sí).

En mi barrio había apodos que hacían referencia a casi todas las provincias de España. Teníamos a El Asturiano, La Maña, El Cordobés, El Riojano… No había, sin embargo, nadie a quien se conociera como El Gallego o La Andaluza porque eran demasiados a disputar ese título. Nuestros padres eran de tan variadas procedencias, que lo local llegaba a ser exótico. Hasta tal punto, que a una de las familias les conocíamos como Los Vascos.

Todos los rostros, gentes y anécdotas de la niñez de mi barrio las recogió hace un par de años el hijo de El Asturiano en un libro. En él aparecen gentes que todavía están y muchas otras que, como mi padre, ya se han ido.

Historias y fotografías que no están clasificadas por orden alfabético o por generación. Están ordenadas por comunidad de procedencia y hasta por país, porque también teníamos como vecinos a varias familias portuguesas.

De vez en cuando me gusta hojear ese libro. Y entonces, como si invocara un conjuro, se reactivan muchos recuerdos que creía borrados, pero que sólo están hibernados. Muchísimos. Mi cabeza dispara ráfagas y ráfagas de imágenes, algunas estáticas y otras en movimiento como si fuesen proyecciones de cine. 

Entre esos recuerdos, también hay sentimientos. Como el miedo que a la niña que fui le daban las personas con discapacidad.

Sí, de pequeña me daban miedo las personas con discapacidad. Sobre todo los adultos con discapacidad intelectual. A veces, más que miedo, era pánico.

Sin embargo, y echando la vista atrás al pensar sobre ello, volviendo a la piel de esa niña que fui, también me doy cuenta de que quienes realmente me daban miedo eran las personas con discapacidad a las que no conocía.

Porque ahora, revisando los recuerdos que las imágenes de ese libro resucitan, me he dado cuenta de que tenía cerca de mí a personas con diversidad funcional a quienes ni siquiera veía como personas con discapacidad y mucho menos como discapacitadas. Tenía una prima sorda. No una prima de bodas, bautizos y comuniones, sino una prima hermana de verdad. Vivíamos a escasos metros de distancia y mis primas eran casi tan hermanas mías como mi propio hermano. Y mi tía, esa segunda madre a cuya casa amenazabas con irte cada vez que había un conflicto con la tuya propia. Lo mismo hacían mis primas, pero en dirección inversa.

Yo no veía a mi prima como una persona discapacitada o minusválida, que eran las palabras de entonces. Y digo “de entonces” por mi propio vocabulario porque, desgraciadamente, son términos que siguen presentes en nuestro mundo. A mí nunca se me ocurrió pensar que mi prima valiese menos que el resto. La veía simplemente como alguien que tenía las cosas muchísimo más complicadas que quienes podíamos oír. Por lo mismo, siempre me pareció muy fuerte y valiente. Era mi prima pequeña, mi muñequita, porque tenía siete años menos que yo y eso, cuando se es niño, es un mundo. Mi prima era y es una de las personas más admirables que he conocido en mi vida.

Repito que no la veía como “discapacitada” y, por lo mismo, me ponía mala cuando en el verano íbamos todos al pueblo y escuchaba a personas de la familia, como nuestra propia abuela, llamarla “pobrecita” y ver lágrimas asomar cuando salía en las conversaciones de los adultos. Me ponía mala ver a algún familiar asombrado y sorprendido al verla leer o sumar. Me hervía la sangre cuando se dirigían a ella a gritos o con un lenguaje más destinado a un bebé que a una niña de EGB. 

Y, sin embargo, tanto ella como yo, y como nuestros hermanos, huíamos despavoridos cuando nos encontrábamos con Eulogio por los caminos, durante esas vacaciones en la aldea gallega de la que habían salido nuestros padres. Eulogio era un adulto con discapacidad intelectual. Pero eso lo sé ahora. Entonces sólo sabía que era un hombre que no hablaba, ni miraba, ni se comportaba como los demás hombres (como los padres que conocíamos y que eran nuestra referencia, la “normalidad”), que los niños del pueblo hablaban de él con temor y que los adultos nos advertían: “Cuidado con Eulogio”, “No os acerquéis a Eulogio”. El pobre Eulogio no nos había hecho nunca nada, ni conocíamos situaciones concretas donde hubiera hecho daño físico o verbal a alguien, pero… ¿cómo no le íbamos a tener miedo?

Me daba miedo Eulogio, igual que me lo daban los gitanos porque, cuando aparecían por el barrio, nuestros padres nos mandaban subir a casa y nos decían: “Cuidado con los gitanos”. Las tiendas del barrio cerraban las puertas y las personas que las atendían se escondían dentro. Repito, ¿cómo no les iba a tener miedo?

Porque el miedo al otro, al diferente, no es innato sino que se aprende. Y se aprende porque se enseña. Y nos empeñamos muy mucho en enseñarlo.

No sólo en las vacaciones de verano en la aldea teníamos contacto con la discapacidad. En nuestro barrio obrero de extrarradio, donde el 99% de los niños teníamos padres que habían llegado de Galicia, Andalucía o Extremadura, teníamos a Pedrito. Pedrito, que era el hijo de Paca y, aunque era mayor que yo, conservó el diminutivo también en su vida adulta. Pedrito, que tenía parálisis cerebral y no andaba ni hablaba, pero que salía todas las tardes de paseo y acompañaba cada domingo a su familia a tomar el vermú y las rabas por los bares del barrio. Pedrito, al que todos saludábamos al pasar por nuestro lado y cuya silla nos disputábamos en las raras ocasiones en que su madre se fiaba de nosotros.

Pero en el barrio también estaba la hija de Herminia. La vi muy pocas veces porque nunca salía de casa. Nunca la sacaban. Y esas pocas ocasiones en que la veía, era asomada al balcón del primer piso en que vivía su familia. Emitía gritos extraños y agitaba las manos. En otros momentos, la veía balancearse hacia adelante y hacia atrás agarrada a la barandilla. A mí me daba mucho miedo. Y no fueron pocas las veces en que, si la veía a lo lejos, llegaba a dar un rodeo para evitar pasar cerca de aquel balcón. Me aterrorizaba la idea de cruzarme con ella. Algo por otra parte improbable, porque nunca jamás, ni yo ni ninguno de mis amigos, la habíamos visto pisar las calles del barrio. También a su madre era raro verla por la calle. Alguna vez en la tienda de Pascuala o en la frutería de la Mari, y poco más.

La hija de la Hermi… Es que ni siquiera sabíamos su nombre.

En aquella época, cuando era niña, nunca se me ocurrió meter a mi prima, Pedrito y la hija de Herminia en el mismo saco. Nunca los percibí como parte de un mismo colectivo. Mi prima y Pedrito formaban parte de la vida del barrio, de nuestro ecosistema. La hija de Herminia, no. Eso marcaba la diferencia. 

Menciono este dato de mi niñez, no con la idea de reprochar esa situación a la familia de aquella niña. Nada más lejos de mi intención. Con lo difícil que resulta hoy en día ser padres de un niño con diversidad funcional, no quiero ni imaginar lo que podía significar en los años 70. Más aún siendo emigrante, sin redes familiares de apoyo, con escasos recursos materiales y con nula conciencia del concepto integración en la sociedad. 

La situación de esa niña era seguramente la más común en aquel tiempo para las personas con una funcionalidad diferente. Lo que me parece realmente asombroso, echando la vista atrás, es la actitud de los padres de Pedrito y hasta de mis propios tíos. Tenían muy claro que sus hijos formaban parte de la sociedad. No los recluyeron en un centro, ni los escondieron en sus casas: los sacaron al mundo. Y ese fue el primer paso para que ese mundo, del que también yo formaba parte, les incluyera en su paisaje de barrio obrero de extrarradio.

Si eso no es transformar la sociedad, no sé qué puede serlo.

Y es por ello que las familias han sido, son y serán los motores del cambio de actitud de la sociedad ante la diversidad funcional. En nuestras manos está: normalizar miradas, devolverles a nuestros hijos la humanidad y exigir derechos en lugar de favores.

La vida me ha enseñado no sólo a dejar de temer la diferencia, sino a quererla y abrazarla, asignándosela a quien más quiero. 

El yo-que-era ayuda al yo-que-soy a entender el miedo que produce lo diferente, pero también a combatirlo y a intentar cambiar miradas. 

Y la persona que ahora soy tiene clarísimo que el único antídoto contra ese miedo es la convivencia. Una convivencia que empieza en la escuela. Pero también en el parque, en el cine y en el vermú de los domingos. Y aunque sé que muchas veces resulta difícil y doloroso, tenemos que sacar a nuestros hijos al mundo. Para que no vuelva a haber más personas escondidas y temidas como la hija de Herminia.

Un pan en la cabeza

Figueres, 22 de septiembre de 2019.

12:35 horas.

Una familia visita el Museo Dalí.

Nada más entrar, un niño chico de catorce, casi quince años, anuncia su intención de separarse del grupo. Sabedor de esa obsesión de su madre (fruto de la deformación profesional) de “mejor con guía”, lanza la advertencia antes de que a ella le dé tiempo a proponer incorporarse a la visita de turno.

Quizás han sido demasiados los tours guiados, y no siempre con el mejor de los profesionales, lo que ha acabado provocando el efecto contrario en sus hijos. Éste que hoy ya es un chico, un día y a los nueve años, anunció en pleno Guggenheim que quería verlo “a su aire”.

Y así ha sido desde entonces. Con no pocos encontronazos con los guardas de sala: “Señora, el niño no puede ir solo”. Bien, son las normas, lo sabemos. Pero eso es porque las normas dan por hecho que un niño no sabe cómo comportarse en un museo. Y no es el caso. Este niño jamás comerá por las salas, utilizará flash, se acercará a las obras más de lo razonable, ni mucho menos las tocará. Acciones todas ellas que sí ha visto realizar en muchos, demasiados adultos.

Nunca sabrá esa señora si la advertencia, más que por la edad del niño, se debía a su precario equilibrio o la peculiar (por distinta a esa mayoría estadística que llamamos “normalidad”) entonación de la criatura. Sea como fuere, él siempre se empeñó desde entonces en cumplir aquel a mi aire a rajatabla, cual Sinatra de los museos.

Hoy no hay posibilidad de visita guiada en este templo del surrealismo y el myway museístico se traduce en ir al margen de la familia. Así que, apenas diez minutos después de entrar en el Teatro-Museo, ya le pierden la pista. La prima es aún pequeña y por tanto susceptible de que su tía todavía puede engañarle (e incluso fascinarle) con sus explicaciones-peñazo. 

13:18 horas.

La familia encuentra al chico de catorce, casi quince años, sentado en una esquina del Palacio del Viento llorando de rabia. Al verles, explota.

¡¡ESTOY HARTO DE QUE ME MIREN COMO SI FUERA EL HOMBRE MÁS RARO DEL MUNDO!!

A su madre se le encoge el corazón de tal manera, que no le sale ninguna palabra. Menos mal que Tiogenial, haciendo honor a su nombre, salta veloz y le responde al momento:

Pero, tío, ¿tú no quieres ser actor? Pues mira tú, mira a Dalí, que quería ser famoso pero nadie se fijaba en él. Y para llamar la atención tuvo que salir a la calle con un pan en la cabeza. Pues eso que llevas ganado.

Y es así como logra sacarle una tímida, diminuta, ínfima, sonrisa. Su prima Campanilla, que es tan genial como su padre, se lanza sobre él y le abraza con fuerza. Tanto, que ese sí es de los abrazos donde dos personas de verdad se funden. Y es que, a pesar de sus diez años recién cumplidos, tiene mayor sensibilidad y madurez que la mayoría de adultos de este planeta. E infinitamente más empatía que todas esas personas que, aquel día y en aquel espacio, le han dirigido a su primo miradas de curiosidad y extrañeza, cuando no directamente de rechazo o repulsión. Precisamente allí, en un lugar tan extraordinariamente estrafalario donde alguien como ese niño debería ser lo último en llamar la atención.

Las palabras de Tiogenial y el amor de Campanilla consiguen espantar ese día el dolor que provoca la curiosidad malsana. Porque sí, la curiosidad también puede hacer daño. Esos segundos que dura tu mirada, multiplicados por los de cientos de personas durante catorce, casi quince años, se convierten en una eternidad para quien ya nace con un pan en la cabeza.

 

 

Enlaces relacionados:

Celebrando la vida (15 años).

La curiosidad también puede hacer daño.

No me temas.

Amor y humor como armas.

Palabras.

 

*Actualización: 

A raíz de la publicación de este texto, esa activista a quien tengo por compañera y amiga que es Blanca Roig, decidió convertirlo en acción. Y después, esa otra combatiente de la discafobia que es Belén Jurado lo impulsó por la esfera virtual en todos sus frentes (que no son pocos).

Emocionada por la respuesta a lo que hemos declarado como “acción anticapacitista” #unpanenlacabeza 😊

En un principio intenté recopilar todas las fotos que nos iban llegando, porque siempre pensé que sería un acto “familiar”. Pero ahora mismo me siento desbordada e incapaz de actualizarlas. Así que voy a dejar que todos esos panes fluyan solos. Para cambiar miradas. O como tan bien y tan bonito dice Belén Blanco, para que “Aprendamos a mirar. ¿O a no mirar? A mirar todo por igual. A todos por igual. A no mirar con ojos que cuchichean. Con ojos que se extrañan. Con ojos que hieren. Aprendamos a no hacer daño. A empatizar. A pensar en cómo nos sentiríamos.

Millones de gracias por la participación. Y no perdamos nunca de vista que el objetivo no es convertirlo en un “reto”, ni sumar números o “likes”. Participa quien quiere, como quiere, cuando quiere y de la forma en que quiere. Sin presiones, sin etiquetados ni empurrones. Porque, lo mejor de esta acción, es que quienes se han sumado a ella lo han hecho conociendo su sentido, con sensibilidad y compromiso.

Como decía, ya no me veo capaz de reunir todas esas imágenes, pero las seguiré disfrutando con emoción y esperanza. Esperanza en que vamos a dejar un mundo tan diverso como lo encontramos, pero infinitamente más tolerante y amable.

Abrazo enorme ❤️💚💛💜

Acción anticapacitista: #unpanenlacabeza

Vida digna

Hace once años murió una de las personas más importantes de mi vida. Al dolor de perderle, se sumó la forma en que se fue: sufriendo durante cuarenta días con sus cuarenta noches. No lo hizo en Eritrea, ni en Minnesota sin seguro médico. Murió en un hospital especializado en cuidados paliativos, en un país con una sanidad pública, universal y gratuita.

Dos años antes había tenido lugar el infame caso del Dr. Montes y entendí el terror de aquellos profesionales ante mis peticiones. ¿Cómo no estar aterrorizado tras aquel proceso inquisitorial que terminó con la vida profesional, social y al fin también física de Luis Montes? A un médico hay que pedirle que sane, no que sea un héroe, y mucho menos un mártir. 

Y en este país los profesionales con mayor sensibilidad ante este trance, tendrán que seguir actuando como héroes o mártires hasta que se apruebe una ley que les ampare de una vez. 

Si no se da respaldo legal a quienes no queremos prolongar el sufrimiento cuando el final es seguro, seguiremos siendo rehenes de quienes defienden una muerte que agrade a su dios (o a sus intereses). Esos que denunciaran a nuestro médico-héroe por asesinato y que serán respaldados por políticos y jueces que dictarán, no sólo cómo debemos vivir, sino también cómo debemos morir.

Soy partidaria de legislar la eutanasia, pero estoy harta de que este debate se enfoque desde la eugenesia. Lo hacemos igualmente con el aborto y digo una vez más que ese no es el debate.

Estoy harta (y asqueada) de que cada vez que se aborda este tema, se ponga el foco en el mismo colectivo.

Harta de que se reincida en la idea de ver a las personas con diversidad funcional como “no personas”. Y, por tanto, con “no derecho a la vida” (como escuché ayer en un reportaje televisivo realizado desde un medio con ideología progresista, cosa que está claro no te vacuna contra el capacitismo.)

Harta de que se incida y transmita a la sociedad continuamente la misma idea: que las vidas de estas personas “no es vida”. 

No voy a juzgar públicamente los testimonios personales que estos días he podido escuchar en varios medios. Pero sí juzgo y reprocho públicamente a esos medios que los difunden. Basta ya de defender el derecho al aborto y la eutanasia desde argumentos eugenésicos.

El aborto y la eutanasia se defienden por si solos, sin necesidad de seguir haciendo daño al colectivo de personas con diversidad funcional, sin necesidad de seguir adoctrinando al resto de la población (y a ellos mismos) en que su vida es menos válida y que ellos son menos persona.

Basta ya de recuperar este debate desde el mismo enfoque que se hizo en su día con el caso Ramón Sampedro. Y lo digo porque yo también he estado ahí y he pensado de la misma forma. Hasta que una maravillosa criatura llegó a mi vida hace catorce años para poner las cosas en su sitio, desbaratar mis argumentos y mis prejuicios, y replantearme ese capacitismo que me habían marcado a fuego toda la vida. 

Y como sé que no todos tienen la suerte de contar con alguien así para poner su ideología respecto a la discapacidad en el sitio justo y correcto, es por ello que yo no me voy a cansar de gritarlo.

Me gustaría recuperar esta entrevista con Javier Romanach.

Si después de escuchar a esta persona tan lúcida y deslumbrante, alguien no se repiensa a si mismo respecto a este tema, es inútil que yo siga escribiendo…